Por un caminito blanco por la nieve
vienen caminando María y José,
José va a que escriban su nombre en el censo
que César Augusto que imperaba en Roma
por todo su imperio ordenó hacer.
La nieve, tan fría, es limpia, es pura,
parece que viste a los campos del
ampo brillante juntando las nubes
que rozan los montes y todo blancura
se extiende cual lienzo impoluto que
resaltan a José y a María que vienen
viajando juntos desde Nazaret.
Al fin han llegado, aun nieva en Belén,
y buscan posada porque María siente
que el Hijo que lleva en su intacto seno,
como dijo el Ángel, ya está por nacer.
Nadie abre su puerta cuando José llama,
ninguna posada encuentra en aquel
Belén que la nieve envuelve en su frío,
más porque la tarde empieza a caer.
María entre la nieve que cubre su manto
parece tan bella - se admira José -
que el rosa que luce en sus dos mejillas
parecen de nácar fina y rosicler.
Le ofrecen, si quieren, para el menester
que tanto les urge, un establo humilde,
una pobre cueva y dentro un pesebre
con pajas doradas que brillan con el
haz de clara luna que baja del cielo
raso (ya no nieva) y viene a caer
sobre el rinconcillo donde está María
abriendo pañales para el Enmanuel.
Todo se detiene un instante eterno,
del cielo luceros y estrellas se ven
como si cayeran sobre la nevada
y brotan rosales, jazmines; la miel,
inciensos y aromas de olor sacrosanto
impregnan la noche buena en Belén.
José oye que cantan "¡Gloria en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de
voluntad buena!" y con ojos limpios
a Dios está viendo que María adora
y abraza en su pecho , y a adorar rendido
se ha puesto él también.
La nieve está ardiendo - ¡Oh Noche Bendita! -
con los Serafines que alaban al Hijo
de Dios y María en Belén.
+T.
y dentro un pesebre ce