domingo, 21 de febrero de 2010

Las Tentaciones del Hijo


Me es fácil imaginar la escena de las tentaciones del Señor en el desierto: El yermo y rocoso desierto de Judea, las soledades abruptas cercanas a Jericó, donde se enriscan algunos monasterios ortodoxos en quasi imposibles equlibrios, sobre precipicios de vértigo. Ese tuvo que ser el paisaje.

Después puedo seguir la escena, tal y como la narran los Santos Evangelios, con los tres momentos/tres asaltos diabólicos que detallan San Mateo y San Lucas (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13); incluso puedo representarme el enigmático sumario, más reservado, de San Marcos (Mc 1, 12-13).

Sin embargo toda esta facilidad de composición de lugar se me descompone en cuanto intento profundizar en la escena, una de las más impenetrables de los Misteria Vitae Christi. Suelo recordar, cuando predico el Evangelio de las Tentaciones en el Desierto, que es uno de los pocos (único?) momentos de la Vida del Señor que no cuenta con testigos humanos: Sólo están Él, Satanás, y esos Ángeles ministrantes que refieren San Mateo y San Marcos. El valor de este Evangelio aumenta cuando advertimos que la narración recogida por los Evangelistas sólo pudo hacerla el mismísimo Jesucristo, probablemente en uno de esos momentos en que instruía privadamente a sus Apóstoles.

También puedo imaginar el impacto (caras de galileos asombrados, perplejos y atemorizados) de la narración del Señor en sus discípulos. Incluso la facilidad con que pudieron retener lo sustancial de las tres tentaciones (Mt y Lc) o el respeto religioso y temeroso que trasluce el breve sumario de San Marcos; o el silencio de San Juan. Un momento de verdadera impresión, inolvidable para los que lo oyeron por vez primera, cuyas almas y mentes quedarían fascinadas y sobrecogidas con el Señor, protagonista vencedor de aquel combate.

Era la primera vez, desde el Edén, que Satanás era vencido en el mundo por un hombre. Desde la caída de los padres primigenios, Adán y Eva, el Demonio había sido el vencedor y los hombres los vencidos. Una humanidad derrotada, humillada, envilecida, corrompida, esclavizada y víctima del dolor, la frustración y la muerte. Y con el hombre vencido, la imagen de Dios profanada en el hombre, hecho a semejanza del Creador.

En aquel desierto de la tentación, el Hijo del Hombre está expuesto absolutamente, indefenso e inerme en su humanidad real. Pero es Dios. Algo que intuye Satanás, con perspicacia y sabiduría diábolica, sapiente pero atormentadamente inquieto. El demonio está profundamente turbado, más allá de la perpetua turbación que es su estado habitual de condenado. Barrunta como una fiera la Divinidad presente, pero no está cierto, no alcanza a vislumbrar nítidamente la Luz de Luz que se vela tras la carne humilde del Nazareno, el Redentor, Dios y Hombre. Por eso sus insidiosas preguntas, que quieren adivinar: - "Si eres Hijo de Dios..."

No puedo (no quiero) imaginar la voz del Satán. En la iconografía unas veces aparece como un diablo figurado con las horrendas formas demoníacas, medio humano medio animal monstruoso; otras veces lo representan como un personaje opaco, taimado, con vestido pardo y capuchón que le tapa el rostro, o embozado en ropas sombrías, o como una sombra turbia, feroz como una alimaña al acecho. Así lo pintamos, pero la realidad tuvo que ser tan maligna como su autor, la maldad mayor del universo de las criaturas, el ser más pervertido del mundo existente. Ese fue el que tentó a Jesús, el Nazareno.

No recuerdo bien, pero me parece que es en los Misteria Vitae Christi de Francisco Suárez donde se explica que el Diablo sabia cosas del Redentor, de su tiempo que se aproximaba, de su presencia inminente y profetizada. Y, de forma más inmediata, nuestros teólogos enseñan que Satanás escuchó conturbado hasta el fondo de su maligna esencia las palabras del Padre en el momento del Bautismo de Cristo en el Jordán: - "Este es mi Hijo amado, en Quien me complazco". Después de esta proclamación celestial, Satán, envuelto en un torbellino de zozobras, necesitaba saber, saber más de aquel "Hijo Amado". El Misterio de la Salvación oculto en el seno sacrosanto de la Trinidad desde toda la eternidad comienza a desvelarse, a revelarse, para salvación del mundo y conmoción del demonio, que quiere saber sobre lo que será el comienzo de su final.

La derrota del diablo sucede en esos tres asaltos, resistidos, rechazados, vencidos absolutamente y con toda resolución eficaz por Cristo, tan humilde y potente a la vez: Siervo de Dios y Señor.

Acabando la meditación, con esos flashes de alma en los que uno parece como si viera la escena y la entendiera, un poco, en su tremenda realidad, comprendiendo la magnitud de la lucha entre el Salvador de los hombres y el enemigo maligno y ancestral; sobrecogido también, me refugio y descanso en la imagen reconfortante de los Ángeles que parecen finalmente sirviendo a Cristo, los Ángeles ministros de su gloria que se acercarían reverentes y adorantes al Hijo, al Cordero Divino que acaba de vencer - Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal - al infame tentador de los hombres, su perdedor.



Todo esto, en menos y más sabias palabras, lo dice mejor San Agustín, con ricas y más fructíferas reflexiones:

Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era tentado por el diablo, ya que en él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consiguientemente, tenía de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti.

Si en él fuimos tentados, en él venceremos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también a ti mismo victorioso en él. Hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo;
pero entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a vencerla.
De los Comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos
(Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766)

Que les aproveche a ustedes, como reconfortante lectura cuaresmal.


+T.