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El síndrome aflora, a veces, ya la tarde del Viernes Santo (miserere!) y en los Oficios casi siempre es un peligro cual espada de Damocles, al acecho del más mínimo tris. Serán los ratos-horas de Monumento y toda la Cuaresma con sus seriedades, pero más de un Viernes Santo vespere me ha dado la risa floja. Recuerdo uno, en mi pueblo, cuando el cura traía el Crucifijo cubierto para la adoración, y mi amigo el C*** va y me dice bajito: - "¿A que parece un jamón?". Absurdo, totalmente absurdo, pero desde aquel momento yo miraba al Crucifijo velado de morado y lo que veía era un jamón. Y seguidamente la risa floja de mi amigo el C*** y yo, en el banco de la primera fila y descompuestos de risa.
Los amigos son mi peligro, sobre todo unos cuántos de verdad y andanzas que nos leemos el pensamiento y sólo necesitamos incoar la copla para montar sin más un tabladillo de comedia, basta un guiño. Engaña el semblante, porque mientras más adusto y serio, más tremendo el humor (el buen humor). Un marco piadoso con especial rompimiento posible de risa es la Vigilia Pascual, con más "oportunidades" porque tiene más secuencias, y cada rito es un riesgo. Por ejemplo aquel año que mi hermana, cuando traían en procesión el agua para la pila bautismal, dijo: - "!Qué cántaro más raro!" y mi tia le corrije: - "Calla. Eso no es un cántaro, es un 'nánfora'!" Aparte la risa sofocada, estuvimos con el pitorreo del "nánfora" hasta Julio, por lo menos. O la otra vez que había uno que se dormía, dando cabezadas, y quemaba con la vela el abrigo de la de delante, con un olor a chamusquina por toda la iglesia. Y nosotros detrás, sofocados de risa.
Pero la risa más incontenible de "resurrección" me sucedió en el Santo Sepulcro, allí mismo, en Febrero del año 2000, en pleno Jubileo. Fue con mi amigo Ángel, otro que me provoca risorios incontenibles. Estábamos en la Basílica, rezando un rosario en torno al Santo Sepulcro. Al terminar nos acercamos a la capilla de los coptos alejandrinos, en la parte trasera de la edícula. En esa capillita, el revestimiento edificado sobre la gruta del Sepulcro dejó sin cubrir una parte apreciable de la roca viva original, a ras del suelo, en una esquina debajo del altar de la capilla. Siempre hay un monje copto, rezando y custodiando, con un cestillo para las ofrendas al lado. Cada vez que he ido al Sepulcro estaba ese mismo monje (o su clon), de unos 40 años, barba negra entrecana, con el gorrillo bordado de crucecitas que le cubre las orejas, y su ropón negro, sentado en una sillita baja, con un librote de rezos sobre las rodillas, sin levantar el rostro, sólo para dar la bendición a quien se la pide.
Pues resulta que sobre aquella roca viva del Sepulcro hay siempre un tazón de cristal con aceite y una mechas ardiendo. En Tierra Santa yo soy besucón compulsivo y beso todo, hasta las murallas y las puertas y las cerraduras (no exagero). Por supuesto, me arrodillé para besar la roca del Sepulcro, allí, en la capilla copta. Mi amigo Ángel, que nunca quiere ser menos, allá que fue detrás mía, para besar también. Se puso de rodillas, se apoyó con las dos manos en la roca...y se resbaló dando con la boca en el tazón de aceite que se volcó encima y se puso perdido de aceite, que por poco sale ardiendo. El monje copto cerró el libro y rompió a reir a carcajada limpia y se tuvo que salir de la capilla, y yo, allí mismo, doblado de risa, agarrado a la reja de la capilla, viendo a mi Ángel caido entre la roca y el aceite, una estampa. Cuando se pudo levantar y limpiarse la cara aceitosa (y el hocicazo que dió, que por poco se parte la boca), el monje copto, agradecido por el buen rato que le hicimos pasar, nos regaló a cada uno dos crucecitas, dos velitas, y un frasquito del aceite aquel, muy estimado. Después, cada día de los que estuvimos en Jerusalén y volvíamos a rezar al Santo Sepulcro, el copto nos veía, nos saludaba inclinando la cabeza y con una sonrisa guasona de oreja a oreja. Creo que fuimos el chiste de los coptos durante aquella temporada, y seguro que todavía no se les ha olvidado mi amigo Ángel cayendo de boca encima del famoso tazón de aceite.
Una gloria que todavía me hace reir cada vez que la recuerdo, porque tuvo que ver. Ustedes no se imaginan.
Como ven, pequeños solaces y gratos jolgorios de piedad. Escuché un día decir que eso era el demonio, que nos tentaba con la risa. Yo digo que no, en absoluto: Son buenos humores piadosos, chispas de alegría y caramelitos de fe que saben a gloria, muy buenos para los nervios.
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