miércoles, 19 de septiembre de 2007

Lex orandi-Lex credendi


Desde el dia 14 de Septiembre, fiesta de la Santa Cruz, vigen las nuevas disposiciones dictadas por el motu proprio Summorum Pontificum, con el que Benedicto XVI ha recuperado la antigua liturgia de la Misa según las rúbricas del Misal de San Pio V. Paradójicamente, la última edición de aquel Misal la hizo Juan XXIII, el mismo que con la convocatoria del Vaticano II inició el principio del fin de la antigua liturgia.

La consumación de la obra le tocó ya a Pablo VI, en cuyo Pontificado se promulgó el nuevo Misal Romano, fruto de aquellos nuevos conceptos que definieron la liturgia post-conciliar, tan discutida en su momento y todavía. Pero la reforma litúrgica era un proceso imparable. En el mismo Concilio de Trento se postuló ya la necesidad de celebrar la Misa y demás Sacramentos en las lenguas vernáculas; el tema resurge con fuerza otra vez durante el siglo XVIII y se extrema en el célebre Sínodo de Pistoya; durante el XIX es una opinión recurrente en los círculos de erudición litúrgica, y en el XX ya es un clamor.
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Los primeros pasos los da San Pio X, entre la efervescencia del naciente "Movimiento Litúrgico", sostenido desde las abadías benedictinas, verdaderos centros de aquella intensa y fructífera iniciativa pastoral y espiritual. A Pio XII le cupo la gloria de restaurar la celebración de la Semana Santa con el Novus Ordo Hebdomadae Sanctae de 1956, además de otras iniciativas, pero el grueso del problema tendría que resolverse en el áula del Vaticano II.

Los tiempos estaban maduros para consumar con éxito la empresa. Los grandes liturgistas del momento (Jungmann, Parsch, Baumann...etc) estaban todavía activos, con obras de insuperable calidad y erudición que ambietaron y fueron el material inmediatamente previo a las labores conciliares.
Desde los primeros días del Concilio (11 Octubre 1962), se empieza a debatir en el áula el tema litúrgico. La Constitución Apostólica sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, se aprueba durante el segundo período de sesiones del Concilio Vaticano II, el 22 de Noviembre de 1963, con 2159 votos favorables (placet) , 19 contrarios (non placet), y un voto nulo; el día de la aprobación solemne, con S.S. Pablo VI en el áula conciliar, los non placet fueron sólo 4. Una unanimidad de hecho, pues el texto del espléndido documento era, ante todo, un marco teológico referencial para las iniciativas litúrgicas concretas que se tomarían después.

Con el motu proprio Sacram Liturgiam del 25 de Enero de 1964, Pablo VI creaba el Consilium para la aplicación de las directrices de la constitución conciliar. Las labores de aquella Comisión Litúrgica fueron ejecutadas por un equipo de responsables presididos por el Cardenal Giácomo Lercaro y comandados por monseñor Annibale Bugnini, que harían de la Comisión de liturgia una famosa institución, entre otras cosas por la oposición cerrada que entre la jerarquía más tradicional levantaron sus novedosas propuestas.

Algunas de las personalidades más relevantes de la Curia Romana, expresaron públicamente su oposición a los nuevos textos y formularios litúrgicos preparados por el Consilium y la Comisión. Especialmente riguroso fué el comentario hecho público por los Cardenales Alfredo Ottaviani y Antonio Biffi como Breve exámen crítico del Novus Ordo Missae , que tuvo un efectivo impacto sobre la opinión, aunque la mayoría del clero católico ya había optado por una franca y optimista acogida de las nuevas normas de litúrgicas.

Las reservas de la jerarquía más conservadora a la reforma litúrgica se fundamentaban en el valor sagrado y el respeto debido a la liturgia celebrada desde tiempos inmemoriales por la Iglesia Romana, a la vez que el temor de que el ambiente ecuménico, omnipresente en el Concilio, terminara por desvirtuar la genuina litúrgia católica por aproximarla a los modelos de las liturgias protestantes. En este sentido, los esquemas sobre los que trabajó la comisión del Consilium y las propuestas presentadas a los Padres Concilares supusieron un escándalo en más de una ocasión, siendo varias veces desaprobadas o rechazadas. Para la jerarquía conservadora fue una prueba durísima resignarse, finalmente, a aceptar el nuevo Misal - promulgado por Pablo VI en el Adviento de 1969 - y los diferentes Rituales para la celebración de los Sacramentos que se irían publicando en los años siguientes.

Los aciertos de la reforma litúrgica consecuencia del Vaticano II son muchos y muy logrados. Por ejemplo, el Misal de Pablo VI es superior al de Trento en riqueza eucológica, desde la inclusión de tres nuevas plegarias eucarísticas, pasando por los nuevos prefacios, además de otros nuevos formularios de oración para la Misa; comparativamente, es un esquema litúrgico mejor adaptado a las necesidades pastorales y celebrativas de la Iglesia actual. En el mismo sentido, la ampliación de los leccionarios y la distribución de las lecturas de los Evangelios y los textos del Antiguo y Nuevo Testamento es indiscutiblemente muy superior a la limitada selección del Misal de San Pio V. Finalmente, la publicación del nuevo breviario con las oraciones de la Liturgia de las Horas, fue un reconocido logro. (Pero en su exámen, de los más conservadores critican la idoneidad de algunos contenidos, que se consideran inadecuados, confusos, o insuficientes para expresar en la liturgia oficial los contenidos del dogma).

¿Qué se perdió? Se perdió toda una tradición litúrgica de un inmenso valor. Los antiguos y venerables ritos, ceremoniales y signos de la Misa y los otros Sacramentos se vieron reducidos por mor de un minimalismo crítico y revisionista, que despojó a la celebración litúrgica de gran parte de su solemne y grave dignidad, tan significativa. Desde los mismos textos esenciales hasta los demás que componían el extenso repertorio gregoriano, todo un aquilatado tesoro de piedad y espiritualidad desapareció en pocos años. Además, la fuerza con la que Roma implantó los nuevos formularios, hizo apenas imposible una resistencia mínima a la fuerza de los hechos. Por otra parte, el pueblo fiel acogió las nuevas formas celebrativas con un entusiasmo incontestable, siendo muy pocos los núcleos que se resistieron a adoptar la liturgia conciliar.

La articulación en torno a Mons. Marcel Lefevbre de los pequeños grupos más beligerantes del catolicismo tradicional, hizo de la reivindicación de la liturgia pre-conciliar una auténtica causa; en especial se insistía en la desvirtuación de la Misa, enfatizando todos los aspectos dogmático-litúrgicos tradicionales que parecían haber quedado expresados insuficientemente en el Novus Ordo del Misal de Pablo VI.

Con diversas alternativas y episodios en torno a este eje de resistencia tradicionalista, las circustancias y los hechos concluyeron finalmente con la comisión de algunos actos cismáticos (ordenaciones extra-canónicas de presbíteros y obispos) que obligaron a declarar la la excomunión de Mons. Lefevbre y sus colaboradores por Juan Pablo II, en Junio-Julio de 1988; la la gravedad de los hechos incluían el rechazo explícito de la autoridad del Papa y el Concilio, y la consumación de todo ello con el atentado de unas ordenaciones cismáticas.

Sin embargo, la intención de Roma fue siempre la de reintegrar a estos grupos tradicionalistas, en cuanto confesaran la aceptación del Concilio y su autoridad, y no mantuvieran actitudes contrarias a la comunión intra-eclesial. El asunto litúrgico en el que tanto insistían los grupos de la tradición católica, se entendió entonces que podría ser ahora el vehículo para una posible concordia, cada vez más deseada. Y fue el mismo Juan Pablo II quien manifestó su personal interés con la erección de la Comisión Ecclesia Dei, y el indulto concedido para poder celebrar el antiguo rito de la Misa según el Misal de Trento, con la autorización explícita del Obispo correspondiente, medida que templó bastante la tensión y satisfizo relativamente las aspiraciones de los católicos tradicionalistas.

Unas recientes declaraciones del Cardenal Castrillón reconocen que Juan Pablo II tenía a punto un documento en el mismo sentido y con semejante contenido que el reciente de Benedicto XVI; sólo el tiempo y la oportunidad impidieron su publicación.

Todo esto se expone en el motu proprio Summorum Pontíficum , así como en la Carta a los Obispos que acompaña al documento.

Resumiendo:
- Las reformas litúrgicas del Vaticano II, a pesar de sus indudables aciertos, supusieron cierto desprecio de la antigua liturgia, en descrédito del propio valor de las nuevas formas.

- Fue un relativo error la rígida imposición con que se urgieron los nuevos formularios litúrgicos y la exclusión de facto de los antiguos rituales, que, sin estar canónicamente impedidos stricto sensu, fueron practicamente abolidos.

- La restauración del antiguo Misal supone la recuperación de un patrimonio de inmenso valor litúrgico-espiritual, que enriquece a la propia Iglesia a la vez que reactiva la conciencia de su más preciosa tradición, en este mismo sentido.


El pasado Domingo, se celebró en la Parroquia sevillana de San Bernardo una Misa según el rito antiguo - "rito romano extraordinario", como debe ser llamado en lo sucesivo para distinguirlo del ordinario del Vaticano II - , con unos cincuenta o sesenta fieles asistentes. No sé en qué grado pudieron seguir la celebración, tan lejos ya de la práctica de un latín que apenas se enseña, y que al caer en desuso esta misma liturgia tridentina, quedó todavía más olvidado.

Yo no estuve en esa Misa, pero me alegré de su celebración. Tampoco sé en qué medida nuestros católicos sabrán apreciar este don que, como una gracia especial de la Providencia, Benedicto XVI ha devuelto con toda justicia y oportunidad a la Iglesia. Pero deseo que alcance los frutos deseados implícita y explícitamente en el motu proprio, y suponga una renovación de la lex orandi-lex credend, que es una de las expresiones más genuínas y definitorias de la Iglesia de Cristo, Una Santa Católica Apostólica...y Romana.


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