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Cuando devoraba novelorios de Jules Verne, también me leí uno titulado "Las tribulaciones de un chino en China", que cuenta las peripecias de un idem en la eadem, sin ficciones futuristas. Y es de Verne. Hasta Verne las cosas estaban relativamente en su sitio, y los chinos en China. Todavía en el XIX se publicaban esas láminas-litografías con tipos del mundo entero, ataviados según su propia usanza, ya fueran indios de América, papúes de Nueva Guinea o lapones de Finlandia. Y los chinos iban de chinos, con coleta. Chinos de mi infancia fueron el del sobre del Flan Chino Mandarín, la familia papá, mamá y niños chinos de una baraja, y el chinito de la hucha del Domund: Mis primeros e inolvidables chinos.
Pero los de las Olimpiadas de Pekín (P-e-k-í-n , que se escribe y se dice así) han sido un horror desnaturalizado. Menos los ojillos oblícuos, todo lo demás parecía desmentir su esencia sinantrópica pekinesa. Vestidos de yankis, parecían yankis (que ya quisieran ellos ser yankis!!). Ni siquiera les ha quedado el uniforme gris rata del monstruo Mao.
Bien considerado, el uniforme gris basura del funesto Mao fue una transición a la vulgaridad. Del brillante colorido de las sedas de los Tang y los Ming y los Manchú, la repugnante proletariedad comunista dejó sólo los colorines en la bandera (roja y gualda, por cierto) y a los chinos los vistió de color rata de albañal; a lo sumo se permitía la variedad matizada de gris ratón de granero. Y ya está. Cuando se escriba la crónica de la criminalidad comunista universal, el capítulo del crímen del mal gusto comunista va a necesitar suplementos y apéndices extra (uno también para el negro bruja infame de la pasionaria - con minúsculas, que no se merece más -).
Yo soy muy tradicional, no sé si se me nota. Y un chino chino lo quiero de chino 100% sin mezcla ni sucedáneos. Cuando vi "El Último Emperador" de Bertolucci (una excepción que confirma la regla del mal gusto comunista; pero es italiano, como Visconti y Passolini, y ya se sabe que el p.c. italiano es Don Peppone y Don Camilo y admite esas excepciones que confirman que no era tal p.c. el pí-chí); pues cuando vi esa peli sufrí al ver al mentecato de Pu-Yi (q.e.p.d.) vestirse de chaqueta, pantalón, chaleco, corbata y mascota, despreciando las sedas manchúes. Me condolí con los pobres eunucos imperiales, desolados y compunjidos por el mal gusto y la poca reverencia del último emperador (que el mal gusto se paga muy caro).
Toda la China-china que ví durante las Olimpiadas fueron unos retazos de la Muralla China y una pagoda de las tumbas de los Ming, en un islote de un lago en el que nadaban los temerarios (y las temerarias) del Triatlón. Y poco más.
Lo demás que se veía podía ser cualquier sitio de cualquier parte del vulgar mundo global y de serie calatrava-moneo-bofill y demás basureros vanguardistas. Un horrooooooor.
Pero los chinos tan contentos. Como son tantos, si se les pega el mal gusto post-moderno, estamos listos.
Grande y extensa entre el Yan Tsé, y los Montes Celestes, el Altai, los Himalaya y el Hindu Kush, espero que exista y siga existiendo suficiente China profunda para que, llegado el dia, se regenere según los Ming, los Tang y los Manchú.
Aunque cuando veo los mcdonales y los burguerkines con los neones encendidos frente al Potala de Lasa, desisto y me temo peores degeneraciones de la China degenerada. Las Olimpiadas de Pekín, una muestra. Verbigracia.
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