domingo, 13 de abril de 2014

Hosanna in excelsis


Le hemos acompañado, desde el Monte de los Olivos hemos caminado entre la gente que le aclamaba agitando ramos de olivos y palmas doradas. También cortamos ramas que parecían de plata y seda cuando las mecíamos a su paso, aclamándole con los niños y los mozos que rodeaban el borriquillo que montaba. ¡Qué bello es su rostro! Brilla con luz más luminosa que el sol; no sé decirlo, pero su faz serena y hermosa irradia un resplandor de paz, de gracia. Sus ojos, profundos, son, cuando miran, un pozo de misericordia, de compasión y salud, reflejando pureza, misterio, poder y humildad a la vez, irresistibles, sabios, confortantes, apacibles y piadosos.

Vimos desde lo alto del Monte de los Olivos, la bella visión de Jerusalén dorada, dorado su cielo, dorados sus muros, dorado el Templo. Y a Él le vimos llorar, también con lágrimas doradas que desde sus ojos dejaban marcadas con oro de pena sus mejillas y brillaban como puntas de oro en su barba. Lloraba por Jerusalén, que no le reconocía, por la Jerusalén que no levantaba a su paso ramos de olivo y palmera, por los de Jerusalén que no le abrían las puertas de sus almas y endurecían sus corazones como piedras insensibles a su palabra. Lloraba con amargura, con llanto lento, reheleando desengaños, traiciones, negaciones, abandonos. Lloraba y no dejaba de irradiar consuelo, hasta llorando trasminaba luz y gloria, paz y gracia.

Cuando llegó a las puertas de la Ciudad Santa, el pueblo tendía sus mantos en el camino, para que pisara sobre ellos, y cubrían con ramos de mirto y romero su paso. Las mujeres desembozaban su rostro y abrían sus brazos bendiciéndole, como si fueran su madre, como si fueran su esposa. Cuando Él las miraba, ellas se arrodillaban, besaban sus pies, tocaban con timidez temblorosa y reverente sus manos, su túnica, con la emoción derramándoseles en lágrimas.

También brillaban los ojos de los hombres que le escoltaban. Algunos de sus discípulos, sus Apóstoles, iban musitando salmos, casi extáticos; otros vitoreaban con la multitud, fervientes, expandiendo el gozo de aquel triunfo espontáneo brindado por los humildes que creían y querían a Jesús Nazareno.

Después, cuando volvimos, tomé y guardé una ramita de olivo de las que quedaron en el suelo cuando Él pasó. La besé como si besara los pies del Nazareno, y la guardé en mi pecho como si atesorara la clave de una hora de Gloria con infinitos instantes de Cielo.

No sabe qué es amor quien no te ama,
celestial hermosura, esposo bello,
tu cabeza es de oro, y tu cabello
como el cogollo que la palma enrama.

Tu boca como lirio, que derrama
licor al alba; de marfil tu cuello;
tu mano el torno y en su palma el sello
que el alma por disfraz jacintos llama.

¡Ay Dios!, ¿en qué pensé cuando, dejando
tanta belleza y las mortales viendo,
perdí lo que pudiera estar gozando?

Mas si del tiempo que perdí me ofendo,
tal prisa me daré, que un hora amando
venza los años que pasé fingiendo.


Lope de Vega ~


+T.