miércoles, 8 de diciembre de 2010

8 de Diciembre


Me despertaron los cañonazos que daban en los cuarteles de la Plaza de España, con los cristales viejos de las viejas ventanas trepidando, chorreando una fina humedad casi escarchada, brillante y limpia. Retumbaba todo el palacio.

Recien vestido, con el abrigo por los hombros y una bufanda encima, salí del cuarto y anduve de prisa el pasillo hasta el deambulatorio, delante de la capilla. El oratorio tenía ese olor frío, mañanero, a incienso de la tarde antes y a cera de la lamparilla, cálida y parpadeante, consumiéndose, invitando a rezar con su lengua de fuego, pequeña almenara de gracia.

A lo lejos, desde el jardín, se oía una campana volteada, y al poco las campanadas profundas del reloj de la Catedral, más claras, en el medio silencio del dia de fiesta, sin el rumor habitual de la ciudad activa.

Los mirlos cantaban y hacían eco desde el lindero del parque; se veían algunos gorriones por el ventanal de la capilla, piando y saltando con vuelos cortos desde el tejaroz a la reja baja del balconcillo. La neblina fina dejaba ver la tapia y el castillete del guarda, junto a la cancela que daba al río.

A mitad del rezo me prendí del responsorio, que estuve musitando un rato:

"...Dios Todopoderoso me ciñe de valor..."

y luego volví a la antífona de los perfumes:

"Trahe nos, Virgo immaculáta, post te currémus in odórem unguentórum tuórum"

Otra vez las campanadas solemnes del reloj de la Giralda; y al punto un repique de fiesta de todo el campanario.

Antes de salir, de rodillas, delante de la imagen de la Inmaculada, dije la oración con la que me vestían en casa, yo un chiquillo, sobre la tarima, con el brasero humeando alhucema. Me hacían la señal de la cruz y rezaban:

Bendito y alabado sea
el Santísimo Sacramento del Altar
y la pura y limpia concepción
de María Santísima, nuestra Señora,
concebida sin mancha de pecado original
desde el primer instante de su ser natural,
y Asunta en cuerpo y alma a la Gloria Celestial.
Amén.


Y yo, con boca de niño, medio dormido, sin saber qué decía, decía ¡Amén! al Misterio, tan entrañable que se vivía entre nosotros, mil veces contemplado, con olor y calor de casa.

Y ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

Amén.


+T.