Pero su sitio es el refectorio, el refectorio de la Grande Chartreuse. Como él donó a San Bruno y sus seis confratres los terrenos para la edificación, era una especie de padrino de la Cartuja recién nacida. La visitaba con frecuencia y hasta cuentan que con gusto se hubiera quedado con los monjes del silencio, porque era de los pocos obispos que fueron obispos forzados a ser obispos, que ya es una rareza extraordinaria. El Papa lo obligó y él se resignó a ser el santo Obispo de Grenoble contra su voluntad (no de santidad, sino de episcopeo). En este caso resultó patente que el obediente siempre acierta. Y en este caso también que el mandante atinó de pleno, algo muy digno de destacar porque los ordenantes se equivocan regularmente. Pero el Papa conocía bien que Hugo era bueno para lo que le mandó.
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Un día, como acostumbraba, mandó alimentos a los recien estrenados cartujos, Bruno y sus seis (que son las Siete Estrellas del escudo cartujano). Como los obispos de entonces tenían buena despensa (los de ahora normalita tirando a malucha, doy fe; no digo que sea virtud, pero doy fe de que es regularcilla y hasta malucha, meramente soportable); iba diciendo que les mandó provisiones, y entre lo que les regaló, iban unas buenas tajadas de carne que el refitolero cartujano guisó y sirvió.
Que la carne fue bien recibida lo prueba que se guisó y se sirvió, que ya lo he dicho. Pero los primeros pasos de toda santidad son dubitantes, inquisidores, hasta escrupulosos. Y fue que guisada y servida, la carne no fue probada porque San Bruno y sus seis luceros discutieron, con la mesa puesta y la carne expuesta, si no sería mejor comer sin carne y hacer abstinencia perpetua y reglar.
Y vino el sueño. O el éxtasis. O el arrebato absorto. O la suspensión del cuerpo y el alma. O el ensimismado recogimiento de lo externo en lo interno. O la aprensión del hilo temporal en un hilván de eternidad.
Cuarenta y pico dias así.
Y así los captó el flash de Zurbarán: Cuando San Hugo de Grenoble por saber qué les pasaba, va a la Chartreuse y se los encuentra extático-durmientes en el refectorio, empezando algunos a salir del trance y la carne de las escudillas deshaciéndose en cenizas.
Zurbarán es un arcano que pinta mística y ascética, que son dos cosas muy dificil de pintar porque no se dejan. Pero Zurbarán sí sabe. No sólo sabe, sino que convence con lo que pinta y, cuando se ve el cuadro, hasta el más impío y vulgar agnóstico entiende en un repente que Zurbarán tiene razón, y Dios también.
Dios que anda entre los pucheros - la Santa dixit - se refleja en la mesa, en las tallas de agua, en el mantel planchado, en los panes, en los hábitos, en las escudillas, en las servilletas y el tazón. Nunca las naturalezas muertas que dicen, estarán más vivas que cuando Zurbarán las pintaba y las dejaba estar en sus lienzos, latiendo extática vida interior.
Cada vez que veo el cuadro, añoro la Cartuja de la que salió, la sevillana de Stª María de las Cuevas, execrada y desamortizada. Cuando hace unos meses me regalaron los dvds de El Gran Silencio, con gusto hubiera mandado a la Chartreuse nuestro Refectorio con San Hugo y el Milagro del Santo Voto. Si pudiera, que no puedo.
Todavía no sé quién es el pajecillo oligofrénico y desproporcionado que hace reverencia a San Hugo. San Hugo es el artrítico del bastón y muceta gris sobre roquete almidonado y sotana gris, el de perfil que señala, a la derecha. San Bruno debe ser el del centro, más venerable, tan concentrado y frontal, casi luminoso el rostro, flanqueado por sus seis estelares, unos con la capucha y otros descubiertos. Comparénse y veáse que se parecen a los cartujos del dvd, como si una misteriosa genética cartujana les transmitiera parecidos córpore et ánima.
Todo es luz sevillana. No es luz del Grenoble alpino, sino de mediodía, tercia quasi sexta cabe el Guadalquivir. Por eso yo lo mandaba gustosamente a la Grande Chartreuse, que tendría luz y calor vivos y reales, sicut Zurbarán faciebat Hispali, ca. 1655.
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