lunes, 2 de noviembre de 2009

Pro defunctis


Se nos ha estropeado el Dia de Difuntos, y no ha sido por el jalogüin de los yanquis, sino por la impía e inculta era en que vivimos, más que nada. A las Misas de sufragio por los Fieles Difuntos que se celebran hoy en nuestras iglesias van sólo los más fieles, los piadosos que sienten en católico, que cada vez son menos. En una des-cultura "inmediatista" ansiosa de la comodidad del momento, el supuesto de una esperanza ultraterrenal pierde su atractivo y se diluye en la neblina de la indiferencia del "no sabe/no contesta" o el confuso tolerantismo del "para mí" y el "cada cual tiene su creencia".

Ni siquiera resta el recurso de la evidencia tremenda de la vánitas, porque las incineraciones están acabando con los huesos descarnados y las calaveras, siempre elocuentes, en ese entremedio de lo macabro y lo metafísico que arrancaba del más indiferente el monólogo de un Hamlet. Los cementerios modernos se han desdramatizado, higienizados para barrer huellas tétricas que transmitan gérmenes de reflexión taciturna y gravedad de juicio.

Para experimentar una "tradicional" sensación de muerte y muertos, tiene uno que huir de tanatorios y salas de merchandising funerario, y buscar un cementerio romántico, con cipreses y panteones y lápidas y nichos. Pero hasta en estos sitios falla la ambientación, los detalles que desvaloran la puesta en escena. Un enterrador con casco amarillo, una motosierra ruidosa, un altavoz dando avisos o pregonado el nombre de algún difunto. Detalles que te desmontan en un momento el escenario.

En los pueblos es distinto. En los pueblos hay silencio, se oyen los pájaros, las pisadas sobre la grava, la pala del enterrador, la escobilla de la mujer que blanquea con cal la tapia de unos nichos, el martillo del marmolista. También se llora. En los pueblos llorar es sentimiento y rito, mitad porque se siente y mitad porque se debe y es de obligación llorar y suspirar por los muertos. Y es sincero todo, aunque sea algo aprendido, una lectio mortis con lecciones por entregas que se van tomando entierro a entierro, duelo a duelo, con una relativa consciencia que se va fijando en ese depósito insondable de las cosas de la vida que se aprenden viviendo y viendo vivir y morir a los otros, los lejanos.

Cuando se mueren los nuestros, nos examinan de muerte y damos cuenta de cuánto sabemos o no. Los jóvenes se desmoronan, desenfrenados, al toparse con el muro infranqueable; los maduros aspiran una bocanada amarga que encajan con la rebeldía del que se resigna rendido por el golpe. Los viejos son admirables: Estando más cerca del final, son más sólidos, menos frágiles. No es que no sientan, es que saben sentir. Son los que mejor lloran, mansamente, y quienes consuelan más, suavemente, con la resignación de la templanza.

Siempre se siente la fe en medio de la muerte, si hay fe. La esperanza de la vida eterna, la sentencia "vita mutatur non tollitur", es una gracia de Dios cuando se asume con fe consciente y se fragua en esperanza. Y es el amor lo que late debajo, aunque la cobertura se presente con la mueca macabra de una calavera.

p.s. Una música para ambientar: La Misa de Requiem de Francisco Guerrero, tan inspirada y alentadora, tan suavemente bella (y con esa tamborrada y media fanfarria de la procesión, un siglo antes de que Purcell compusiera la suya para la Queen Mary):



+T.