domingo, 31 de diciembre de 2006

Sub specie aeternitatis


En una clase de Geografía, con doce o trece años, calculé que en el 2000 tendría cuarenta. De eso hace ya más de treinta años; hoy tengo cumplidos cuarenta y seis. De la primera infancia a la adolescencia, el tiempo transcurre lento, y un año vale una época. De la edad del pavo a los veinte, el tránsito es más rápido y llegas a los veinticinco casi sin enterarte, pero llegas. De los treinta a los cuarenta, se corre en alta velocidad y las estaciones apenas se ven pasar. Desde los cuarenta, los años vuelan; sin exageración.
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Dice el salmista: "...Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vigilia nocturna..." (Sal 89,4). Y entiendo lo que dice: Si el tiempo al mortal le pasa ráudo, al Inmortal se le disuelve en eternidad.
Boecio definió el concepto de eternidad con la sabiduría aquilatada del último clásico: "Símul ac perfecta possesio" ; la posesión perfecta y simultánea. Cada vez que digo o escribo esta cita, más me admiro de su profunda precisión al definir algo tan impreciso como lo eterno.
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Los maestros de la espiritualidad cristiana, recomendaban que todo se examinase, se decidiese, se resolviera "sub specie aeternitatis", desde el concepto de lo eterno/teniendo en cuenta la eternidad. Y también le encuentro cada vez más sentido a la recomendación, con cuarenta y seis cumplidos y otro año pasajero a la puerta.
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Recuerdo a un cura viejo con el que me confesaba en una de las Capillas más bellas y menos frecuentadas de Sevilla. Bajo un cuadro muy grande del Nacimiento (una excelente copia del original de Ribera), el mosén aragonés me decía al oído: "Hijjjo, hijjjo: Para el mundo, el tiempo es oro, pero para nosotros el tiempo essss Ccciieeloo, el tiempo esss Ccciiieeeloooo !!!" Y el aliento del asmático canónigo trasminaba a eucalipto y mentol y alcanfor, como si se estuviera embalsamando para la eternidad, que casi se respiraba en el estrecho confesonario.
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Parece un sueño, pero ya es un ayer que pasó, con toda la grave realidad de lo que ha sido y el venturoso vaticinio de lo que será.
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Así que giren los relojes, cáigan las hojas de los calendarios y cámbien los dígitos del tiempo que se mide: Yo vivo un tiempo que no se pesa en oro porque se pasa, sino que vale lo que espera: Cielo.
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