He conocido la Octava cuando todavía Urcelay era Maestro de Capilla, y los Seises cantaban y bailaban, y las voces se iban tornando con el baile, cuando giraban y daban la cara o la espalda. La Escolanía era toda de niños, vestidos de sotana negra y roquete y un lazo azulón. Los canónigos eran de verdad, de los de calonjía ganada en oposición, tan firmes en sus derechos de Cabildo para plantarle cara y pléito, si se terciaba, al Arzobispo incluso si era Cardenal. Canónigos de capisayo morado dentro de la Catedral y sotana con filetata y botonadura fuera. El mismo Urcelay todavía llevaba manteo y canoa por la calle, clericalmente arrogante como un clérigo de Clarín.
Hoy se avergüenzan de vestir (o de ser?) curas en la calle, aunque sí guardan con celo y lucran con fruición las prebendas canonicales, que todavían quedan algunas. Menos mal que revisten hábitos corales y ocupan los bancos de la Octava entonando en morado. Es curioso que se pavoneen por las naves y se acharen por las calles, como si dieran la razón a los que embisten para que lo católico se quede de puertas adentro y el laicismo impere por plazas, foros e instituciones.
Pero yo iba a escribir de la Octava, con la Catedral oliendo a incienso de Corpus que no es del mismo olor que el de Diciembre; como tampoco la luz de la Inmaculada es la de Mayo o de Junio. Ni las corrientes de dentro de la Catedral, que te cortan por la Purísima, se agradecen en el Corpus, y se buscan en Agosto. La temperatura interior de la Catedral, tan variable y estacional, un microclima que según dónde y cuándo te puede templar o enfriar o caldear la devoción. También pasa en otras catedrales, pero en la nuestra, pasar del tabardillo con escalofríos al torozón con sofoco, puede ocurrir sin solución de continuidad espacial y temporal.
Las horas han cambiado. Con las dos que llevamos de adelanto sobre el sol y sus horas, las horas ya no son las mismas. Imaginar a Blanco White o a López Cepero, a Morales o a Eslava, a Mateos Gago o Muñoz y Pabón, hay que hacerlo con dos horas de adelanto, retrasando para ajustar la imaginación y no desafinar con anacronismos. Aunque el anacronismo está dentro, con un reloj tocando campanas solemnes sobre la tumba de Colón con dos horas de adelanto, como si el Nuevo Mundo hubiera impuesto prisas a la Magna Hispalensis, algo incongruente y vulgar, tan vulgar como el horario de fuera, del mundo.
La Catedral no es mundo, aunque esté en el mundo. Es más que nunca catedral cuando te saca del mundo y te eleva, te sube, te transporta, te rapta, te asume más allá, plus ultra de bóvedas apuntadas, de crujías en ojiva. A mí me pasa cuando la Bendición, cuando empiezan a oirse las campanillas del coro y arranca el pino mayor de la Giralda...y me dura hasta que el coro y los Seises cantan el Alabado.
No me gusta la Octava en la Puerta de la Purísima, en el crucero del Evangelio, en el Altar de Plata que era el del Corpus. Yo conocí la Octava en el Altar Mayor y la prefiero entre luz dorada de retablo y de reja. Matices de buen o mal gusto, definitivos de más cosas.
Hace años que no voy. Son posesiones pacíficas que o se gozan en plena expresión, o mejor recrearlas en interna semblanza y quieto solaz. De todas formas, son sólo muestras, avisos, aperitivos de Gloria para aliento de itinerantes ad vitam sine termino in Patria.
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