domingo, 17 de junio de 2012

Sembrar



Por el Evangelio de la Misa (San Marcos 4, 26-34. Dom. XIª Temp. Ord. lecc. B) he recordado los versos de Madre Cristina de Arteaga; hace un par de años los puse en un articulete sobre ella. Este poema:

Sembrad!

Sin saber quién recoge, sembrad,
serenos, sin prisas,
las buenas palabras, acciones, sonrisas;
sin saber quien recoge,
dejad que se lleven la siembra las brisas.


Con un gesto que ahuyente el temor,
abarcad la tierra,
en ella se encierra
la gran esperanza para el sembrador.
Abarcad la tierra!

No os importe no ver germinar
el don de alegría. Sin melancolía,

dejad al capricho del viento volar,
la siembra de un día.

Las espigas dobles romperán después;
yo abriré la mano
para echar mi grano,
como una armoniosa promesa de mies
en el surco humano.

Brindará la tierra su fruto en agraz,
otros segadores cortarán las flores,
pero habré cumplido mi deber de paz,
mi misión de amores.

Estos versos los escribió Sor Cristina para encabezar la biografía de un sacerdote español que contribuyó a la restauración de la Orden Jerónima, entre los años 1920-30. Murió joven. La poesía de Sor Cristina intuye el sentido de una misión acabada, cumplida, que no fue la de recoger frutos, sino la de sembrar la semilla.

Desde esta perspectiva, el Evangelio de la siembra, de la semilla, tiene una lectura diferente, con otro valor. El mismo acto de la siembra es válido, tan importante en cuanto es el principio y fundamento del crecimiento, la floración y la fructificación, siguiendo esa alegoría vegetal-agricola de la parábola del Señor.

En el Evangelio de San Juan, en otro contexto, la alegoría de la Vid y los Sarmientos (Jn 15, 1ss.) explica más, y sentencia definitivamente: "...porque sin Mí no podeis hacer nada" Jn 15,5. Pero conste que primero hubo siembra. San Pablo también expone esos conceptos, con su lección sobrenatural, resaltando el orden de la gracia:

"...Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios."           IªCor 3, 6-9

Esta semana pasada, una feligresa se preocupaba por su nieto, un niño de 5-6 años, en el que había notado cierta actitud displicente: - "Rezar es una cosa de abuelas", dijo el pequeño. Sin duda es una idea inculcada en el chiquillo por alguien enemigo de la oración, con más o menos malevolencia. Le aconsejé a la abuela del peque que le explicara que la oración es cosa de todos, de todas las edades, y para ayudarle en su 'siembra' le dí unos libros infantiles de oraciones, para que le enseñara a su nieto cómo había oraciones para niños, y las mismas oraciones que él ya sabía venían en libros infantiles, editados para que los niños las leyeran y aprendieran. Me contó después mi beata amiga que el niño se quedó pensativo cuando le explicó todo esto y vió y leyó él mismo las oraciones en aquellos libritos.

La 'semilla de mostaza' que pone el Señor como ejemplo en la parábola, muchas veces la entiendo como la siembra del Evangelio en los niños, ya sea la enseñanza religiosa en la familia, o la catequesis, o la formación cristiana en los colegios: Una semilla diminuta que contiene toda la virtualidad para crecer y hacerse un árbol frondoso. Y refiero también esta simiente de la mostaza que se hace árbol a la vocación sagrada, sacerdotal o religiosa. Muchas comenzaron así, como un granito de mostaza cristiana en el alma de un niño.

Hace un momento, en el facebook de un amigo, monje argentino, he leído un verso que me ha gustado:

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

Pero al punto la he completado con la oración de San Alberto Magno, que se me ha venido, apropiadamente, a la cabeza:

Doce me, Dómine,
radices árboris mei,
Coelo et non terra infígere,
ut non in foliis verborum,
sed in fructibus bonorum óperum
fidélis agnoscar


Enséñame, Señor, a plantar las raíces de mi árbol no en la tierra, sino en el Cielo; para que sea reconocido fiel no en las hojas de las palabras, sino en los frutos de las buenas obras.

Amen.

+T.