miércoles, 2 de noviembre de 2011
Una historia de cementerio
Doña Enriqueta era de las pocas (dos o tres) beatas del pueblo que comulgaban todos los días. Pero Doña Enriqueta no era beata, que era señora, señora viuda del médico del pueblo y señorita de nacimiento, de las mejores familias de la villa, por parte de padre y de madre, ya se sabe, mucho apellido y pocos reales. Pero entonces todavía conservaba casa señorial, criadas y mozos, y unos cuantos olivares, un par de viñas y alguna finquita más, todo bien administrado. La decadencia final sucedió cuando Doña Enriqueta finó.
Con setenta y muchos años, todavía admiraba y encantaba, una belleza con canas como había sido una beldad con veinte. Hasta el luto le sentaba bien, hasta el velo negro le favorecía, no sabían decir qué tenía, pero cuando pasaba por delante del casino, los señores se quitaban el sombrero desde que la veían venir, y la seguían con la mirada hasta que desaparecía por la esquina del marmolillo.
Iba a Misa de alba, de vuelta a casa tomaba un desayuno ligero, con media copita de coñac, y volvía a salir calle arriba, para el cementerio. Iba sóla, no quería que la acompañase la tata porque renqueaba y le entorpecía el paso, que a su edad Doña Enriqueta todavía lo tenía ligero y seguro.
Iba al cementerio a diario, menos los Domingos y Fiestas, desde que murió su hijo pequeño, en el frente, un mes antes de acabar la Guerra, en Febrero del '39. Desde el día después del entierro se impuso esa devoción. Cuando murió Don Augusto, su marido, siguió con lo mismo, con doble motivación. Ella era de poco llanto, de lágrima contenida y suspiro para adentro, de las de pena honda e impasible el ademán. Ni perdió nunca la sonrisa, ni a nadie fastidió con su luto. Pero el camino del cementerio sonaba todos los días al compás de su medio tacón.
Aquella mañana Don Francisco, el párroco, celebró la Misa con el Pepe el sacristán, Doña Enriqueta y Rosarito la de Buela, porque amaneció con temporal, una ventolera y un aguacero que quitaba las ganas de salir hasta a las más pías de la parroquia, sólo las irreductibles fueron capaces de vencerse y salir. Cuando terminó la Misa había dejado de llover, pero el celaje estaba tormentoso y el viento soplaba de abajo, avisando más lluvia.
Doña Enriqueta decidió dejar el desayuno y aligerar la visita al cementerio, aprovechando el escampado. Cuando cruzó la cancela del cementerio, el cielo barruntaba tormenta; al llegar al panteón sonó el primer trueno, con un relámpago como un fogonazo. El cementerio sobrecogía, el cielo tan oscuro, todo el suelo encharcado, con un silencio extraño porque todavía no había empezado a llover, sólo tronaba.
Al pasar, en la cuartelada de nichos que hacía pared con el panteón, había una sepultura abierta, un nicho de la segunda fila contando desde el suelo, la lápida estaba apoyada en la abertura, encajada de canto en uno de los extremos de la bovedilla. Doña Enriqueta se fijó en todo, echando una de esas miradas de paso, distraidas pero que ven todo lo que tienen que ver.
Cuando acabó el misterio del rosario que iba rezando, Doña Enriqueta añadió un responsorio, un Credo y el De profundis (ella sabía bien los latines de Misa, las Letanias, algunos salmos de carrerilla, y algunos responsorios también). No se entretuvo con más rezos, porque tronaba y tronaba, con los relámpagos y los truenos cada vez más cerca. Se dió la vuelta y, de pronto, se quedó petrificada, impávida, casi se le para el pulso: En el nicho de al lado, el que vió abierto y sin lápida, había algo, algo se movía, hacía ruído, como si se revolviera algo dentro, un ruído sordo, cada vez más. Horrorizada, tapándose la cara con el velo, vió como dos pies, dos botas, iban saliendo del nicho, luego dos piernas enfundadas en un pantalón mugriento, lleno de tierra y retazos de telarañas, y dos manos, dos manos que se agarraron al arquillo del nicho y, con un impulso torpe, arrastraron y dejaron caer fuera, sobre la tierra encharcada, un cuerpo, un cuerpo de hombre; la cara no se le veía porque la llevaba cubierta con un pañolón pardo, manchado. Cayó pesadamente en el suelo, se revolvió y se fue levantando apoyándose con las manos huesudas de uñas largas en el nicho de más abajo del que cayó. Y rompió a toser.
- ¡Ejeeem, ajuuummm, ajuuummm, ejeeem, jemmmm...!!!....¡Ay! ¡Doña Enriqueta dispense usted!
- ¡Jesús, por Dios! ¡Romualdo, hijo de mi alma! ¡Jesús, Jesús, Jesús!
- ¿Se ha asustado usted, Doña Enriqueta? Mire usted que yo no sabía que estaba usted aquí, si no no salgo.
- Pero Romulado, por Dios, ¿que hace usted dentro de un nicho?
- Las cosas, Doña Enriqueta, las cosas; que ayer me ajumé y me dieron aquí las tantas y cuando empezó a llover me lié en el capote y me metí en el nicho, y ahí he pasado toda la noche, que yo sé que no es sitio, pero las cosas, Doña Enriqueta ¿qué va hacer uno, si no tengo donde caerme muerto?
- ¿Que no? Para eso tienes el cementerio entero, Romualdo.
- Que no tengo donde recogerme, Doña Enriqueta, ni un mal chozo, quería decir, usted me entiende.
- Lo que entiendo es que por poco se me sale el corazón por la boca, Romualdo, que vaya susto...
-¡Ay Doña Enriqueta, que yo le juro por mis muertos que no había intención!
- No jures, no jures, que no hace falta. ¿Y eso lo haces mucho, lo de meterte en el nicho?
- Pues mire usted, Doña Enriqueta, ahora, con el mal tiempo, más de una noche me arrecojo en el nicho, en este que está bajito y alcanzo bien a meterme; como en esta cuartelá pega bien el sol, está mu sequito por dentro y no hay humedá, ni bichos. Y pa decirle a usté toa la verdá, en verano también me echo la siesta, que no sabe usté lo fresquito que se está dentro.
- Si hijo, sí, me lo figuro, la mar de a gusto que se estará, vivir para ver.
- Doña Enriqueta, no se lo diga usté a naide, que me busca usté un lío, que ya sabe usté que na más tengo la paguita de enterraó, que vivo de eso, Doña Enriqueta.
- Descuída, Romualdo. Toma, toma un duro y vaya usted a tomarse un aguardiente a la Ventilla, y entre usted en calor. Descuíde que no pasa nada, Romualdo.
- Ay, señorita Enriqueta Dios se lo pague a usté, que siempre tiene usté un detallito conmigo, Doña Enriqueta.
- Anda, anda...Ea, ahí se queda usted, Romulado, con Dios.
- Vaya usted con Dios, Doña Enriqueta, condió, condió...
Doña Enriqueta se entró en la ermita de la Soledad, junto al cementerio. Terminó el rosario; había empezado a llover, y le pidió a la santera que mandara recado a casa para que vinieran por ella. Al cuarto de hora llegó un coche a recogerla.
- Al ayuntamiento, Paco.
- Lo que usted mande, Doña Enriqueta.
- Buenos días, Doña Enriqueta, ¿necesita usted algo?
- Sí, Pepito, buenos días ¿está el alcalde?
- Sí señora, despachando con el Comandante de Puesto.
- Pues dile que quiero verle.
- Ahora mismo.
- Enriqueta ¿que traes?
- A sus órdenes, Doña Enriqueta.
- Usted siempre tan marcial, Sargento Cotán...
- Mira, Eduardo - siéntate, y usted también sargento -. Mira, Eduardo, me acaba de pasar lo que no te puedes figurar...
Y le contó al alcalde lo de Romulado el enterrador saliendo del nicho, con los truenos de fondo y el relámpago alumbrando la escena.
- ¡Jesús, Enriqueta! A mí me pasa eso y me muero allí mismo. Ahora mismo lo mando a llamar.
-¡Ni se te ocurra! Que el pobre se ha llevado tanto susto como yo al verme allí, creyendo que no había nadie. Déjalo y no le digas nada, que yo le he dicho que no lo iba a contar. Pero habrá que hacer algo, Eduardo, porque ese hombre no puede andar así, durmiendo en los nichos, que eso ni es cristiano ni es salubre.
- Dí que sí, Enriqueta, desde luego que no, que eso no puede seguir. ¿Qué quieres que haga?
- Venía pensando, Eduardo, que si no se podría arreglar la casilla de los trastos, la que está junto al osario viejo. Si tú das permiso, se le podría arreglar el techo y abrir una ventana, o dos, y echarle por medio un tabique y separarle un cuartillo con su alcoba y una cocinilla, y una puerta que de al costado de la ermita, para que no tenga que entrar y salir por el osario. Yo me hago cargo de lo que cueste la obra, pago el jornal de los albañiles y tú pones los materiales, ¿estamos?
-¡Y como no vamos a estar! Si tú cuando vienes no traes problemas sino remedios, Enriqueta. Así da gusto ser alcalde.
- ¡Anda, anda! Que a tí te gusta la alcaldía y el sillón como sea y con lo que sea, Eduardito, que eres alcalde profesional, como si hubieras estudiado la carrera. Bueno, ahí se quedan ustedes, que con lo del cementerio y el enterrador ya he perdido media mañana. Un beso, Eduardo. Sargento, que me alegro de saludarle, bien lo sabe usted.
- A sus órdenes, Doña Enriqueta.
- Con Dios, Con Dios...
- Su tia, Don Eduardo, es una señora. ¡Qué distinción, que simpatía!
- Mi tía, sargento, no es corriente. Y ademas de ser una señora es una santa, de las que no meten ruído y dejan buen olor por donde pasan.
- Usted que lo diga, Don Eduardo, una mujer sin par.
+T.
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