martes, 9 de septiembre de 2008

Doña Matilde


Estoy convencido del carácter que el nombre impone al que lo lleva. Y muy particularmente distingo el fenómeno en las féminas. Así, una Concha es tremenda, y una Lola lo mismo. Las Pilares son generalas con mando en plaza, y las Cármenes hacen honor a su nombre con poderío de rompe y rasga. Hay excepciones. Pero la observación fenomenológica me confirma de manera irrefutable la impresión. De entre las más notables, las Matildes.
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Me gustaría ver y comentarme (me fatiga comentar a los otros pero me solaza comentarme ad intra) la exposición recien abierta en el Vaticano sobre la Condesa Matilde, muy señora mia a la que profeso admiración y simpatía, que lo cortés no quita lo valiente (ni viceversa). Desde la lejania del milenio que nos separa, Matilde de Canossa se me perfila como una Matilde con toda la idiosincrasia matildista, aumentada en este caso por la formidable entidad del personaje y su época. Los hechos lo confirman.

Tenía detrás, apenas cerrado, el terrible Siglo de Hierro, aquel que va entre el X y el XI, con sus flecos de años más o menos por uno y otro extremo. Se le llama así en la Historia de la Iglesia a aquel periodo del Pontificado Romano que conoció episodios tan increíbles como el Concilio Cadavérico y otras amenidades por el estilo. Durante aquellos años, emergieron algunas hembras sin parangón, como la célebre Marozia, de la casa de los Teofilacto, matriarca de Papas y árbitro de las circunstancias. Pudo con todo y con todos. Y lo chocante es que no se sepa más, porque con lo poco y casi siempre poco contrastado que se sabe (Liutprando scripsit), uno se queda con ganas de saber más sobre la dominadora Marozia y su simpar parentela.

Pues Matilde, un par de generaciones más allá, fue de esa misma o parecida laya, pero más piadosa y con mejores hombres y circunstancias que administrar, regir e influenciar. Ya no es el siglo de hierro de los Papas impuestos, substituidos, asesinados y/o repuestos, aquella Roma con Papas adolescentes, títeres de sus madres o sus abuelas o sus hermanas naturales o políticas (también sus amantes). A Matilde le cupo en suerte tener a su vera a un Hidebrando o a un Hugo de Cluny, por ejemplo. Cuando el severo Hildebrando llega a la Cátedra Petrina como Gregorio VII, donna Matilde se congratuló de haber elegido y mantenido bien sus simpatías y sus amistades. Pronto la probarían por lo uno y por lo otro.


De entre las lides y contiendas que siembran el Medievo, ninguna más definitiva que aquella que se conoce como "La Lucha de las Investiduras", pasión de todo un siglo más o menos resuelta con el Concordato de Worms (1122). Pero antes el feudalismo imperial - casi bárbaro, con frescura de sangre de germanos, francos y normandos - tuvo que medirse con la potencia recien renovada de una Iglesia Romana, que se recuperaba de la postración de un siglo aciago con el vigor y la pasión de reconocerse protagonista primera de la historia, señora y no súbdita, dadora de poder y no vasalla.

Enrique IV es el primero; después vendrían otros. Por ser el primero, le cupo más tensión y más tráuma, pero también más pasión y empeño. Si se figuró que el Papa Gregorio era como aquellos Obispos de Roma corregidos y amonestados por Otón el Grande o Enrique II, se equivocó. Los acontecimientos demostrarían que ni él era como aquellos imponentes Otones, ni siquiera uno de sus predecesores Salios; ni tampoco el nuevo Papa como los del siglo antes.



La humillación de Canossa es un hito histórico, irreversible marca de una Edad Media ya no bárbara, sino en conflicto ad intra, enfrentada consigo misma, como una de esas crisis de organismos jóvenes que entre fiebre y fiebre crecen y desarrollan sus miembros. Yo diría que es el primer paso de lo que ha devenido en nuestros dias Comunidad Europea, con todas sus tensas contradicciones.

Canossa es un Papa perseguido, pero consciente de su razón y su doble fuerza que viene del Cielo pero se ejerce en la Tierra. Y un Emperador que quiere imperar libre de la ligadura eclesiástica y que el poderío terrenal de lo espiritual también sea de su dominio. La historia, tan dramático-política, tiene más capitulos. Son hombres y mujeres sus protagonistas, más allá de los rígidos y áridos conceptos de gobierno del mundo. También había pasiones, tan fuertes y arrebatadoras como los vientos de aquella edad, a dos páginas de los bárbaros.

Érase un Papa apasionado eclesiástico. Y érase un emperador y rey apasionado. Y érase una Matilde, señora de casi media Italia, esposa de un Godofredo el Jorobado que la dejó viuda y más poderosa, luego de cuatro breves años de casorio y jorobaciones. Y estos son los tres de Canossa: El Papa perseguido ha excomulgado a Enrique y se ha refugiado en casa de Matilde. Enrique el perseguidor es ahora un excomulgado, en entredicho, abandonado por los suyos; ha bajado desde Alemania y quiere reconciliarse. Matilde tiene de huésped a Gregorio y trata y promedia con Enrique, con el Papa dentro del castillo y el emperador fuera, en el portón de la muralla, vistiendo sayal de penitente, descalzo y descubierto. Y era Enero. Y hacía un frío medieval.

Oh! aquelos tiempos en que una excomunión estremecía a un imperio y descabalgaba a un emperador. Porque lo emocionante no era que se creyera, sino que todos creían, incluso el emperador excomulgado. Hoy la increencia afecta hasta al excomulgante, que me daba yo con un canto en los dientes si existieran dos obispos 2 que creyeran en los efectos de la excomunión. Y no los hay. Y por eso no hay humillaciones como la de Canossa (tan sanas, terapéuticas y profilácticas) , porque los gestores primeros están en crisis contra su propia esencia y conciencia. Y así nos luce el pelo.
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Un asunto intra-canossiano que discuto, porque no tengo claro el detalle pese a las fuentes, es el siguiente: ¿Quién dejó a Enrique a la intemperie, Gregorio o Matilde? Porque no sé por qué sospecho que fue cosa de ella. Son armas de hembra, me parece. Por muy tremendo que fuera el Hildebrando cluniacense, dejar a un tio en calzones expuesto al frio de Enero, con sus tiritonas, no me cuadra en la mente de un monje por muy Gregorio VII que fuera. Pero en una Donna, en una Contessina, en una Matilde...Ahí sí que cabe imaginarse tamaña crueldad, sabiendo como se reblandece una voluntad a medida que se congelan las glándulas etc. Y seguro que habría humo de chimenea, y luces de candelas, y aromas de asado y olla torturando al soberbio Enrique. Todo dispuesto por Matilde. Seguro.

Canossa venció. Y hubo reconciliación con levantamiento de excomunión, y buenas intencioes, y pelillos a la mar que aquí no ha pasado nada. Pero sí que había pasado. A Enrique, por ejemplo, el enfriamiento de Canossa se le hizo crónico. Al poco, ya estaba otra vez correteando al Papa Gregorio por toda Italia. ¿Y quién salvo esta vez a Gregorio? Un normando, casi un vikingo todavía, un apuesto y rubio Roberto Guiscardo, que rescató al Papa del feroz tedesco y con su gesta protectora civilizó con nobleza a la montuna tribu normanda, que al poco entraría por la puerta grande de la Historia haciendo de los nietos de los vikungos héroes de la Cruzada.

Epílogo. El ocaso de los protagonistas fue distinto: Gregorio, aparentemente vencido, pero vencedor, murió santamente en Salerno, fuera de Roma, en Mayo del 1085. Enrique, vencedor ante el mundo, pero vencido, contradicho hasta por los de su propia sangre, muere en Lieja, en 1106. Matilde, la Gran Condesa, muere en 1115, sin herederos naturales directos, dejando a la Santa Sede como única heredera de su extenso y rico patrimonio en Italia, el célebre Patrimonium Petri que devendrá poco después en los Estados Pontificios, capital de peligrosa y azarosa gestión, a la vez salvavidas y ruína del Papado, según cuándo cómo se mire.


Por eso la enterraron en San Pedro, en pleno barroco, con todos los honores y en tumba del Bernini, como si fuera un Papa, a ella que dejó bien asegurada la tiara de y para tantos Papas:

« Corde pio flagrans Mathildis lucida lampas. Arma voluntatem, famulos, gazam proprianque, excitat, expendit, instigat, proelia gessit. Singula si fingam, quae fecit nobilis ista, carmina sic crescens, sunt ut numero sine stelle. » Vita Mathildis II prolog 2º.


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