Jerusalén no tiene un perfil judío. La Ciudad Santa es bella de lejos y cerca gracias a las murallas de Solimán. Dentro de ellas, sobresale majestuosa y atractiva la cúpula dorada del Domo del Roca; también algunos minaretes, y los chapiteles de algunos campanarios cristianos. Las cúpulas plomizas del Santo Sepulcro, apenas sabe distinguirlas quien sepa donde están.
La huella árabe-islámica en Jerusalén es un hecho testado por la historia y el arte. Una desgraciada historia que no hubiera debido ser. Desgraciado el día en que los ismaelitas del desierto hollaron las calles de la Ciudad Santa, que no es su ciudad santa por mucho que fantaseen con la historia fabulosa de su profeta volando en la burra o la mula aquella. Quisieron plantarse en la Ciudad Santa, y ocupar su parcela. Era una forma solemne de ubicarse entre el Viejo y el Nuevo Testamento, como si estar y poseer en Jerusalén fuera la carta de legitimación de la novísima e inventada religión. En una ominosa acción, destruyeron los Santuarios Cristianos, de los que apenas queda relativamente intacta la Basílica de la Natividad en Belén.
El Templo se lo encontraron arrasado, inexistente. Por Divina Providencia, el Templo fué profanado y destruído por la violencia sacrílega de Roma, en el fatídico Julio del año 70, bajo Vespasiano y Tito. Fueron la mano de Dios y los ejecutores de su justicia. Al día, ni el más fanático rabino ni el más terrorista de los sionistas podrá acusar ni a Cristianos ni a musulmanes de haber participado ni remotamente en la destrucción del Lugar Santo.
Pero el espacio del Santo de los Santos late desde hace siglos bajo las bellas - muy bellas - mezquitas de la Roca y Al-Aqsa, en la imponente explanada que marca el área del antiguo Templo de Salomón, y el más moderno de Herodes. Como un bello desagravio del Islám a la ciudad bienamada, ya tres veces santa.
El Muro de las Lamentaciones no está elevado, ni tiene cúpula, ni tampoco torre. En el colmo de la humillación, el terreno más santo del Israel que ha perdurado sólo asoma un lienzo de muro, para consuelo y lamentación de los hijos de Judá. Las piedras del Muro de los Lamentos están tan empapadas de oración como en lágrimas y en odio.
La Jerusalén del nuevo Estado de Israel se ha hecho deliberadamente - necesariamente, según se mire - a espaldas de la Ciudad Antigua. En un derroche de medios y mal gusto (vulgar, internacional, repetido) los hoteles y los edificios de oficinas han roto el perfil de las murallas y la cúpula dorada con los minaretes y los campanarios. Un abuso de la más ordinaria anti-estética que sacrifica lo más santo y más bello al monstruo de la modernidad (política y mercado incluídos en esa modernidad).
En una demostración más de su habilidad probada para los hechos consumados, los del estado de Israel han plantado un vulgar puente del vulgar Calatrava en la nueva Jerusalén. Del infausto arquituerto, nada diré; de aquellos que le sean adeptos tampoco. Pediré, de pasada, la confusión perpetua para todos ellos, y un especial purgatorio ético-estético, muy largo y depurativo. Amén.
Y así han agregado un nuevo elemento neo-israelí para el perfil sionista de la Ciudad Santa, tan atormentada por las novedades y las antigüedades, a la vez. Si hubiera que deducir la sustancia del moderno Israel de las acciones y construcciones del Israel moderno, la conclusión sería decepcionantemente terrible. Para más paradoja, el nuevo "puente" se ha hecho en una ciudad sin rio y por un estado que no sé qué querrá ser, pero "puente" parece patente que no.
Jerusalén es dorada. Al subir desde Jericó por el viejo camino - el Camino del Samaritano - que asciende serpenteando entre los riscos y precipicios de la áspera y quasi desierta Montaña de Judea, el paisaje se va dorando, tramo a tramo, por la tierra calcinada, el sol, la oxidada piedra caliza; una paleta con colores entonados del blanco al ocre. Desde el Monte Scopus, la vista de la Ciudad Santa es un cúlmen de contemplación, un mirador de intensidad religiosa para el creyente, sea cristiano, judío, o musulmán. Todo es dorado, el cielo, la muralla, el aire, la cúpula, el cielo, las nubes, el horizonte, el cielo...El cielo de Jerusalén es dorado, acrisolado santamente con velos de incienso que envuelven en santidad la iniquidad de los hombres, dejando siempre santa a la ciudad del Santo de los Santos, amada en el Cielo que la dora con luz celestial. El dorado es la profecía de la Jerusalén futura.
Hacer puentes de hormigón y tirantes de acero en la Ciudad Santa es edificar una Jerusalén futurista que se aviene mal con la dorada Jerusalén futura. Esta descenderá del Cielo, no la harán los hombres; mucho menos arquituertos como ese nefasto Calatrava, cotizada vergüenza internacional, que hace de la Jerusalén dorada algo tan vulgar como un suburbio post-moderno de cualquier sitio.
Pax super Ierusalem!
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