jueves, 18 de febrero de 2010

Febrero mojado

Está lloviendo como antiguamente, como en tiempos de Franco, como en los años 60 en que nací y crecí. Lo mismo, pero con las modernuras del siglo XXI. Hay los mismos charcos, pero son más duros. Antes había más albero, y los charcos parecían sopa de puré con bordes de natillas de vainilla con canela. Ahora los charcos son grises, de asfalto y pavimento con losas rotas. También me gustan porque me gustan los charcos de lluvia. Pero los de antes tenían más color.

Los que han ganado en color son los paraguas que antes eran menos coloridos, pero los de ahora se rompen más y con más fácilidad. Yo llevo dos paraguas rotos en lo que llevamos de temporada, uno con una varilla doblada por una ventolera, y el otro despuntado por el regatón. Y no tienen arreglo, porque ya no hay paragüeros; antes sí.

En mi pueblo el que arreglaba los paraguas era el hojalatero, un viejecillo con gorra y pelliza y un zahón de cuero para cubrirse la pechera y las piernas mientras trabajaba. Se sentaba en un banquillo, en la esquina de la calle Real, frente a la Peña, y arreglaba las cacerolas, los peroles, los cazos, los pucheros y cualquier cacharro que se pudiera arreglar con sus lañas de estaño. A mí me gustaba verle, menudillo y canijo, con barba de dos o tres días, con la colilla de un cigarro liado en la boca, con unas gafas de culo de vaso que se sujetaba con una cinta negra de elástico. Tenía una especie de hornillo portatil, con carbón encendido, y allí ponía al rojo unos hierros con mango de madera con los que aplicaba el estaño en el culo agujereado de los cacharros, o pegaba con lo mismo las asas desprendidas. Cuando derretía el estaño quemaba también pez rubia, que desprendía un olor atractivo, inconfundible.

El hojalatero se ponía en su esquina cuando daban las nueve, casi a la misma hora que pasaba el carro de la basura. En mi pueblo había un basurero para toda la vecindad, y no era un pueblo chico, que tenía casi seis mil vecinos. Pero entonces no había tanta basura. En mi casa se tiraba un cubo, con papeles, granzas de café molido, cáscaras de huevo, algunas mondas de fruta y los barridos de casa. No había más, porque los desperdicios de la mesa y la cocina se echaban de comer a los gatos o a las gallinas. No se conocía la palabra "reciclar" ni éramos "ecologistas" ni nada de eso; pero las casas se administraban con admirable economía y aprovechamiento de medios. Hasta los jaramagos que salían en el tejado se cortaban y se ponían en la jaula de los jilgueros, para que picaran las flores amarillas.

A mí me gustaba poner las hojas de los rábanos en las jaulas de las perdices, que mi padre las tenía en un techado junto a las cuadras, para llevarlas de reclamo a las cacerías. Las pobres se tirabn todo el día cantando cuchi-chí-cuchí-chí, en sus jaulas de alambre, tan bonitas con su ojillo ribetado de grana, y sus patitas coloradas.

Los días de lluvia las gallinas del corralón se quedaban dentro del gallinero, en su palo, con la cresta lacia caida al lado. Y el gallo asomaba valentón por el alero del cobertizo, cantado a su hora. Cuando se recogían los huevos, me gustaba sentir en las manos frías el calorcillo de la cáscara, todavía templada sobre la paja limpia de los ponederos.


Lo mejor era un día de lluvia con resfriado, pasando la mañana en la cama, sin tener que ir al colegio. Me llevaban el desayuno en una bandeja, con su mantelito y su servilleta, que siempre terminaban empapadas en café con leche, que se derramaba siempre. Para migar me traían rebanadas de pan fritas con canela y azúcar, o unas tostadas con matequilla que también se caían sobre el mantelillo de la bandeja, con la cara de la mantequilla bocabajo; si era mermelada te pringaban de dulce pegajoso desde los dedos al codo y los pelos. Apañarse con la mermelada en un desayuno de cama es una problemática habilidad que todavía no domino. El azucarero no se volcaba porque tenían la prudente precaución de ponerle el azúcar a la leche en la cocina.

A eso de las 11 me levantaban de la cama, me lavaban, me vestían, me peinaban y me sentaban en la mesa camilla grande del salón, junto a la cristalera del balcón bajo que daba a la calle Real. Esa era la hora en que pasaba el panadero, con su burra cargada con dos serones de lona blanca y talabartería; el pan venía todavía caliente del horno, cubierto con unos lienzos bastos, y hasta al salón, por la cristalera, llegaba el olor del pan recien hecho. Las mañanas que estaba en casa, me compraban una rosca de trenza, para chuchería y abrirme el apetito.

A las once y media o así llegaba mi padre, a dar una vuelta, después de tomarse un café en la Peña. Entraba, me tomaba la temperatura con la mano y me daba un par de caramelos de Almendralejo, de los gordos, para que los chupara porque eran de malvavisco, que venían muy bien para los resfriados. Los caramelos aquellos apenas me cabían en la boca, de grandes que eran, y duraban una rato grande, chupa que te chupa; parecía que no se gastaban.

Mi madre aparecía a ratos, para mover el brasero y echar un poco de alhucema, que llenaba el salón de olor y de humo. Sobre las doce llegaban las chachas. En mi casa ya no teníamos para pagar criadas, pero las antiguas que habían servido venían todos los días para hacer algo, a ayudar a lavar, o en la cocina, o para ir por los mandados a la plaza. La más cariñosa conmigo era Camilita la del Pino, chiquitita y sin dientes, con su moñillo recogido y su mantón de lana con flecos gordos. Algunas mañanas también venía Rafaela, la que fue niñera de mi padre; la pobre estaba viuda, con dos hijos en Alemania, y se venía a casa a llorar cuando estaba tristona. Mis tías le ponían una silla baja en la cocina y le daban un café, o le mandaban hacer algo, para que se distrajera. Un día me contó no recuerdo quién que Rafaela bebía, que se compraba un cuartillo de aguardiente en la taberna del Cruce, y cuando estaba con la pea se venía a casa a llorar. Y no paraba hasta que llegaba el señorito, su señorito (que era mi padre). Parece que la estoy viendo, viejecita, con los ojillos enrojecidos y el pañuelo y el mantón negro, con una esportilla de palma en la que ponía las cosillas que le preparaban mis tías, cosas de comer y alguna ropa. Mi padre siempre le metía en el bolsillo tres o cuatro duros, y Rafaela rompía otra vez a llorar, y me daba besos que olían a anís, y mis tías decían -"Ya está Rafaela, ya está; ya pasó, ya pasó; venga mujer, venga, que vas a ponerte mala, Rafaela, hija..."

Nati la del Curre tenía bigote, y espinaba cuando me daba besos, besitos en ristras que me sonaban como una retahila de cuchicheo en el oído. Y Manuela la del Bolo olía a leña, y me traía piñas tostadas, que tiznaban, con los piñones asomando como lengüecitas. Antonia la Perica nos llevaba palmitos, y bellotas, y madroños, y manojos de espárragos que el Perico, su marido, mandaba expresamente para mi abuela. Todas venían casi todos los días, y cada una traía alguna cosilla y se llevaba otra; siempre tenían algo para traer y siempre había algo para que se llevaran. A mí también me llamaban señorito, como a mi padre.

La visita más solemne era la del cura, que venía algunas mañanas a echar un rato con mi abuela; le sacaban café y unas bizcotelas de yema que mi abuela guardaba en la alacena alta. A mí me gustaba que me pusiera el bonete. En cuanto llegaba y me veía, se acercaba y me encasquetaba su bonete. Mi abuela se reía, y las chachas rompían a chillar, todas riendo también. Eso era cuando venía el cura viejo, tio Don Manuel, que era primo segundo de mi abuela, porque el cura nuevo dejó de ponerse el bonete. Mi tia Rosario decía que el cura nuevo era un mala cabeza, y mi abuela decía: -"Rosario, que está el niño delante". El niño era yo.

Me gustaba tanto el bonete del tio Don Manuel que mi tia Antoñita me hizo una vestimenta completa de cura, sotana, esclavina, fajín y bonete. Y me hicieron fotos, yo vestido de cura; y mis hermanas de monja, las dos; y me parece que mi hermano también. Mi hermano es un moderno de echarse a temblar, pero a mí el bonete aquel me hizo efecto.


Cuando llueve como ahora, parece que se me enternecieran recuerdos, remojados y blandos como el pan en la sopa, con charcos de pasado reflejando retazos de vida, de casa, con cosas y gentes queridas que vuelven a la memoria, suaves y templadas como el beso que me daban cuando me iba a dormir.

+T.