Dos hileras de portalones se abrían a uno y otro lado de la anchura, que no era plaza. El taller del talabartero, cuatro o cinco cuadras de caballos, otras tres o cuatro vaquerías, un corralón de cabras, una herrería de rejas, el taller del carretero y, al final, en la esquina de la cuesta de la tahona vieja, el matadero.
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El matadero estaba medio techado, con una patio delante mismo del cancelón de entrada que estaba a la intemperie. Allí, en la entrada, había dos pilares con argollas para amarrar las reses, y un pilón corrido con un caño que traia el agua desde la fuente del Barrero. El pilón rebosaba y el empedrado del patio tenía siempre charcos, que en invierno se helaban y las vacas y los becerros resbalaban.
Lo techado era una nave alta, como una crujía grande. Un poyete doble, como una grada, corria a lo largo de dos de los muros; en el de enfrente había otra pila grande, también con agua corriente. Y en medio de la nave otros dos pilares cuadrados, con argollas en las cuatro caras, y una especie de gradas en dos de los lados.
Al llegar los terneros, los chiquillos se subían excitados a las gradas altas, viendo cómo los hombres tiraban de los cabestros y metían dentro los animales. Si una becerra o un añojo se soltaba, el espectáculo duraba mientras los hombres más jóvenes y los más fuertes conseguían atar otra vez al animal, que daba vueltas por la nave embistiendo a todos los que cogia por en medio.
Cuando estaba la res bien sujeta a la argolla, un matarife subía por detrás a una de las gradillas del pilar, y con la puntilla clavaba un golpe en la nuca del animal, que caía al instante al suelo, abierto de patas. Algunas veces no acertaban a dar el puntillazo en el sitio, y el becerro levantaba violento la cabeza, como embistiendo con la cornamenta hacia atras, hasta que repetían el golpe de puntilla y se desplomaba.
Los chiquillos bajaban de las gradas y se ponían alrededor del animal recien sacrificado, viendo cómo le cortaban a tajos la cabeza, y lo abrían en canal y salían las tripas y la panza, que recogían para lavarlas en la pila, y otros desollaban al animal, colgado en unas argollas del muro, para el descuartizado. La sangre la removían en una tinas de madera, metiendo los brazos arremangados hasta el codo.
El suelo de cemento del matadero tenía rastros de sangre, y de pisadas de los botos altos de goma de los hombres. Toda la nave olía a sangre de reses y a carne recien desangrada, que se pegaba a la ropa y olía después todo el dia, como los carniceros, que llevaban encima el olor, y en sus casas también olía a sangre y a carne.
Siempre había alguno que se hacía con la cornamenta de un becerro o una vaca, y se ponían a jugar a toros ; cuando se cansaban la tiraban y los perros iban a roerla.
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