sábado, 1 de diciembre de 2007

Su primer borrón


Se entretuvo por los callejones; quería llegar tarde, y no encontrarse con ningún chico en la plazoleta, y que hubiera sonado el timbre para la primera clase, y estuvieran cerradas las puertas del Instituto. El Instituto estaba en la casa grande del pósito. Habían tabicado las tres naves y salieron seis aulas y un par de salones; los de dentro daban a un patinillo que les daba luz por unos tragaluces altos, casi rozando el techo; el patinillo lindaba con el corral de una vaquería, y por las mañanas en las clases olía a vaca y a leche; cuando berreaban los becerros, todos se reían si la clase no era con el director; con el director nadie se reía.

El Lunes empezaba con clase doble, una hora de matemáticas y la segunda de física, las dos con el director. La primera bofetada se la llevaba el primero que salía, por salir el primero. Pasaba lista uno a uno, apuntando las faltas, y después llamaba a la pizarra para preguntar y corregir los ejercicios; las voces y las bofetadas duraban hasta las once, cuando tocaba el timbre del recreo.

El reloj de la villa, que estaba enfrente del Instituto, daba los cuartos, las medias, los tres cuartos, los cuatro cuartos con la hora y la repetición. Las dos horas de matemáticas, física y bofetadas se median por cuartos del reloj, con campanazos que se aligeraban a medida que se agotaban los cuartos; el más largo era el último, tan lento.

Ya no habí chicos en la plazoleta. Don Francisco, el conserje, había entornado el portón de la calle, porque hacía corriente, y no lo abría hasta el recreo. Como nadie le vió, pasó de largo y siguió por la calle del Palacio hasta la Iglesia, que estaba abierta. Cuando entró, todavía había algunas mujeres en el Sagrario, dos o tres, que se fueron al rato, y se quedó sólo en la Iglesia. Se sentó en uno de los bancos del coro, con los piés sobre la barandilla de madera. Hacía frio; se levantó el cuello del chaquetón, se embozó en la bufanda, y se acurrucó en la rinconera del banco, dos horas, hasta que dieron las once en el reloj y el sacristán sonó las llaves para cerrar la Iglesia.

Antes de salir se paró en el altar de la Virgen, echó una peseta en el cepillo, rezó un Ave, y encendió una velilla, para que no se enteraran que había faltado a clase. También dejó cien pálpitos de corazón, y un par de lágrimas. Tenía diez años.




Banda sonora: El precioso (y discutido) Ave Maria de Giulio Caccini-Vladimir Vavilov, cantado por la estupenda Sumi Jo, quasi perfecto para la escena.

&.