
Sevilla un primer Viernes de Marzo es una gloria de pre-pasión, una cuaresmalidad ferviente que roza el Misterio con la efímera contemplación de lo sacro figurado. Y como se figura y se imagina tan acertadamente, la conexión correspondiente de sentido y alma se realiza muy efectivamente.
Hace un par de horas estaba yo contemplando los dos planos, el de la gloria y el de la tierra, algo muy compuesto en los cuadros de los maestros del barroco, que abrían la escena terrena con un rompimiento de gloria, compenetrando lo sobrenatural y lo creado, lo divino con lo humano. Eso es la Encarnación, con sus consecuencias.
Pero lo que yo veía era todo eso more sevillano, según nuestros fervores. Estaba el Señor en el centro, un presbiterio cubierto de terciopelos granas con cirios morados sobre blandones dorados, faroles de plata y ánforas de plata repujada con lirios en fanal, una peana tallada y estofada, con cabezas de querubes y guirnaldas de frutos de promisión; sobre la peana la imagen de Jesús Nazareno, potente y soberano, coronado de espinas y tres potencias de oro y pedrería sobre las espinas de la corona, con la Cruz, de carey perfilado con cantoneras de plata. Y dos incensarios en sus soportes, humeantes y perfumantes, dando olor antiguo, jerosolimitano, sacerdotal, holocáustico de exquisito olor, más perfumado que el del Antiguo Testamento porque la víctima inmolada e incensada es el Verbo que se hizo carne, que se ha hecho imagen. Ese es el plano de gloria, el celeste.
El terreno está vivo, en contraste con la quietud inmovil del superior. En el presbiterio bajo, como una turba rediviva de las escenas de los Evangelios, están todos: Los ancianos, las mujeres, los enfermos, los niños. Todos. Se acercan reverentes, con confianza, con cierto temor y temblor que cada uno deja aflorar a su manera.
Hay una mujer que mira y llora, muy serena, pero con los ojos destilando vida que serán penas, que serán amores, que serán muertos, que serán dolores, que serán salud pedida o remedio suplicado o esperanza no cumplida y otra vez expectante. Todo eso que sale cuando se llora en paz. Y se acerca al Señor, se limpia los ojos y besa el talón de la imagen del Nazareno Divino; besa otra vez y pone el pañolillo con sus lágrimas junto a los pies del Señor, todo junto y en contacto, ella, sus penas y el Redentor, que no es la imagen, ella lo sabe, pero es de Él, y ella lo sabe. Y la fe que no ve cede al sentimiento que contempla, imaginando la gloria en su imagen.
Al lado, bajo el arco de la capilla de la Virgen, un padre lleva a su chiquillo en brazos. El niño está absorto, los ojitos clavados en la imagen del Señor, con esa seriedad imponente, profunda, que se tiene con dos años y se va para siempre cuando se cumplen cinco, la seriedad de la pureza, la gravedad de los inocentes. El padre le está hablando bajito, al oído. De pronto el chiquillo se mueve, su padre lo baja al suelo, y el niño, tan pequeño, se pone de rodillas con las manos juntas, una imagen viva, tan estática unos instantes como la del Cristo del presbiterio, tan conmovedora. El Cristo, que tiene la cabeza girada, parece como si mirara intencionadamente al niño, como un ángulo de una tela de Murillo, un detalle del Domenicchino, un pormenor de Le Nain. La iluminación tenue, suave, estudiada, con el velo del incienso tamizando contraluces. Y el niño, con la confianza de los inocentes, con la valentía de la pureza, con la osadía de los que no saben pecar, mira y le mantiene la mirada al Cristo. Todavía no sabe que está hablando con Dios, y un día olvidará que supo hacerlo tan bien, tan según Su voluntad. El Señor no lo olvidará.
A los pies de la iglesia, en el sotocoro, sentados en el banco corrido del frente, están los viejos, pesadamente solemnes, viendo sin ser vistos, en la sombra de sus recuerdos de otros besapiés de otros años, de tantos años, los años que llevan encima, gravitando sobre sus espaldas, las que apoyan en el respaldar del banco porque de pie ya no aguantan. Hay dos que llevan bastón, y otros tres que disimulan con el paraguas. No hablan entre ellos, pero se entienden sin palabras, observan y reconocen, y rememoran todo, y rejuvenecen con todo, nutriéndose la memoria con bocanadas de lirios, de sahumerio, de cirios.
También entran los despistados y los turistas de paso, los que ven el portón de par en par y se meten dentro porque intuyen que hay algo. Entran, ven, huelen, se quedan parados, perplejos, unos segundos de estupor, y se ponen en la fila para besar los pies del Señor, que no sabían que iban a besar, pero están y hacen lo que gente hace, miran besan, algunos también rezan. La piedad es comunicativa, es atractiva, invitatoria, imitatoria. Muchas veces, no hay más piedad porque los piadosos no se ven; si se vieran, su piedad llevaría a otros a la práctica. No basta la fe interior si no se explicita con actos, con obras, con rezos.
Las que más rezan son las que menos se nota que están, en los rincones de la capilla, en una silla con reclinatorio, casi toda la mañana, algunas toda la tarde. Han oído la Misa desde su discreto rincón, repartiendo las miradas entre el Altar y la imagen del Señor. Después de comulgar han vuelto a su sitio y han seguido con el rosario, otro rosario. Se les ha pasado el día volando, entre rosario y rosario, y el Viacrucis, y la Misa, y ya eran las nueve y empieza a rezar el Hno. Mayor el Ejercicio de las Cinco Llagas.

Como es el besapiés del Señor, han venido los de los pitos, la música de capilla, un trío de fagot, oboe y clarinete, para tocar las saetillas del Silencio, una música melancólica y bellísima, suave como el humear del turíbulo de plata, tan penetrante. Es la música de la Cofradía, la que tocan durante la estación penitencial de la Madrugada, por las calles y en la Catedral, desde que salen de la capilla hasta que entran, delante de los pasos del Señor y de la Virgen. Cuando suenan las saetillas de los pitos en la Madrugada, suena el alma de Sevilla, tonos menores, suavidad de cera y rastro de azahar amargo. Cosas de aquí.
La zarza del Horeb era algo así, como un Viernes de Marzo en el Sinaí, que no se consumía, que no se acababa, que fascinaba y atraía lo humano a lo Divino, que revelaba a Dios en el alma de su siervo, descalzo ante la Zarza inflamada que hacía santa la tierra sobre la que ardía.
+T.