Nos enseñaban a Dios con las cosas, con "sus" cosas, porque entre todo lo creado, hay seres que hablan más de Él. Y llegando Semana Santa, todo contaba la Pasión. Y eran cosas sencillas, del mundo pequeño que nos rodeaba, como una doméstica extensión del Misterio.
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Cuando se mataba el cordero, nos decían que así de manso era Él, que no se quejó de los tormentos.
Nos enseñaban la hiel, verde irisada en amarillos, y nos recordaban que se la dieron a probar al Señor, dejándole el reheleo en su boca.
Y el vinagre de la bodega del Herrero, tan recio y fuerte, que guiñabamos los ojos al chuparnos la punta del dedo mojada en la damajuana vestida de pleita.
Si cantaba el gallo del corral, ya sabíamos que así cantó el gallo de San Pedro la madrugada de la Pasión. Y las golondrinas que ponían nido en las vigas de la cuadra, llevaban en la gargantilla una gota grana que les salpicó cuando le quitaron al Señor las espinas de su corona, y por eso no se mataban golondrinas, que venían todos los años avisando la Cuaresma.
En el campo, los zarzales de espinas también hablaban de su corona. Y las espinas de las acacias del camino de la ermita de la Soledad, imponían de pensar que con esos pinchos de tres puas le hicieron la corona.
Pero a mí me gustaba sobre todo la flor de los jarales. En sus pétalos, blancos y finos como alas de ángeles, se pintan claramente cinco gotas de sangre rodeando una coronilla dorada: ¡Las Cinco Llagas del Señor!
Y después yo también lo contaba a los más chicos, porque son lecciones de sabiduría fundamental, aptas sólo para sabios de corazón limpio que ven a Dios en sus criaturas.
También recuerdo - nunca olvido - que a mí me las enseñaron viejos de manos de sarmiento y ancianas de pelo blanco y pecho que sonaba a medallas: Yo he conocido un mundo en que los niños aprendíamos de los viejos las cosas de Dios.
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