domingo, 11 de noviembre de 2012

Lo que se da a Dios

En el clásico 'Jerusalén en tiempos de Jesús' de Joaquim Jeremias aparecen algunos datos sobre la magnificencia del Templo re-edificado por Herodes el Grande. Se cuenta la opulencia de los Príncipes de Adiabene, prosélitos devotos, que dejaban espléndidas ofrendas cada vez que visitaban Jerusalén. Se recuerda también algunos exornos magníficos, como un emparrado todo de oro del que los fieles iban colgando como ofrenda hojas, sarmientos y racimos de oro comprados en las tiendas de los orfebres y joyeros de Jerusalén, famosos por la belleza de sus artesanías.

La escena del óbolo de la viuda transcurre en el Gazofilacio del Templo de Jerusalén. El texto del Evangelio (Mc 12, 41 ss.//Lc. 21. 1-4) dice que la pobre viuda echó en el arca de las ofrendas dos moneditas ínfimas. Pero el Señor ponderó la entrega de la viuda, que no daba de lo que le sobraba, sino que puso en el cepillo todo lo que tenía.

El valor de lo que se da a Dios es relativo, vale según las circunstancias de cada cual, y, así, lo mucho que da un magnate es poco comparado con sus bienes, en cambio lo poco que da un pobre es mucho porque es casi todo lo que posee. Pero, ampliando la compresión de este pasaje del Evangelio, hay que entender que se puede referir igualmente a otra clase de donaciones, no sólo las de dinero. Por ejemplo, el que disponiendo de poco tiempo dedica a Dios unos pocos minutos de ese tiempo ofrenda más, relativamente, que otro que tenga disponibles para el culto y la oración las 24 horas del día y dedique a ello dos, o tres, o cuatro horas. Salva siempre la intención recta y la intensa voluntad, las posibilidades de un caso respecto a otro pueden revalorizar un acto pequeño y desmerecer otro aparentemente mayor.

Aplicando ese sentido moral del texto a nuestra interioridad espiritual, tendremos que valorar por encima de las muchas acciones buenas que practicamos sin esfuerzo aquellas otras acciones pequeñas, incluso mínimas, que nos suponen especial esfuerzo, disciplina, vencimiento. Así, si uno es generoso por naturaleza de carácter y da limosna abundante sin fatiga, pero, sin embargo, es perezoso y negligente a la hora de cumplir sus obligaciones, un pequeño acto de diligencia y aplicación atenta puede tener más mérito en cuanto virtud que una buena limosna entregada sin particular esfuerzo (sin que quiera decir con esto que un acto pueda sustituir al otro y evitemos la limosna escogiendo a cambio practicar otra acción ascética). Se trata del valor intrínseco de nuestros actos, que pueden ser de mejor calidad y mérito aunque sean extrínsecamente mayores cuantitativamente.

In conspectu Domini, nunca lo olvidemos: Todas nuestras acciones suceden en presencia de Dios, que es quien las sopesa y juzga, como Cristo valoró el óbolo de la viuda en el Gazofilacio.


Otra reflexión más: Es la ley de la Caridad la que, finalmente, avalora nuestros actos meritorios, según el Amor de Dios con que los hagamos y según el amor al prójimo con que los practiquemos. Siempre con esta secuencia, primero el amor de Dios, luego, como su consecuencia, el amor al prójimo. Por eso se pedían (antes, antiguamente) las limosnas 'por amor de Dios', y se respondía al donante "-Que Dios se lo pague". Una simple pero cristiana y precisa comprensión del pedir y el dar, según la regla de la caridad.

Esta mañana, predicando el Evangelio del óbolo de la viuda, recordé mis primeros ejercicios espirituales, tendría yo unos 10 años, una Cuaresma en la que nos llevaron a hacer unos días de retiro a todos los alumnos del instituto de bachillerato, sería el año 1970, ó el 71. El cura, en una de las meditaciones, nos relató un cuento de Rabindranath Tagore, que era, más o menos, así:

- Estaba un mendigo harapiento pidiendo limosna al borde de un camino cuando vió venir a lo lejos el cortejo del rey. Los jinetes de la guardia real pasaron montados en sus caballos con ricas guadralpas y banderines en la punta de sus lanzas enhiestas, seguían lacayos y servidores con ostentosas libreas, otros pajes llevaban estandartes y banderas delante de la carroza real.
Al llegar al sitio donde estaba el mendigo, la carroza se detuvo, un paje abrió la puerta y el rey bajó, con su manto y su corona, y se dirigió al mendigo tendiendole la mano y pidiéndole:

-'Dame!', le dijo el rey al mendigo.

El mendigo, mudo de estupefacción, no sabía qué hacer. El rey volvió a pedirle con la mano tendida -'Dame!...' Entonces el mendigo abrió su alforja, tomó un grano de arroz y lo puso en la mano abierta del rey. El rey, en cuanto tuvo el grano de arroz en su palma, cerró la mano y se inclinó agradecido ante el mendigo, luego subió a la carroza y el cortejo siguió su camino, mientras el mendigo, asombrado, miraba cómo se alejaban.

Aquella noche, cuando el mendigo llegó a su mísera casucha, encendió un candil y volcó el contenido de la alforja sobre la mesa: Con los ojos muy abiertos vió que entre los granos de arroz brillaba un reluciente grano de oro, y comprendió que, prodigiosamente, por el grano de arroz que le dió al rey aquel otro grano se había convertido en oro. Y lloró amargamente por no habérle dado todo al rey.

El cura insistió en esta última frase: -'Cuánto lloró aquel mendigo, qué amargamente, por no haber tenido voluntad para habérselo dado todo al rey'.  Nos la repitió enfáticamente, dos o tres veces.

Teníamos diez u once años, no sé si todos comprendimos el cuento y su final. A mí, no se me ha olvidado.


+T.