miércoles, 7 de marzo de 2007

Eclipse


No es el primer eclipse que he contemplado, pero me fascinó como el primero. Prefiero los de Luna, porque se pueden observar sin reservas ni contraindicaciones; los del Sol, me contento con verlos dicurrir en un reflejo, o una sombra.
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A alguien le comenté que el de la otra noche era casi "bíblico", quizá por asociación con alguna imagen que aparejé al fenómeno. Impresionaba ver la sombra rojiza, como un velo de sangre, que iba extendiéndose por la Luna llena. Si a mí me impresionaba, imagino el terror que en los hombres de otras épocas causaría este espectáculo.
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En estas ocasiones, me sobrecoge el silencio del cielo; porque los fenómenos de la Tierra tienen sonido, pero los del cielo más allá de nuestra atmósfera, aparecen a nuestra vista envueltos en un enigmático silencio. Cuando ví el cometa Halley, tuve la misma sensación de silencio, que hacía más fascinante la extensión del meteoro y su cola luminosa difuminándose por encima del cielo oscuro, casi en la línea del horizonte.
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Las estrellas, tan lejanas, abren con su remota luz pensamientos de infinito espacio y tiempo y universo; contemplarlas es darle anchura y vuelo al alma. Pero la Luna, tan cercana, empañándose de rojo por la Tierra entre el Sol y ella, me despierta no sé qué atávicos miedos, más cercanos a la caverna que al tercer milenio.
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Me levanta un sordo malestar estar en el Mundo bajo el eclipse. El Mundo tan ruín, tan limitado, tan contingente; tan lleno de sangre real, auténtica, histórica, diaria, que se proyecta a sí mismo como una trágica alegoría sobre la inerte y radiante blancura de la Luna.
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Y siento el escalofrío de ver que la sombra de mi Tierra tiene color de sangre.
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