Tengo un gusto iconográfico muy tradicional, bastante fijo. San Pedro, por ejemplo, como todo el mundo sabe, es calvo y con llaves; el caballo de Santiago es blanco, la Magdalena lleva melena y llora, y San José es más bien viejo, con canas y varita florida. Ita! No me gustan las novelerías porque me distraen la devoción; si un artista pinta o esculpe fuera de la tradición iconográfica de mi real gusto, le excluyo para los restos sin marcha atrás. Y si hubiera Inquisición vigente y corriente y yo estuviera de inquisidor censor iconográfico, la fogata que iba a armar dejaba a Las Fallas en candelorio anecdótico.
Pero yo iba a escribir de San José, no de Las Fallas; y especialmente del San José de la estampa que pongo de ilustración, del que no sé el autor, ni más detalles. Parece un dibujo, una sanguina, o algo por el estilo. Me resultó dulcemente amable desde que lo ví en la portada de un librito sobre el Patriraca, que me regaló un devoto. Después me procuré una estampa, pero sin más señas sobre el dibujo. Deduzco de él algunas cosas, sobre su autor-a; aunque su formato es más bien de estampería, con remotos ecos del Raffaello y de Murillo, sin pretensiones de gran arte, tiene esa ingenuidad certera de la imaginería devocional popular, que atina muchas veces lo que el gran arte malogra, quizá por un exceso en la pretensión. Pero tampoco voy a eso, sino a otra cosa.
Me resulta facil hacer oración con imagen y con música de fondo; me ayudan a componer las escenas del Evangelio, me conectan. No me son imprescindibles, pero sí me ayudan. Esa imagen, por ejemplo, me sirve porque me conmueve.
Tuvieron que pasar en Belén, o en Egipto, o en Nazareth, momentos, escenas, como la del dibujo. Cuando el Verbo se hizo carne se hizo también tacto, y olor, y oido, y sabor. Un dia el Niño supo que las lágrimas saben saladas, que salen templadas de los ojos y se enfrían mientras corren por las mejillas, y que pican en los ojos, como parece representar ese dibujo. Y aprendió a reconocer el olor del Patriarca José, y el tacto de sus manos, y de su barba, y de su ropa; el eco y el tono de su voz, las expresiones de su cara, el brillo de sus ojos.
Me imagino el despertar de un sueño. Una mañana, con el Niño recien recogido de su cuna, todavía envuelto en la mantilla, o los pañales. José se ha acercado silencioso, despacio, con los ojos fijos en Jesús, con los pensamientos mitad en la Gloria, mitad en el rostro del Niño - ¡su Niño! - que duerme, los ojos cerrados, los labios medio abiertos; se inclina y le besa y lo recoge de la cuna. Y el niño abre los ojitos y mira sin ver, sin despertar del todo, y sonrie, y se restriega los ojos con las manitas.
Y el Patriarca le mira, sintiendo en sus manos duras de carpintero la carne templada y suave del Hijo de Dios, que es su Hijo en encomienda, el Hijo engendrado por el Espíritu en el seno virgen de su esposa, María. El Mesías del Señor despertando en brazos de José, el artesano de Nazareth, de la estirpe de David, de la tribu de Judá, en cuya casa se van a cumplir, se están cupliendo, las promesas de Dios, los oráculos de los Profetas. Y él, José, tiene y sostiene entre sus manos el Misterio, el corazón del Hijo latiendo cabe el suyo, el aliento del Altísimo rozando el suyo, respirando con Dios el mismo aire, oliendo la piel de Dios que es Niño, tocando el cuerpo de Dios, el Salvador, que se le ha encomendado.
La mirada de José admira, ama, siente, acaricia y adora. La escena termina con un beso, tan limpio y profundo como nunca un padre ha besado a un Hijo en la tierra. María, la esposa virgen y la Madre, está viendo, también amando a los dos y adorando a Uno en brazos del otro. Son su esposo y su Hijo, y ella la siempre virgen esposa y madre. No hay misterio igual, no lo habido, ni lo habrá más.
Pero también imagino otra escena, parecida pero distinta: El Niño está llorando; ha despertado de un sueño con el corazón acongojado, y José lo ha recogido de la cuna, lo ha besado, lo ha serenado mientras lo mecía en su brazos, la cabeza del Niño sobre su hombro. ¿Qué soñaba Dios, Enmanuel, cuando soñaba, qué temía, cuando y por qué lloraba? ¿Lloraba por el mundo, por los horrores del mundo, por los pecados de los hombres que veía en sueños? ¿Lloraba también por mí, por mis pecados, que también sabía, que ya le dolían?
Es una iconografía que se representó mucho durante el Barroco, en España e Hispanoamérica, que fue muy frecuente en Andalucía: El Niño de la Pasión, imaginando al Niño durmiendo sobre la Cruz, sobre la Corona de Espinas, sobre los clavos; o esa otra ingénua y preciosa imaginería del Niño Pasionista, con Jesus vestido de morado, con la cruz a cuestas, la corona de espinas, y en un cestillo de plata los demás atributos de la Pasión. Y el Niño va llorando, unas veces con los ojos mirando al cielo y otras con la vista en el suelo.
Es raro el convento de clausura que no tiene su Niño Pasionista, incluso dos o tres, en talla del XVII final o del XVIII, en su fanal, revestido con túnica de terciopelo morado, bordada, con los encajillos del enaguado asomando dos dedos por debajo.
Cuando el sacerdote y profeta Simeón anuncia a la Madre la Pasión del Hijo profetizándole a ella la espada que le traspasaría el alma, el esposo, el Patriarca José, estaba también presente, y oyó la profecía tremenda, y también, desde aquel momento, supo algo de la Pasión que llegaría. Algo que, como María, guardaría en su corazón para meditarlo. Y en las horas del taller, al compás de la sierra y el martillo, los clavos y la madera, José el carpintero meditaría en aquellas palabras dolorosas sobre el Hijo y la Madre.
Y en las miradas, los besos, las caricias al Niño, las manos fuertes de José temblaban temerosas por el Niño, su Niño, el que el Padre le había confiado para que custodiara al Salvador del mundo, el Hijo del Eterno que la gente conocía como el Hijo de José.
"...Dejad el tierno llanto,
divino Emmanuel,
que perlas entre pajas
se pierden sin por qué.
No piense vuestra madre
que ya Jerusalén
previene sus dolores,
y llore con Joseph.
Que aunque pajas no sean
corona para Rey,
hoy son flores y rosas,
mañana serán hiel”+T.