domingo, 16 de marzo de 2014

La Transfiguración, o el pudor de Dios

 
Cuando Moisés pidió al Señor ver su gloria (Ex 33, 18ss; 34, 6ss.), el Señor le concedió esa gran gracia, pero con reservas. Aun sin haber contemplado de frente el rostro del Omnipotente, Moisés quedó marcado por la gloria de Dios, con una faz radiante (Ex 34, 29ss.) que amedrentaba a los israelitas.

La Transfiguración de Cristo se me aparece como un misterio en correlato con el mencionado del Éxodo: Se trata, también, de una teofanía en la que está presente Moisés. ¿Dónde estaba Moisés? El profeta y sacerdote Moisés estaba en el Limbo de los Patriarcas, donde quedaban retenidas las almas de los justos que iban muriendo, en espera de la redención de Cristo. El primer misterio de su Resurrección sería descender a los infiernos y liberar las almas de los justos que esperaban su advenimiento. En la Transfiguración, Moisés es convocado y deja el sheol para contemplar a Cristo glorioso (o, más propiamente, pre-glorificado). En ese momento vio lo que en vida mortal se le ocultó, el rostro de Dios, que ahora le revelaba Jesucristo. En anticipo de la Resurrección, como un preludio de gloria, el antiguo liberador de Israel llevaría a las almas de los justos el evangelio de la inminente redención de Cristo.

Elías comparece siendo otra su situación, puesto que fue arrebatado en vida, quedando su estado envuelto aun en el misterio de su destino profético. También contempla el rostro de Dios revelado en el Hijo, Cristo Jesús. Poner en conexión la Transfiguración con la teofanía de IºRe 19, 9ss. es congruente: El Dios de la suave brisa ante quien Elías temeroso se oculta el rostro, se desvela al profeta que fue inflamado por el celo de Dios.

Mt 17, 1 y Mc 9, 2 precisan que la Transfiguración ocurrió seis días después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo y del primer anuncio de la Pasión; Lc 9, 28 dice que fue alrededor de unos ocho días después; también es San Lucas quien dice que Moisés y Elías hablaban con Cristo de su muerte/tránsito en Jerusalén. Cristo les estaba revelando el misterio de su Pasión y Resurrección; evangelizaba, en cierto sentido, al Antiguo Testamento, representado por dos personajes capitales, Moisés y Elías.


Alguna vez me he preguntado por qué esa reserva de la Gloria Divina ante Moisés y Elías, que no vieron su Rostro en el Antiguo Testamento, y por qué sólo tres escogidos entre los Doce Apóstoles fueron los testigos de la Transfiguración del Señor. ¿Por qué ese 'pudor' de Dios?

Es por el mundo, que no es lugar para mostrar la gloria infinita de Dios. Es por el mundo que no entendería esta gloria, confundiéndola con la 'gloria del mundo' que ambicionan los corazones ensoberbecidos de los hombres. Es por el mundo, manchado, execrado por las violencias y pasiones humanas.

Es por el pecado, que impide ver el Rostro de Dios, por el pecado que empaña la visión sobrenatural de los hombres, que no pueden ver a Dios: 'Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios'. Ni Moisés ni Elías ni ninguno de los Patriarcas y Profetas podían ver el Rostro, siendo pecadores, a pesar de ser hombres de Dios. En este sentido, la súplica del Salmo es sumamente ansiosa: 'Tu Rostro buscaré, Señor, no me escondas tu Rostro...' (Sal 26, 8)

Es mayor la gracia del Nuevo Testamento, la gracia de Cristo, que limpia los corazones y abre los ojos para poder ver a Dios hecho hombre. Pero su Sacrosanta Humanidad vela también su gloria, ¿por qué?

Porque Él quiere ser creído y amado no por su gloria, sino por ser quien es. Es el Hijo, "resplandor de la gloria del Padre, impronta de su ser" (Hb 1, 3), que al encarnarse nos revela a Dios en la humildad de la carne puesto que "en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9)

La gloria que se resiste a revelarse en su potencia, no tiene pudor, sin embargo, revelándose pobre en el pesebre, oculto en Nazaret, humillado en la Pasión, desnudo en el Calvario. El pudor de la gloria, restringida a los testigos de la Transfiguración se desvela, sin reservas, a todos y para todos en la humildad del misterio de Cristo nacido y Cristo crucificado. Quiere ser contemplado, adorado, en la gloria de la pobreza y el dolor, del pesebre y de la Cruz. Para gozar de la visión de su gloria quiere que le creamos y reconozcamos en la humildad de su humanidad.

El relato de la Transfiguración nos conduce a otra escena correlativa, la de la oración y agonía en Getsemaní, el comienzo de la Pasión, con los tres mismos Apóstoles testigos de la Transfiguración, Pedro, Santiago y Juan, que en el Monte de los Olivos verían el rostro sudoroso y sangrante de Cristo, tan distinto de la faz transfigurada del Monte Tabor. Si en la Transfiguración contemplaron el Rostro glorificado de Jesús, en Getsemaní vieron la Faz doliente del Señor, se les reveló cruentamente el misterio de la Pasión del Redentor, orante y agonizante, asumiendo el cáliz de su sacrificio.

Además de Getsemaní, veo otra antítesis de la Transfiguración en la escena del expolio, cuando en el Monte Calvario Cristo es despojado de sus vestiduras y se mostró desnudo al mundo, privado de su gloria, inerme y expuesto a la mirada impura y ofensiva de los pecadores, Aquel ante cuya presencia tiemblan las Potestades angélicas y se encienden en incandescente amor y alabanza los Serafines, se dejó ver en el patetismo de su abandono, vejado y humillado, burlado y blasfemado, como Luz de incólume pureza cercada por la sucia calígine del pecado de los hombres y el mundo.



Incluso un extremo más: El Crucificado en la cumbre del Monte Calvario, entre los dos ladrones, parece una contra-transfiguración, un absurdo de anonadante humildad, la suma ocultación de la gloria divina.

San Pablo en IIªCor. 3, 18, a propósito del rostro velado de Moisés, nos predica este versículo, un precioso corolario del misterio de la Transfiguración:   "...Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu."

No se nos ve, pero portamos en resplandor de su gloria. Cuando rezamos, cuando recibimos su Cuerpo en Comunión, cuando practicamos su mandato de caridad, entonces viene a nosotros su gloria, que resplandece interiormente en el alma cristiana en gracia de Dios. Y nos va habilitando, poco a poco, para la Gloria futura: Para verle y gozar de su Gloria eternamente.

Ut videamus facem tuam, Iesu, Dómine!!!


+T.