Fue sobre esta hora, cuando acababan de rezar las Vísperas de la Octava de Navidad, las sombras envolviendo las naves de la Catedral. Los monjes que habían asistido al oficio vesperal en el coro, temiendo un trágico final casi profetizado, corrieron a esconderse, dispersándose por el templo, emboscándose detrás de los pilares, tras los altares.
Thomas Becket volvía del Altar a la sacristía. Le acompañaba su fiel Juan de Salisbury, con la cruz episcopal alzada delante de su arzobispo. La poca gente que se atrevió aquella tarde a asistir a la Catedral, también se había dispersado pronto, demasiado pronto porque el pastor todavía no estaba herido.
Entraron tumultuosos, desafiantes, vociferantes: - "¿Dónde está el traidor?". Cuatro nobles de la más neta nobleza normanda, de la corte de Enrique de Plantagenet, sus vasallos incondicionales, con la solidez del súbdito feudal que prometía y servía al rey, hechos y jurados a su medida.
El rey, al fin, había clamado dejando una sentencia en el aire: - " ¡¿No habrá quién me libre de ese clérigo que me altera ?! " De la misma sala salieron los ejecutores, como furias, al galope por la Normandía, feroces sobre las olas que le llevaron por el paso de Calais a tierra inglesa. Cuando desembarcan, camino a Canterbury, a uña de caballo, les crecía el encono, sedientos de crímen y sangre.
Pero era sangre de un ungido, de un sacerdote, de un obispo, primado de Inglaterra, la que iban a derramar. Y en suelo sagrado. Y ante el Altar.
Los testigos contaron que Juan de Salisbury quiso pararlos con el asta de la Cruz, pero le derribaron. Y Thomas Becket, revestido de pontifical, ascendió las gradas del Altar. Y le clavaron la primera espada en el pecho, y cayó arrodillado, y el segundo golpe le atravesó la mitra aúrea, y cayo sobre la grada del altar, y los últimos golpes de espada fueron sobre su tonsura, y metieron las espadas en la cabeza abierta, y blasfemaron impias palabras contra el ungido, el pastor, el mártir.
Consumado el sacrílego magnicidio, salieron los criminales, y entró el pueblo, con paños y lienzos que empaparon la sangre de Thomas Becket, la sangre que ya consagraba martirialmente las viejas losas de su catedral.
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El martirio de Thomas Becket supuso una conmoción en la Europa plena del siglo XII. La Cristiandad no recordaba el caso de un rey cristiano alentando el asesinato de su Obispo. Al poco, Alejandro III, el Papa reinante, aprobaba el culto de Santo Tomás, convirtiéndose su sepulcro en la cripta del ábside de la Catedral de Canterbury en unos de los centros devocionales a los que peregrinarían multitudes de Inglaterrra, Francia y toda Europa. Su culto se extendió rápidamente, y la iconografía reprodujo en todos los materiales y formas desde la piedra al pergamino, desde el vitral al esmalte, desde el bordado al repujado, la escena del martirio de Santo Tomás de Canterbury, el gran Thomas Becket, campeón del honor de Dios frente a la arrogancia terrible del poder de los hombres.
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Era la tarde de un 29 de Diciembre, infraoctava de la Navidad del Señor, el año 1170.
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