miércoles, 10 de febrero de 2010

Su pecho

Su pecho sonaba a medallas, la de oro de la Virgen, grande como el reloj de mi abuelo, y dos o tres más, pequeñitas, una del Patriarca, otra de San Antonio, y una con el corazón y las siete espadas, que se abría, como un guardapelo, y llevaba dentro un trocito del manto de la Soledad. A mí me gustaba abrirla, y darle un beso al cristalito que cubría el pedacito de terciopelo negro. Las llevaba en una cadena de oro, por encima del vestido; cuando iba a Misa y se ponía el velo, las dos puntas de blonda se las prendía con un alfiler de cabeza negra, sobre las medallas.

Olía a Flor de Blasón, un agua de tocador suave y dulce. Y también olía a violetas; y por el verano a jazmines, por la moña que se iba abriendo poquito a poquito, flor a flor, hasta quedar como un pomo blanco y suave sobre su pecho, junto a las medallas.

Siempre vestía de oscuro; llevó hábito de San José por una promesa que se echó por unas calenturas que pilló mi abuelo. Le gustaba tambien el morado, y el verde oscuro. Y el negro de los lutos. Y le sentaban tan bien, tan guapa y señoreada con sus colores "sufridos".

El pelo era blanco como la nácar, recogido en un moño con horquillas, con un par de peinecillos de carey. De noche, cuando se ponía el camisón, se soltaba las horquillas y se abría sobre la espalda una cabellera blanca, como el hada de un cuento. Y mi abuelo la miraba, embobado, como recien enamorado. Me gustaba mirar su melena abierta reflejada en el espejo del tocador; y a mi abuelo también.

Recuerdo la tarde de su muerte, tan vivamente como un flash, a golpe de imágenes. Después yo la buscaba en sus cosas, en el sonido de las varillas de su abanico, en el olor de su bolso, de sus pañuelos, del velo de misa. Me gustaba pasar las cuentas de su rosario, una a una, y besar las medallitas. Abría los cajones de su cómoda, y el secreter donde guardaba su joyero, y el costurero con los alfileteros, y su misal con las estampas. Yo tenía siete años, casi ocho. Y sabía, estaba seguro, que ya nadie me iba a querer como ella, nunca. Dormir sobre su pecho, sonando las medallas y oliendo a jazmines y a violetas, me parece un sueño de paraíso.

A veces retorno a su recuerdo, tan suave, con el ansia consciente de algo que ya nadie me dará aquí. Después me voy alejando, con un desconsuelo de niño desengañado, arisco con la realidad que te despabila desliendo lo soñado en la cruda luz de un áspero despertar que no se quiere.

Tengo su medalla de la Virgen, la llevo puesta. Y suena como entonces, lo mismo que cuando ella la llevaba. Ahora, tantos años después de mi último sueño de niño sobre su pecho, la tristeza se ha ido yendo, como un eco; su rostro, su imagen, unas veces se desdibuja, otras parece una visión reciente, casi viva. Mi amor por ella ha ido creciendo conmigo. Espero - creo - que el suyo por mí también.


+T.