domingo, 22 de junio de 2008

Pro causa Christi


Como decía, metieron al seglar con el Cardenal-Obispo, y salen los dos juntos el día del martirio de Juan Fisher, adelantándose el martirio de Tomás Moro dos semanas sobre su fecha real. Cosas de los Papas y los Cardenales y los Obispos y los curas, que al fin son clero y prevalece la jerarquía ordenada sobre el láico corriente.

Aunque, bien considerado, siempre es más, mucho más, muchísimo más, un clérigo que un seglar. Absolutamente. Pero, como soy devoto más de Tomás Moro y menos de John Fisher, le concedo primacía de simpatía - salva siempre la preeminencia sacerdotal - al Canciller, no al Cardenal.

Por eso, para compensar, hablaré del Cardenal. Que no tenía cara de cardenal, por cierto, ni le dio tiempo a coger cara cardenalicia. Fue cardenal in extremis, un 21 Mayo de 1535, a un mes justo de su decapitación, el 22 de Junio, hasta el punto de corroborar que la púrpura le aseguró el martirio, más profética que nunca, instituyéndole más cardenal que ninguno. Los cardenales de su tiempo, los de su Colegio Cardenalicio, eran renacentistas...con todas las consecuencias. Pero John Fisher de Rochester parece haberse quedado con el perfil de un místico renano, de un solitario estilo Tomas de Kempis.

El retrato fidedigno de Holbein, un dibujo para un cuadro que no sé si llegaría a pintar, es descarnadamente realista, implacable en plasmar los rasgos ascéticos. Una mirada viva, inteligente, pero serena; las mejillas enjutas, todo pómulos y mentón; unos labios finos, apreciativos, cerrados para la mentira y preparados para exponer y clamar verdades; un semblante franco, sin máscaras falsas, con prístina apariencia; inteligente, consciente, atento, despierto, avizor. Y un buen humor - no diré ironía - latente, simpático en cuanto empiece a hablar ¿Si digo sal y digo luz, exagero? Pero hay sal y luz, sin duda, en ese hombre de Iglesia que retrataba el agudo, retratista sin par, Holbein jr.


- El retrato de Moro, es más amable, menos duro, más familiar. Holbein deja traslucir una empatía con el retratado, que falta en el retrato de Fisher, tan fiel, pero más distante. No sé si será impresión-ilusión mía, pero en la mirada del boceto de Moro (en el óleo no) los ojos del humanista parecen ensoñar una Utopía (o una visión? o un martirio?), con perspicacia extático-profética. -

El prelado John Fisher no era hombre venal. En tiempos de crisis (y en todo tiempo!) se miden las corruptelas secundum hominem. Fisher, siendo de lo mejor, se queda discretamente en Rochester, y no se ve que aspire a Canterbury, ni a York. Y sin embargo podía. Podía porque fue excelente alumno y enseñante en Cambridge, en su college, que luego devendría el célebre Trinity. Por Fisher, fue Erasmo a enseñar a Cambridge, y cultivaron en cordial entendimiento aquel humanismo, lo mejor que dio el siglo.

Su palabra, su consejo, su juicio, su opinión, valían mucho para Enrique, el rey, porque Fisher fue el capellán de su abuela, la gran matriarca de los Tudor, la inteligente e influyente (nunca reina, siempre reinando) Margarita de Beaufort. Las circunstancias que determinaron el fin de la Guerra de las dos Rosas y la llegada al trono de los Tudor, hacían todavía vulnerable la posición de una Casa con sólo dos monarcas reinantes. Los tronos se aseguran más que con las armas, con las almas, y no hay rey sin hombres del rey.

En una tópica exposición de la degeneración de un reino por un rey, la causa de Henry se convirtió en la causa de Inglaterra, y estar contra Enrique equivalía a estar contra el reino y la nación. Una lectura tópica hecha tantas veces por cualquier tirania. Pocos resisten a los tiranos, porque los hombres se amoldan facilmente al devenir, sin oponerse al poder cuando reconocen la voluntad del que lo detenta.

Se rindieron casi todos, como en tablero de un juego con pena de muerte, con un que rey se imponía o ejecutaba, y el Henricus Rex Defensor Fidei se irguó desafiante como cabeza de una nueva Iglesia frente a Roma y el Papa. Lástima que la verdad y santidad de Roma y el Papa no estuvieran, en aquellos momentos, encarnados en hombres dignos y santos, con la excelsa santidad del ministerio ensombrecida por la indignidad de los ministros. Pero es Santa siempre la Iglesia, y la santidad martirial que necesitaba, la tuvo tan alta, tan digna, como en pocos momentos más de la historia.

Cuando caen las cabezas de Fisher y Moro (22 de Junio y 6 de Julio de 1535) , la antigua historia del canciller y obispo Thomas Becket refresca con sangre nueva de un obispo y un canciller la defensa del honor de Dios. Otra vez frente al querer de un rey y su reino, casi reviviendo estampas antiguas de una historia ya representada en casi el mismo escenario, reinterpretada ahora por nuevos campeones de la misma causa de Cristo y su Iglesia, como una glosa con carne y con sangre del Evangelio de la Misa hoy, Mt 19, 26-33:

"No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna... Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos."



A cinco siglos de distancia, los Santos Mártires Juan Fisher y Tomas Moro siguen siendo un testimonio clamoroso contra una iglesia que nace cismática y manchada por las pasiones de un tirano. Cismática en orígen y germen de cismas sectarios, el último cisma dentro de la Comunión Anglicana está a punto de consumarse, con una nueva división de la jerarquía, tan descompuesta, tan degenerada "capite et in membris".

La Iglesia de Fisher y Moro sigue siendo la misma, en Roma, la misma de Pedro y de Pablo, la misma que fundó Cristo sobre una piedra tantas veces confirmada y robustecida con la sangre de sus Mártires: Que ellos rueguen por nosotros y por esa misma Iglesia de la que son, en la que estamos.

Adsumus! Tu autem, Dómine, miserere!



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