Primero fue la melodía con unas cuantas sílabas captadas al vuelo, apenas unas rimas que tenían sentido porque tenían origen. Las aprendí por tangencia, por contacto, codo a codo, en el mismo banco, de rodillas todos, los que cantaban sabiendo y yo que empezaba a saber cantando. Todos creyendo, todos adorando.
Sobrevaloraba entonces lo que ellos sabían. Como eran mayores, suponía que entendían lo que cantaban. Luego supe que la distancia entre mi ciencia y la suya no era tanta. Ellos, ellas, pronunciaban mejor, pero entendián casi lo mismo.
La admiración fue mayor y mayor el asombro cuando entendí que aunque supieran todo y todo su significado, al final creían igual, con la misma fe necesaria para todos, se supiera la letra o no se supiera. También descubrí que con cinco o seis años el Misterio es más facil, más cercano, más comprensible y menos discutible, más fascinante. Y sin preguntas.
De niños somos muy scotistas. El silogismo del "potuit, decuit, ergo fecit" se aplica con universal coherencia lógica.
Pero es así cuando se cree. Se cree y sobra todo lo demás: Sola fides sufficit!
Y afirmando con corazón tan sincero como el de un niño de cinco años que empieza a balbucear tarareando el Pangelingua y el Tantumergo sin entender pero sabiendo, creyendo y adorando.
También amando, con una conciencia muy cierta de que es Él y Él está porque puede y quiere y está.
In eadem fide custodia et adauge!
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