Mi primer colegio fue de monjas, de Teatinas; pero mi primera escuela fue decimonónica, un pedazo de estampa de Fernán Caballero de esos que todavía sobrevivían passim en la feliz España de los '60.
A las cinco de la tarde, oliendo a jabón de baño, repeinado, subía perezoso la cuesta del Goro, por la acera de la Campita, que era la de la sombra, pasaba por delante de la casa de tia Maria Antonia, y llegaba al portón de Don Francisco, el maestro.
Don Francisco era el hijo del Sargento Bernardo Diaz, un señor con mostachos monumentales, imponente en su retrato de marco oscuro, que su hijo nombraba de vez en cuando - "...mi padre, que en paz descanse...", mirando al cuadro del difunto y santiguándose. Don Francisco no tenía título de maestro, pero estuvo interno en el colegio de los jesuítas, becado, estudiando hasta el bachiller y luego no sé qué paso que se vino al pueblo sin carrera. Desde antes de la guerra se dedicó a dar clases particulares a los pocos alumnos que le salían, algún atrasado que no lograba sacar el grado, algún aprendiz de tendero que necesitaba aprender las cuatro reglas, alguno que volvía de la mili y quería perfeccionar lectura y escritura. Y los niños en verano.
Para las clases de verano de los niños preparaba cada tarde el comedor y una sala grande entre el patio y la cocina. En el comedor arreglaba la mesa y dos camillas sin ropa, y en la sala de abajo ponía una mesa desmontable, un tablón grande sobre tres caballetes que ocupaba todo el centro de la habitación. Las sillas, unas eran de tijera, que se las prestaban en el casino, otras eran de la casa, con el asiento de anea, y también había unas banquetas de madera sin barnizar.
La casa olía a lápices, a pizarras. Y también olía a gatos, y al guiso que hubiera guisado en la cocina Patrocinio, la hermana de Don Francisco. Pero olía bien, un aroma que ahora mismo reconocería. Cuando llegábamos, la casa estaba fresquita, con las losas de barro y la corriente de chinos húmedas de haberlas rociado con el agua que le sobraba a Patrocinio después de regar los cuatro macetones de pilistras.
La primera tarde que fui a las clases me dieron una pizarra negra y un pizarrín negro, para escribir. Y yo dije que cómo iba a escribir con una tiza negra en una pizarra negra, y Patrocinio me dijo - "Tú escribe y calla. Y si no, aprende". Desconfiado, cogí el pizarrín y tracé una raya en la pizarra ¡y la raya era blanca! ¡Qué cosa tan curiosa! Una tiza negra que escribía blanco. Portentoso.
La admiración me duró un minuto de rayitas blancas del pizarrín sobre la pizarra, hasta que Don Francisco me preguntó - "¿La suma de una columna o de dos?" Enigmática cuestión que yo no sabía resolver, tímido y azorado, como he sido siempre, todo ojos detrás de mis gafotas. Sumar sabía qué era, y sumaba muy bien; columna también sabía qué era, y sabía que había columnas dóricas, jónicas, corintias, toscanas y salomónicas; lo que no sabía es que hubiera columnas de suma o suma de columnas. Se me resolvió la perplejidad cuando me pusieron por delante una pizarra con una ristra de números (una columna) para sumar. En unos segundos estaba sumada.
- "Ya está", dije yó.
- "Francisco, mira qué listo, en un momento, mira", dijo Patrocinio.
- "A ver, a ver..." - dijo Don Francisco - ¡Muy bien! Al segundo grado.
Y me pasaron del comedor a la sala del patio. Nada más sentarme en una de las sillas de enea, me dieron otra pizarra con una ristra de números de dos cifras (dos columnas) para sumar. Tardé un poco más, pero sumé bien, correctamente, las unidades y las decenas.
Después de los números venían las letras. Primero el Catón, un silabario con lecturas cortas, cada día una página:
La P. Pú-a, ma-pa, pa-po, pi-pa, a-ma-po-la, pi-no, pu-pa, pe-lo, po-pa, pa-la, pa-pá, pa-lo-ma, pe-pi-no. PA-LO. LU-PA. HI-PO. Pe-pe le-e la pe y la me. Lui-sa a-se-a la sa-la, se pei-na, sa-le a Mi-sa y se pa-se-a.
Después se copiaba la lección, en una pizarra con renglones.
La clase concluía con todos los niños juntos contando en voza alta, a coro, del uno al cien. Luego se cantaban los límites de España:
- "España limita la Norte con el Mar Cantábrico y los Montes Pirenos, que nos separan de Francia, al Este con el Mar Mediterráneo, al Sur con el mismo mar y el Estrecho de Gibraltar, al Oeste con el Océano Atlántico y Portugal".
Se terminaba con una ronda en la que Don Francisco iba señalando a los niños con un puntero y preguntando las capitales de los países: ¿Francia? ¡París! ¿Italia? ¡Roma! ¿Portugal? ¡Lisboa! ¿Inglaterra? ¡Londres! ¿Alemania? ¡Berlín? ¿Rusia? ¡Moscú! ¿Austria? ¡Viena! ¿Turquía? ¡Estambúl! ¿Perú? ¡Lima! ¿Siria? ¡Damasco! ¿Cuba? ¡La Habana!
Y vuelta empezar la ronda, porque no se acertaba casi ninguna: ¿Francia? ¡Roma! ¿Rusia? ¡Berlín! ¿Inglaterra? ¡Francia! ¿Cuba? ¡Lima! ¿Austria?...(y Patrocinio, desde la cocina, nos enseñaba por detrás de Don Francisco un bollo de pan de viena) ¿Siria?...(y Patrocinio señalaba un albaricoquero que había plantado en el patio). Una vez, mi amigo Basilio Lara en vez de Damasco gritó ¡Níspero!
Por la casa rondaban dos gatos, uno amarillo y otro gris. Y en el patio había un galápago, muy viejo. Y en el albaricoquero, colgando de una de las ramas, una jaulita con un jilguero. Y en una tapia del patio otra jaula con un mirlo. Y al fondo del patio, un gallinero con media docena de gallinas y un gallo.
Don Francisco era carlista, de familia. Junto al retrato de su padre, el Sargento Bernardo, tenía un cromo enmarcado de Don Carlos VII, con su boina colorada. Don Francisco también conservaba su boina, con la borla amarilla. Yo nunca se la ví puesta. Para la calle, en invierno, usaba una boina negra, y en verano un sombrero de paja. Don Francisco era calvo, calvo de solemnidad.
Patrocinio, su hermana, tenía el pelo descolorido por secciones, porque se teñía las canas y luego se le iba destiñendo y se le quedaba el pelo oscuro por las puntas, amarillento en la mitad y blanco en la raiz. Como nada más salía a Misa y de visita para los pésames y otros cumplimientos, con el velo puesto no se le notaba el desteñido del tinte. Pero dentro de la casa parecía la versión de una bruja de cuento, vestida siempre de negro, canija y encorvada, arrastrando los pies, canturreando por lo bajo, en la cocina o yendo y viniendo por la casa. En cuanto se sentaba en una de las mecedoras de lona que había en el portal, le saltaba encima uno de los gatos, y ella lo acariciaba y se ponía a hablarle.
La clase duraba una hora y pico, sobre las seis y media ya estaba de vuelta en casa, con el Catón, una libreta y el lapiz. Merendaba leche fría con limón y canela y algunas galletas.
-¿Qué has hecho en la clase?
- He leído la p, y he hecho una suma de dos columnas, y he copiado una pizarra de diez renglones...
...Pero yo no quiero ir, que me da miedo Patrocinio.
Yo tenía cinco años, recien cumplidos. Aprendí a leer en los tebeos de El Jabato y El Capitán Trueno, y a escribir en el mostrador del estanco de mi tia, y no entendía para qué me mandaban a las clases de verano de Don Francisco.
Fueron dos veranos con clases, los dos iguales, las mismas pizarras, las mismas sumas, los mismos copiados. Y las mismas capitales.
Don Francisco y Patrocinio fueron languideciendo, dando bajones cada año que pasaba. Se murieron el mismo invierno, uno detrás del otro, amparados por los vecinos, porque la familia que tenían eran parientes que se desentendieron. A Patrocinio le pusieron nicho propio en el cementerio, pero a Don Francisco lo enterraron en el panteón de una prima lejana, sin lápida.
La casa la vendieron, la derribaron y levantaron otra vivienda nueva, de dos plantas, ni siquiera sé quién vive ahora allí; si paso por delante, no miro la fachada. Pero sé qué casa es, como si estuviera pisando el umbral, entrando en el zaguán y llamando al aldabón del portón, con el olor de las pizarras y los lápices y la yerbabuena del arriate del patio.
+T.
6 comentarios:
Hermosos recuerdos, Padre, de tiempos ya idos, ahora, al menos aquí en México, los cursos de verano no son más que poner actividades a los niños para que no estorben a la mamá que trabaja que no puede tenerlos en casa. Yo me pregunto, cuando escucho las anécdotas de mi madre de su niñez y adolescencia o como éstas que luego escribe en su blog, si toda esta tecnología y modernidad no nos está deshumanizando y haciendo vivir menos, más bien, sobrevivimos, pero no disfrutamos la existencia, somos incapaces de ver lo bueno y ahora no sentimos el placer de tomarnos un té, de las plantas regadas en el patio, de tomar una merienda como la que usted dice y de personajes entrañables como el bailarín callejero del que hablaba en otro post, o de este maestro y su hermana, gente que Dios debe tener en su gloria, a salvo de este mundo salvaje en que ahora vivimos...
Alabado sea Dios. En España no ha muerto la literatura, que sigue viva en quien así escribe.
De esta misma urdimbre está hecha la buena literatura hispanoamericana que nos endulza la vida desde inicios del s. XVI.
La publicación de los bodrios de José Luis Sanpedro o las fruslerías de Eduardo Mendoza (por no hablar de los sacos de basura de Almudena Grandes o Manuel Rivas) certifica la defunción de la industria editorial española, que vive de los réditos que todavía le dan los autores más o menos clásicos y la supervivencia física de las generaciones que fueron educadas como Dios manda.
La Ley General de Educación de Villar Palasí fue un atentado contra la inteligencia y el buen gusto. Pero la LOGSE ha sido (y todavía es, encarnada en la actual Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) una canallada que, por sí sola, desautoriza todo lo que se supone que pueda autorizar el famoso consenso de 1978.
¿Cuál es el valor de un consenso alcanzado gracias al desconocimiento y la mentira? Ninguno.
¿Cuál es el valor de la autoritaria dictablanda pseudodemocrática en la que vivimos? No ser una dictadura todavía más dura y aún más autoritaria. Por desgracia, estamos trabajando a marchas forzadas para acabar hasta con eso.
Y si no que se lo pregunten a los padres que residen en Galicia, Vascongadas, Navarra, Cataluña, Valencia o Baleares, y que quieren escolarizar a sus hijos en la única lengua oficial en todo el Reino de España. O a los que no quieren que sus hijos sean adoctrinados por las asignaturas de Educación para la Ciudadanía y Educación Sexual, por más que su "currículo" (antes conocido como "temario") haya podido ser más o menos travestido por algunas organizaciones dizque católicas para algunos centros dizque ya ni eso.
Y si no que se lo pregunten a los católicos de derechas que no pensamos votar al pepé ni sufrir las jotaemejotas de aquende o allende los mares. O a los sufridos amantes del misal del beato Papa Juan XXIII, autor de la instrucción "Veterum Sapientia" y responsable del "Monitum" contra Teilhard de Chardin, papa añorado y venerado pero nunca por ninguna de esas tres cosas.
Así pues, ¡viva la democracia que no nos permite escolarizar a nuestros hijos en la única lengua común oficial en todo el Reino de España, que enseña obligatoriamente a nuestros hijos a "experimentar" con sus genitales, pero que nos permite votar a partidos de derechas que son abortistas, mientras podemos contemplar en la televisión multitudes comulgando, ordinariamente en la mano y sin confesión, de manos de ministros extraordinarios de la Eucaristía que tienen de edad provecta y fama de santidad lo mismo que yo de socialista...!
¡Que viva la democracia española! Viva pues... ¿Pero viva? No. Muerta y bien muerta. Se reconoce por el olor a podredumbre moral. ¿No oleis el insufrible hedor que emana de las instituciones? Iam foedem...
Estando en estas ¿cómo no apreciar la belleza de un buen texto literario? Imposible. Como el ciervo en el manantial, uno no puede sino agacharse agradecido a beber.
Felicidades, y gracias.
Portentosa memoria la suya y hermosos los recuerdos que comparte con sus lectores.
Sus relatos me recuerdan muchísimo a las historias que (cada vez mas a menudo) me cuenta mi padre de su infancia. Son escenas costumbristas muy similares a las suyas, claro que usted las adereza con fina y deliciosa pluma.
Por cierto, es usted mucho mas joven de lo que me pensaba.
Gracias páter y que Dios lo colme de bendiciones.
El primer colegio al que yo fui fue el de la Sta. Rosario, en el barrio semi-obrero del Sector Sur de Sevilla. Había dos clases: la de los pequeños (unos 4 años) y la de los mayores (6 años). Los mayores, al terminar la clase, antes de irse a casa, cantaban el Cara al Sol brazo en alto. A mí me daba envidia porque los pequeños no hacíamos esto. Cosas de la vida.
Como ya han dicho: Hermoso.
¿Por qué no edita sus estampas costumbristas? Son preciosas.
Un saludito.
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