miércoles, 25 de agosto de 2010

De Novena


He estado de vacaciones, esto es, de Novena. Hace ya casi diez años que no me tomo - que no me puedo tomar - el mes de vacaciones canónicas, y mis días de asueto veraniego son los de la Novena, con unas jornaditas de propina, total dos semanas y pico. No me quejo, conste; pero que conste. Además la Novena es mi descanso, mi pequeño paraíso de Agosto.

De la Novena ya he hablado un par de veces (aquí y aquí), pinceladas, impresiones de un cuadro con tantos pormenores como un universo. Y es un universo religioso y familiar, tan penetrado lo uno con lo otro que la Novena es una verdadera reunión de familia, familia católica, con todos sus signos de identidad propia - la Novena es inconfundible - y sus momentos, sus ceremoniales, introducciones y despedidas.

De introducción, por ejemplo, fue la otra tarde, con la Misa amenizada con lloros, risas y carreritas de los chiquillos que iban a ser recibidos de hermanos, allá unos cuarenta, lo menos. Algunos estaban recien nacidos y recien bautizados, con sólo unas pocas semanas de edad. Otros eran más mayorcitos, de meses, los chiquillos nacidos durante el año que llevamos, retoños del 2010 que sus padres presentaban a la Virgen e inscribían en la Hermandad de la Asunción. El cura rezó las preces del ritual y bendijo las medallas, la secretaria de la antigua Hermandad asuncionista iba nombrando a los neófitos, y el hermano mayor imponía las medallas a los niños. Por supuesto con foto conmemorativa para cada uno, para que no se olvide (que no se olvida).

Debajo del presbiterio, la familia, abuelos y otros afectos, seguían con animada expectación el acto, una verdadera presentación en sociedad, con el inocente protagonismo de los niños, presentes y ausentes a la vez. Quiero decir que presentes de hecho, córpore et ánima, pero ausentes en no se sabe bien qué espacio de su personal intimidad mental y/o fantasía infantilísima, tan misteriosa.

Siempre me pregunto, en escenas como esta, dónde están y por dónde vuelan las pequeñas inteligencias, tan sutiles y activas, de los niños. Estos de la Novena, los novísimos hermanos que estrenaron medalla de plata y cordón blanquiceleste, tienen los ojitos encantados por las luces del Altar, candelabros de cera encendidos y lámparas de cristal, las gradas de plata y el dosel grana ribeteado en oro, y la Virgen Asunta, tan bella, tan gloriosa, y los ángeles y arcángeles de la nube de la Asunción, y las cabecitas de querubines y serafines que se reparten por todo el altar. Tantos focos de encantadora y piadosa atracción que impresionan las pupilas de los chiquillos, excitados por la luz, el color, las figuras. Y por lo sagrado.

Por supuesto que hay en los niños una aprehensión de lo sagrado (“...Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”), un reconocimiento de lo santo, de la presencia de Dios. Tan fina, tan tierna, tan sutilmente gradada que nadie puede medirla sino los Ángeles. Claro que primero es la acción de la gracia en las almas, ese gran misterio de santificación, pero también importan definitivamente las vivencias religiosas-sensibles, que marcan tanto y son medio providencial de la gracia.Yo les pido a los Ángeles de los niños, con toda mi consciencia, que me presenten con ellos a Dios, al Señor y a la Virgen, y que en las recónditas alacenas de mi alma reactiven las gracias de las primeras visiones de lo sagrado, de aquellas primeras Novenas que yo ví con limpios ojos y oí con oído puro, finísimo, de niño que iba recibiendo las impresiones matrices de lo más santo y lo más bello, de lo más amable, de lo eterno.

Que esa es otra parte de la Novena, la de la fuga a lo eterno. Una fuga incesante, armónicamente pautada, como las que se tocan en el órgano correteando los dedos por el teclado y los pies por los pedales, con las notas declinando sincopadas según la partitura. En este caso, el caso de la fuga de ánimas, la partitura la compone la Providencia, que es la que rige las entradas y salidas, las oberturas, los improptus y las fugas, desde el primer compás al último. Pero con nombres, con personas, con almas en vez de notas, compases o melodías.

Cada tarde, cuando el sacristán lee en voz alta las intenciones de difuntos por los que se va a aplicar la Novena, el murmullo de las beatas y de todos los presentes se baja, y se reduce a una especie de silencio elocuente-expectante. En una lista solemne se van nombrando con nombre y dos apellidos, y van surgiendo del recuerdo, del pasado más reciente o el ya remoto, caras, historias, recuerdos, instantáneas como flashes, de amigos, familiares, vecinos, que de pronto revolotean entre las arañas de cristal y las colgaduras de damasco granate, luciendo como lámparas, o tendiendo un velo de olor en una voluta de incienso, o timbrando un arpegio del armonio del coro, o un bajo bordón de la tubería del órgano. Y cada nombre, cada recordado, se hace presente en el Altar.

Yo imagino que cada cual se acomoda en algún sitio, a su placer; en un encaje de los manteles, o en un bordado, un candelabro de plata, un guardabrisa de cristal, un jarrón repujado, una flor, un borlón, un farol, una insignia, en el Simpecado, en el dosel, en la peana de la Virgen o en su trono. Y allí se quedan. No son fantasmas: son almas queridas y evocadas, no por magia ni por dolor desesperado, sino traídas por la esperanza con fe. Y todas traen y llevan consuelo, fragmentos de misterios del Misterio del Altar.



Naturalmente, todo transcurre al margen de estas lucubraciones interiores, reales, pero íntimas. De suyo, la escena es popularísima y colorista, como corresponde a un acto religioso donde lo popular matiza a lo sagrado sin timidez, sin preocupaciones de forma, sino con expansión de afectos. Por ejemplo, nada más entrar y ver la Imagen de la Virgen en su Altar, muchas de las devotas rompen en exclamaciones, y le dicen “sus cosas” a la Virgen Gloriosa, y los piropos piadosos van formando una particularísima letanía ad usum familiae nostrae, sólo para uso y abuso de propios, de los nuestros, de los de casa, que sentimos lo que decimos barruntando algo más allá que escapa a la precisión de los eucologios que creemos y rezamos con Amén final. Pero se trata de poner al lado del dogma que cree la efusión del amor que vitorea con verbo sencillo lo inefable y sublime, todo esto sin intención deliberada, sino como estallido incontenible del corazón arrebatado: arrebatado por la Virgen, por su Asunción, por la Gloria de Dios. En un versículo del Himno que durante los días de la Novena se canta en los momentos más solemnes, todo esto que digo se resume y se canta así “…Madre, no nos dejes, que te amamos con locura; que nuestra alegría es besar tu frente pura…” ¡Amar con locura! La ingenuidad de la rústica mística del sencillo pueblo creyente sobre las cosas de Dios y sus Misterios.

Mi tía Antoñita, con sus amigas, preside el banco de la dictadura. Le tengo puesto ese mote porque las que se sientan en él nacieron todas durante la dictadura de Primo de Rivera. Mi tía es una de las decanas. Haciendo honor al competente régimen bajo el que nacieron, dictan sin complejos desde su sitial, amonestando a todo quisque, ya sea al coro, al cura, al predicador de la Novena, al sacristán, a los de la junta de la Hermandad…y al Santo Padre de Roma (si se les pusiera por delante). Ellas son la razón y la ley del pasado en el presente, y rigen con ordeno y mando en el pequeño mundo de su banco (y alrededores). Genio y figura. Usan de cetro sus abanicos, y son un tribunal inapelable, de inexorable oráculo. Gracias a Dios, sus poderes son temidos y no ejecutados, y hasta los chiquillos que corretean por el pasillo, entre los bancos, ignoran al formidable tribunal y sus rigores. Pero ellas existen e insisten. La que hace de secretaria del grupo, la que guarda los asientos y cumple otros servicios internos, es la Niña Perán, que rondará los ochenta. La más veterana es Mª Lola Montejón, viuda. Mi tía es del selecto club de las solterísimas, especialmente consideradas en razón de su integridad.

Yo tengo reservado mi sitio en el presbiterio, con asiento en uno de los sillones presbiterales, todo solemnidad. Cuando empieza la predicación, me mudo a una silla más baja, en un rincón del Altar Mayor, para poder mirar a la Virgen mientras rezo el rosario y el cura predica.

A pesar de todo y lo mucho que se conserva, faltan tantas cosas, tanto "viejo estilo". Maneras y reverencias y piedades que se fueron con los tiempos y las personas. Calidades en el rezar y en el estar, riquezas y tesoros que la fuerza del mundo -¡ay, el mundo! – ha barrido con el viento de los tiempos. Ya no está Don Pedro con su bonete y su roquete almidonado y encañonado, sentado en el sillón de damasco rezando su breviario, ni mis tíos, con sus abaniquillos, gráciles y señoriles en el banco de la Sacramental (tampoco existe ya el banco de la Sacramental). Ni están mis tías cantando en el coro, con voces encantadoras, de corte y salón, trinando arias de Verdi y canciones de Tosti con las letras cambiadas y arregladas para la Virgen. Tampoco está mi tía Matilde, con su velo de blonda y su abanico de rejilla, ni mi tía Magdalena, con su bastón de puño de plata que sólo sacaba para la Novena, ni tía Concha, que se sabía de memoria la Novena completa, desde el acto de contrición a la oración final. Ni mi tía Elvira, ni Morejón, su marido, ni Natividad la Cerrero, ni Rosarito la Matabuena, ni Matildita la Caraña, ni Concepción la Paloma, ni Manolito el Bardo, ni Gasparito el de Cinta, ni Manolita la Chita, ni Pastorilla la de Pino, ni Encarnación Cebre, ni Pinochi el de Veguita, ni Rampito Cordeles, ni Tanito Vega, ni Cecilita Lara. Todos los que ya están sólo en alma y no pueden estar con sus cosas, como antes, como cuando yo los conocí y sentí.

Todas estas cosas del pasado que fue y del presente que corre son cosas, decía, de familia. De familia en Novena. Y Novena de Asunción, dulce Misterio de tránsito y de gloria, de subida, de cielo, de ángeles portantes en volandas y Empíreo abierto de par en par.

Y una creyente ansia de llegar, una firme y expectante fe de plenitud.

p.s. El año que viene, Deo volente, más (io aspetto).


+T.