domingo, 22 de febrero de 2009

La Santa Cátedra / La Santa Sede

La fiesta del 22 de Febrero aparece en el Misal antiguo como "In Cathedra Antiochena Sancti Petri", con la rúbrica de que todo se hiciera como en la fiesta del 18 de Enero "In Festo Cathedrae Sancti Petri, quae Romae primum sedit". Así, la fiesta actual reúne en una sóla esas dos celebraciones, tan significativas, las dos ligadas a la memoria de una sede petrina, una en Antioquía, la ciudad donde se llamó por vez primera "Cristianos" a los discípulos del Señor, y la otra referida a la Sede Romana en la Urbe, donde finalmente el Apóstol evangelizó y fué martirizado.

La Oración del antiguo Misal es muy bella, católico-romana neta:
Deus qui beato Petro Apostolo tuo collatis clavibus regni caelestis ligandi atque solvandi pontificium tradidisti: concede ut intercessionis eius auxilio, a peccatorum nostrorum nexibus liberemus. Qui vivis et regnas in saecula saeculorum. Amen.

La del nuevo Misal, es otra, también tomada del antiguo eucologio romano:

Praesta, quaesumus, omnipotens Deus, ut nullis nos permittas perturbationibus concuti, quos in apostolicae confessionis petra solidasti. Per Dominum nostrum Iesum Christum, Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.

La primera recalca el poder de las llaves entregadas por Cristo a Pedro; la segunda la firmeza inconmovible de la roca apostólica, fundamento de la unidad de la Iglesia del Señor. Las dos fiestas celebran, además, el pontificado supremo del Apóstol primero en Oriente y luego en Occidente, en dos momentos sucesivos de su apostolado universal.

La fiesta de la Sede de Pedro aparece atestiguada ya en la Depositio Martyrum del 354, con lo que se le supone una memoria antiquísima de la Iglesia Romana. Desde la E.Media se vincula a la veneración de la reliquia de la Sede, que ha llegado a nuestros dias envuelta entre la tradición y la leyenda. De hecho es una cátedra de cierto estilo pre-románico, muy semejante a otras del periodo bizantino. Está adornada con placas de marfil grabado; la madera original de acacia de la primitiva sede ha sido embutida en otra estructura de roble. Con el tiempo se le fueron añadiendo refuerzos de hierro y unas argollas para facilitar su transporte, porque estuvo en uso durante siglos, como un elemento del mobiliario litúrgico para las ceremonias papales más solemnes.


Durante las obras de enriquecimiento y decoración del interior de San Pedro encargadas por Urbano VIII al maestro Gian Lorenzo Bernini, el papa decidió reservar definitivamente la reliquia para su sóla exposición-veneración, y el gran genio del barroco idea el Altar de la Cátedra, una imponente mácchina de bronces, mármol y estuco que centra el ábside de la Basílica Vaticana, en la perspectiva axial de las Puertas de Bronce, la nave, el Altar de la Confessio con su baldaquino y, en el fondo, la Cátedra con su fastuoso rompimiento de gloria. El espectáculo visual-emocional es inigualable e insuperado.

Pero lo material estético es sólo un trasunto representativo de la doctrina y la fe que se enseña y confiesa. Durante los pontificales romanos, cuando todavía el minimalismo litúrgico de los ceremonieri post-vaticanistas no habían arramblado con las solemnidades de las venerables liturgias papales, el Pontífice se sentaba debajo justamente de la Cátedra de la Gloria. Casi en un manifiesto pontificio, la sede del Papa en la tierra tenía por encima la Cátedra Petrina fundamento del Pontificado Romano, y sobre esta lucía el resplandor del Espíritu Santo representado en el vitral barroco que proyecta su luz dorada desde el fondo a toda la Basílica. Como un auto sacramental romano, la cátedra berniniana efigia a los Santos Padres de Oriente y Occidente, colosales figuras de bronce que sostienen la Silla de Pedro, como un dosel de fondo de la sede del Papa que rige a la Iglesia urbe et orbe. Eclesiología en imagen viva.


Las innovaciones de los liturgistas del post-Vaticano II fueron ya notables durante el pontificado de Pablo VI. Poco a poco fueron desapareciendo rituales, elementos, signos que marcaban el perfil tradicional del papado. Juan Pablo I, en su efímero pontificado, marcó un hito desafortunado al prescindir de la Tiara en la ceremonia de su coronación, precedente que asumió luego Juan Pablo II y que parece haber finiquitado Benedicto XVI de forma más terminante al dejar de representar la tradicional insignia papal incluso en su stemma-escudo. Una lamentable decisión que parece remediarse porque desde poco tiempo después de aparecer el escudo oficial de Benedicto XVI timbrado con la simple mitra episcopal, también fueron apareciendo en las fachadas de algunas iglesias y basílicas romanas el escudo del Papa Ratzinger con su correspondiente Tiara. Esperemos que se imponga y alguna vez apareza así en los sellos oficiales.

Lo que parece que tiene más dificil retorno es la sedia gestatoria. Hasta Pablo VI se usó habitualmente y, siguiendo la costumbre, el Papa entraba en las audiencias a los peregrinos, en la Sala Nervi, portado en la gestatoria. Todo el mundo le veía y le aclamaba. Los breves días de Juan Pablo I se utilizó la sedia, casi impuesta por los romanos que recibieron al Papa cuando fue a tomar posesión de su catedral de Letrán con la gestatoria dispuesta, y Juan Pablo I, al menos en esa ocasión, fue digna y solemnemente llevado procesionalmente a la manera de sus Predecesores. De Juan Pablo II se pueden y deben admirar muchas cosas, otras no. De entre los patentes desaciertos del Papa Wojtyla quizá uno de los más llamativos fue el estilo tan poco concorde con la tradicional solemnidad romana que se impuso en los ceremoniales de su largo pontificado. Paradójicamente, la sedia gestatoria nunca tuvo más razones que justificaran su uso que en los últimos años del quasi valetudinario Pontífice. A pesar de todo, la sedia no se recuperó.
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Que el Papa no es un primus inter pares jerárquico es dogma. Que lo que es supera en entidad, grado y dignidad a cualquier potestad eclesiástica, es claro y sólo lo dudan quienes son extraños en y para la Iglesia. En concordancia con estas verdades/realidades, los signos pontificios no deben ser, no pueden ser los mismos que los identificativos de la jerarquía común. La venerabilidad de un sacerdote u obispo se encumbra de manera sin par cuando se refiere y toca al Sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de la Iglesia.

Ninguno se ha sentido cómodo en la Sedia, ninguno ha llevado con agrado la tiara. Aunque el semblante aparezca recogido y el gesto sereno, cualquiera adivina la molesta mortificación de sentarse en la sedia gestaoria o de llevar la tiara en la cabeza. Pero es el "officium", y también un "ministrare": Servir de símoblo de la Iglesia y prestarse a ser venerado en cuanto figura y suma representación terrena de la Iglesia. Y la Iglesia necesita y quiere esa imagen.


Cuando me confieso "más papista que el Papa" me reconozco como uno de esos que enseñan lo que el Papa es y estarían dispuestos a recordarle al Papa lo que es. Al contrario de tantos que no entienden, no comprenden...o no quieren. Un síntoma doloroso para la Iglesia y para los creyentes católicos conscientes de nuestra catolicidad.

Y es triste ver que un mundo que vive tanto de signos se niegue a asumir los signos más propios de su identidad...a no ser que quiera desentenderse o apostatar de esa identidad.

El Estado de la Ciudad del Vaticano que celebra los 80 años de los Pactos de Letrán es una institución histórica, humana, pero no de hombres en cuanto representación de la Iglesia de Cristo y su Vicario. Por eso es más que un estado, por eso es Santa Sede. La que hoy se celebra y venera en la Liturgia Romana, no como reliquia del pasado sino como misterio de y en nuestro presente.
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Oremus!
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+T.

Es Carnaval

En casa contaban que el Carnaval se dejó de celebrar "antes del Movimiento". Esa datación cronológica era recurrente y salía a menudo en las conversaciones de mesa camilla y brasero, cuando mis tías, entre rosario y rosario, nos contaban cosas de su época feliz. Decían "antes del Movimiento" como una elipsis para no decir la Guerra, por no refrescar dolores ni evocar fantasmas. Así y todo, siempre se escapaban unos suspiros delatores, como brisas del alma y del tiempo que pasó pero dejando reserva de suspiros para los restos. Hasta el último suspiro.

Una cosa tuve clara: Que el Carnaval no era virtuoso, sino crapuloso. También concluí que hubo carnavales de distinto grado, de varia intensidad y efectos. Los que mis tías gozaron tuvieron que ser poco más o menos como una fiesta de cumpleaños de ahora, de esas que los padres hacen para sus crios, como una especie de ensayo de relaciones sociales. Fueron aquellos carnavales de casa decente, con buñuelos, chocolate, anís y ponche. Y mucho rigodón y sevillanas. Y a las doce de vuelta, como la Cenicienta.

Después supe más de carnavales, leyendo. En Cadiz por Carnavales nunca estuve. He estado antes y después del Carnaval, la semana antes o ya en Cuaresma, con rastros de papelillos y serpentinas por las calles y un tablado medio desmontado en la Plaza de San Antonio. El Carnaval de Cadiz es la sublimación de la pocavergüenza y el summum de la ordinariez más exquisita, chabacanería que se vuelve risa contagiosa irreprimible en cuanto se escucha el pito de una chirigota, como una carcajada guasona y socarrona a lo Pemán, gloria de "La eternamente vencedora".

De Jerez, al ladito de Cádiz pero en otro mundo, es el padre Coloma, que en Pequeñeces plantea un drama con presentación-nudo-desenlace entre Carnaval y Cuaresma, se puede decir. A mí me gusta leer Pequeñeces por Carnaval, porque leí el novelorio un año por carnavales, yo estudiante todavía. Y me hice adicto. Otra novela de Coloma se llama casi igual, "Solaces de un estudiante", y también sale el Carnaval. Y en una lectura recreativa, "El primer baile", también. Y en "La Gorriona", y unas estampas de Carnaval y Domingo de Piñata deliciosas en "Por un piojo". Tengo 2 obras completas del p. Coloma, una para leer yo y otra para prestar; pero no la presto por miedo a perderla; la otra, la primera que tuve y leí, es en casi una obrita que Coloma hubiera escrito con gusto (y no tiene final todavía, a saber), pero esto ya lo he contado, otro año, casi lo mismo.

De otros carnavales también tengo semblanza literaria, de lectura, que soy sujeto de mucho libro y poco mundo. Y como el carnaval es mundano, sospecho que soy quasi analfabeto carnavalista, a pesar de lo leído.

De Cuaresma se más.

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