domingo, 15 de marzo de 2009

Scrutator cordium Restaurator animae

Este año, en el Ciclo B del Leccionario Dominical, el IIIer. Domingo de Cuaresma se lee el pasaje de la expulsión de los mercaderes del Templo, según San Juan Jn 2, 13-25 . San Juan coloca la escena en el comienzo de la predicación del Señor, en la Pascua, precisando la cronología; en los Sinópticos el episodio antecede a la Pascua de su Pasión y Resurrección. Habitualmente, en este y otros casos, se prefiere seguir la cronología joánica, aceptada comunmente como más ajustada.
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Se escoge este Evangelio enmarcado en la Cuaresma por la significación "bautismal" del texto. Desde muy antiguo, la mistagogia bautismal alegorizaba a propósito: Como Cristo echa a los mercaderes, su gracia expulsa de nosotros al demonio y el pecado, dejando al catecúmeno apto y digno para ser templo del Espirítu Santo y miembro del Cuerpo de Cristo.

El pasaje es muy conocido, popular incluso. Y muy mal usado y abusado por cualquiera de esos que se engallan y claman contra "el mercado de la iglesia". Un tópico de todos los tiempos, con más o menos apoyatura, la mayoría de las veces malintecionados.

El Templo de Jerusalén en tiempos del Señor era tan admirable en formas como repelente en actos, por lo menos según nuestra sensibilidad actual. Cuando algunos fanáticos neo-judaicos hablan de la "restauración del templo" y de un "tercer templo", no tienen en cuenta (supongo) la extraña repugnancia que supondría para la mentalidad contemporánea (la de los propios judíos primeramente) un espectáculo constante de matanzas y sacrificios animales, más cerca de lo que hoy se entiende un matadero que de un templo. Pero ese fue el Templo y la actividad sacrificial que conoció Nuestro Señor en su Jerusalén, tan amada. Y el celo por la Casa de su Padre ciertamente le "devoraba" interiormente.

Pero he aquí que Él viene a instaurar e inaugurar en sí mismo un culto nuevo y definitivo, en "espíritu y verdad", con su Cuerpo y su Sangre. Él, su Persona, será un perenne Templo, imperecedero, inmortal; y al mismo tiempo, de manera inclusiva-exclusiva, Sacerdote, Hostia y Altar.
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Es interesantísimo leer en paralelo complementario y explicativo este pasaje de Jn 2, 13-25 junto con el de la Samaritana en el pozo de Jacob, Jn 4, 1-42 , que es el evangelio tradicional del Domingo 3º de Cuaresma, el "Domingo de la Samaritana". Siendo tan diferentes las dos escenas, las dos hablan del culto nuevo, y del templo. Y en las dos se trata expresamente del conocimiento interno, espiritual, que tuvo (que tiene) Jesús. A la Samaritana le descubre los vericuetos de su azarosa vida, le suscita el deseo de santidad, le infunde la fe; y el pasaje de la expulsión de los mercaderes termina hablando de la extraordinaria ciencia de Cristo: "...los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre."

Esa sabiduría es un atributo de Dios, proclamado en los Salmos, "Señor, tú me sondeas y me conoces..." Sal 139 . En cuanto fenómeno extraordinario de la vida espiritual, es un don concedido algunas veces a algunos Santos, dependiente en cierto sentido del don-carisma de profecia. Pero en Cristo alcanza una capacidad sin igual, siendo en Él una ciencia habitual, no una gracia infusa, gratis data y ocasional/temporal, como ocurre en los Santos.

En el caso de Cristo es Dios conociendo y escrutando a su criatura, el Redentor al pecador, viendo los fondos del alma, los secretos del corazón. Y excitando en ellos la gracia, la conversión.

Aunque no directamente, en esa afirmación del Evangelista hay una alusión a Judas Iscariote, cuya traición supo y conoció Jesús desde el primer momento de su incubación. Y hasta antes que el mismo traidor. San Juan es tremendo cuando señala y desenmascara a Judas, passim, por todo su Evangelio.


A mí me serena saber que me entiende y comprende porque me ama desde el primer instante de mi ser, incluso antes; que me lee el espíritu, que sabe mi alma, que conoce mi corazón. Y mis cosas, y mis sueños, y mis pecados, y mis debilidades, y mis miedos, mis ansias, penas, gozos, circunstancias y eventualidades. Todo lo mio, hasta lo que yo no se ni nunca sabré de mí. No tengo que explicarme, no tengo que contarme, tampoco justificarme: Él lo sabe todo!

...Y Él sabe que le quiero. Y que quiero quererle. Y que quiero querer quererle. Y que mi temor es no quererle, no amarle, no sentirle, no desearle.

Mi Cristo, mi amor, mi todo: ¡Mi Dios y mi Señor!

+T.