martes, 30 de octubre de 2007

Un cuento (incompleto) de Otoño


Ya las mañanas eran frescas, y había que salir con algo de abrigo. A las siete clareaba, con los gallos cantando en los corrales y algunos perros ladrando a lo lejos, que parecía que se escuchaban más porque el frio hace más silencio de fondo, y empezaba a notarse el frío.

Cuando fué a arrancar el coche, tuvo que repetir cuatro o cinco veces, porque la batería no iba a la primera. Los faros redondos del viejo Volkswagen, el primero y el único del pueblo, se encendieron poco a poco, con una luz amarillenta, tan perezosa como la mañana. Los cristales de las ventanillas y el parabrisas se empañaron nada más salir de la cochera; al bajar un poco el cristal, el aire frío se coló dentro con el olor de la retama que quemaban en el horno de la tahona de Dámaso.

Camino de la estación, vió el humo de los boliches encendidos en la cuesta; Manuel el cisquero y uno de sus hijos cargaban unos sacos de picón sobre dos borricos, y junto al chozo había dos montones de carbón.

Tomó un café con leche y una torta de aceite, con la copita de coñac que le sirvió Melitón sin pedírsela, mientras leía por encima el Abc, en la cantina de la estación. Al salir se caló la mascota y se subió el cuello de la gabardina. Fuera se había levantado una neblina que daba más sensación de frio. Recogió a los chiquillos en el andén; venían medio dormidos, la niña en brazos de la tata, que parecía más vieja con la toquilla que traía echada sobre la cabeza, tapando con un pico a la pequeña.

Al entrar con el coche por el corralón de atrás esperaron a que salieran Juan el Moreno y uno de los mozos, que llevaban una yunta de mulos a la herrería. En la cocina habían encendido la chimenea baja, y ya tenían los tazones puestos en la mesa, esperando el chocolate que se hacía en la hornilla. Olía a pan tostado y café.

Las mujeres entraron todas corriendo al oir a los niños, que echaron a correr abrazándose al cuello de las tías, que se los comían a besos.

En la calle, el de los calentitos pregonaba con su vocecilla ladina: ¡¡¡Caleeeen...titooo...calieeeenteeees...!!! Y los niños pidieron y una de las muchachas salió a comprar unas ruedas.

Cuando acabaron de desayunar, ya eran casi las nueve. En la torre tocaba el último para la Misa, y los mayores se fueron a la Iglesia. Las tatas se llevaron a los niños a la huerta alta, a cojer granadas

En el salón habían encedido el primer brasero, y toda la casa olía a alhucema, desde el zaguán al patio.

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