jueves, 7 de abril de 2011

Los escrúpulos (o el caso de Mirita la Papela)


Para ambientar la Cuaresma con mica salis y pimienta, ahí va esta anécdota que recuerdo todos los años en cuanto toca la abstinencia cuaresmal. Léanla in spíritu hilaritatis, pero sin perder el tiento.

Pues érase una Cuaresma, en un pueblo, una salerosa parroquia andaluza con todas sus propiedades (almas y cosas), como cualquier otra. Y eran tiempos católicos, pre-conciliares, sin dudas ni aventuras, con la fe ferviente e íntegra y un buen ambiente general, robusta salud espiritual y buen estado moral de la feligresía.

Ni que decir tiene que la susodicha parroquia contaba con su beatería, de diverso nivel, ya se sabe: Beatas de mantilla de blonda de seda, beatas de velo de espuma, beatas de velo tupido y beatas de pañolón; todos negros, of course, menos los de las mocitas, las niñas y las pollitas, que lo usaban blanco.

Me contaron que la protagonista del casual estaba en esa edad de la mocedad pasante, que no era solterona pero amagaba quedarse en el poyetón, que tenía buena fama y buen juicio, pero que le faltaba un hervor (o dos) para arribar a la sazón. Se llamaba Ramira, como su abuela, pero familiarmente era Mirita, la Mirita, más completamente Mirita la del Penco (el Penco era su abuelo paterno).

Había empezado la Cuaresma y los pudientes habían tomado la bula, para poder permitirse las facilidades de la abstinencia, las mitigaciones del ayuno y la casuística de las promiscuidades; todo eso que Roma concedió generosamente cuando en España se guerreaba la Cruzada contra el moro infiel, pero que luego se perpetuó cómodo privilegio más allá de la Toma de Granada. Como iba diciendo, la Bula de la Santa Cruzada aligeraba sustancialmente los rigores de la dieta Cuaresmal para quienes podía adquirir la cedulilla correspondiente. Los pobres que no podían lucraban los beneficios de la Bula sin tener que pagar; pero quedaba esa numerosa plebe que ni era pudiente ni tampoco pobre, obligados a bregar con los pormenores de la dieta cuaresmeña, que les complicaba la conciencia, si tenían conciencia sensible y activa.

Y Ramira, la Mirita, la tenía; una conciencia muy viva, despabilada, bien formada, y - como toda buena beata que se precie - con un punto de escrúpulo según que materia. Por ejemplo, tocante al pudor modoso y el vestir, Mirita era rigurosa: Ni un descote, ni una merma en la falda, las mangas hasta la muñeca, y en verano manguitos; los zapatos de medio tacón, las medias espesitas y sin costura, el talle holgadito, el refajo recio, con ballenas y enterizo hasta el sobaco.

Para las cosas de la lengua, no era tan rigurosa y perdía un poco la conciencia cuando se le iba el músculo bucal campando suelto por críticas y recríticas. Que decía Mirita que eso no era pecar, que era sólo llevar la cuenta de lo que había y se hacía, que no era calumnia, ni pulla envidiosa, sino sólo una 'ratafero' (un relata refero, quería decir ella), sin poner ni un pum ni un pom, ni insultaba, ni mentía, ni rebajaba la fama de nadie.

En Cuaresma le atacaba un escrúpulo especial, por lo del ayuno y la abstinencia: ¿Qué es colación y cuánta colación y cuándo la colación? Esto es, qué comida del día había de tenerse por colación, cuánto pan migado en el café era justo y necesario para que la colación no pasara de ser colación, a qué hora justa había de tomarse, si una colación frugal se podía unir a otra sin dejar de serlo, o si se podía tomar una doble colación. Y esas cosas.

Lo de la abstinencia de carne era una briega fuerte. Una mujer como la Mirita, que guisaba para cinco hombretones (sus hermanos), dos mujeronas (sus hermanas), el padre (que gastaba un arco de panza con 20 botones entre la pretina y la portañuela) y la chacha Consuelo, que no tenía dientes pero estaba el dia entero rumiando como los bueyes. Menos su madre, que era canija como una caña y de poco comer, en casa de Perico el Penco comían como mastines. La misma Mirita, que era tipo bambú, como su madre, comía como un sabañón, con el agravante de que le gustaba todo todito todo, animal, vegetal y mineral. Una boquita de piñón y un estómago de acero.


Por eso, cuando ponía el cocido a la lumbre y le iba echando la tajada de magro, las costillas, el tocino de veta y las morcillas, la pobre Ramirita sufría lo que no se imagina el mundo, tentada por la carne, la carne del cocido. Y la pringá, ¡ay la pringá! La tentación era tanta, que en Cuaresma no aparecía por el comedor y se tomaba su pucherito de legumbres en el cuartillo de labor, donde cosían y bordaban y planchaban. Allí, entre hilos, madejas, lienzo moreno y crudillo, echaba una servilleta por encima de una azafate, y se montaba su mesa cuaresmal: El potajito de legumbres (a saber: lunes-habas, martes-garbanzos, miércoles-chícharos y jueves-lentejas); los viernes, acelgas; los sábados arroz con habas, y los domingos, arroz con alcauciles). Y un café migado por la mañana, y por la noche media rosca con un huevo duro y un arenque. Así la Cuaresma entera, hasta el Sábado de Gloria, que rompía los rigores con los primeros tiros de los 'Júas'.

Pues sucedió que tuvo que comprar una pella de manteca colorá, con todos sus avíos, en la tienda de Basilito el Nardo, que hacía la mejor manteca del pueblo, que daba gloria verla en su lata redonda, con la paletilla de madera asomando el rabo. ¡Y un olor! El olor se le metió a la Mirita en el hipotálamo nervioso, y tres horas después de comprar la manteca colorá (que era para su hermano Juan y el novio de su hermana Magdalena, que estaban destroncando olivos y necesitaban - eso decía su madre - una consistencia en el almuerzo), tres horas luego de ponerla en el tazón y meterla en la esportilla, todavía sentía el olorcillo sabroso en la nariz, en la punta de los dedos, y hasta en la pechera y el bajo del delantal que llevaba puesto.

¿Y me voy a condenar por la manteca? Se decía. Porque en la alacena había quedado la mitad de la compra, para la mañana siguiente. ¡Ay, qué tentación! ¡Esa manteca! Todo el día, que era Viernes, anduvo así. Hasta se metió un diente de ajo en la nariz, a ver si perdía el olor. Pero con el ajo fue peor.

Eran las cinco y media de la tarde, recien terminado que se hubo la merienda (dos higos pasas y una mandarina con un coscorroncito de pan duro). Y cuando estaba arreglándose para irse al rosario, entonces pasó aquello, aquel retortijón doble, un imprevisto al que siguió el correspondiente acto concomitante, con asalto de escrúpulo y amago de ataque de nervios. Se recompuso como bien atinó, se echó el velo en la cabeza, y salió despavorida la cuesta arriba, para la Iglesia.

- ¿Su permiso, Don Gabriel?

- Buenas tardes nos de Dios; pasa, pasa...

- ¡Ay Don Gabriel! ¡Ay qué disgusto más grande! ¡Ay que me va a dar algo!

- Bueno, bueno está, venga con esos nervios, venga ya Ramirita, que no será pa tanto...

- ¡Ay Don Gabrié! ¡Que sí, que sí! ¡Que he roto la Cuaresma!

- ¿Tú solita, o con la ayuda de alguien?...

- ¡Ay Don Gabrié! ¡Qué ánimo tiene usté! ¡Por Dios bendito, que vengo azufraíta!

- Ea, pues vete al confesonario, que ahora voy yo. Venga, venga...


- ¡Dios se lo pague a usté, Don Gabrié! ¡Ay Don Grabié!


 
Don Gabriel, el cura, conocía a Ramirita la del Penco desde que la parieron, porque a la tres horas de haber nacido se la presentaron en la Parroquia para que la bautizara: Ramira María del Rosario Vicenta Carrillón y Cueto, hija de Pedro y Juana María. Y también conoció a sus abuelos, los de padre y los de madre. Y es que Don Gabriel - decía el boticario, que eran un guasón - llegó a la villa con los fenicios, y se conocía el árbol genealógico del pueblo entero, con el particular de vicios y virtudes de cada casa y parentela. Por eso conocía bien a la Mirita y sus cosas, que en lo de los escrúpulos salía a su tia abuela, Vicenta la del Dorro, una beata de moño y peinecillo que atormentó con sus escrúpulos al paciente confesor. Las almas son así, pensaba Don Gabriel, y Dios sabe (y el demonio algo sabrá también) el por qué de esas ansiedades escrupulosas, ¡el Señor nos libre!

Se sentó Don Gabriel en el confesonario, corrió la cortinilla y abrió la rejilla:

- ¡Ejem¡

- Ave María Purísima...

- Sin pecado concebida...

- Ay, padre!

- ¿Qué pasa, hija; que ha pasado?

- Ay, padre, que he cometido un pecado muy grande, muy grande, siendo Cuaresma, como es, y Viernes; que yo nunca he faltado de obra (de pensamiento sí, pero venciendo el deseo, padre, como usted sabe), ¡ay! Pero esta tarde, esta tarde, padre...¡ay! La carne, padre, la carne...Que estaba yo en el retrete...

-¡Jesús, Ramira! ¿Qué dices, criatura, qué has hecho? ¡Ay, Ramira, Ramiraaaaa!

- La carne de la abstinencia, padre, me refiero, no la otra carne, no se figure usted lo que no ha sido, que no es de eso, padre, que no es eso. Pero lo mismo da, que es un pecado grave, que yo en mi vida he faltado al mandamiento de la Santa Madre Iglesia, y esta tarde, esta tarde, en el retrete...¡Ay Don Gabrié, que se me infunde una vergüenza que no puedo soltar palabra! ¡Ay qué apuro, mire usté!

- Niña, Ramirita, suelta ya la bola, hija, y acaba, que tiene que empezar el rosario, que están dando el tercero en el esquilón, ¿no oyes? Venga y termina lo que tengas que decir, échale valor, hija, ten confianza.

- Pues eso, padre, que entré en el retrete, para mis necesidades, y...y...y...¡que he pecado contra la abstinencia!

- ¿En el retrete, niña?... ¿Qué hiciste?

- ¡Ay, padre, ay!...que...que...queee
...mmm...mmm...¡Que me he limpiado el culo con el papel de la manteca colorá!¿Cómo? ¿Qué has dicho? Más alto, Ramira, que no me he enterado...

- ¡Ay!...¡Que me limpié el culo con el papel de la manteca colorá!!

Don Gabriel se quedó un segundo, un momento, estático, los ojos abiertos y la boca. Hasta que se le fue aflojando el rictus y rompió en una risa congestiva, irreprimible, que puso a temblar las maderas del confesonario.

- ¡Pajolera Ramirita! ¡Anda, anda, que vas a rematar como tu tia Vicenta, so pava! ¡Mira que la ocurrencia! ¡Y el pecado! Vamos que esto es para escribirlo en el repertorio de los casos de conciencia del manual de confesores. ¡Cuidado con la Ramira y su pecado de abstinencia! Si es que tú no estás cabal, hija mía, tú tienes algo en la cocotera...
Pues mira, ¿sabes lo que te digo? que te impongo de penitencia que cuentes lo del papel de la manteca, pa que tó el pueblo se entere de lo tonta que eres, Mirita.

- ¡Ay, Don Gabrié! ¡Ay, eso no! ¡Ay, eso no! ¡Que yo me muero de vergüenza, Don Gabrié! ¡Por Dios, Don Gabrié!...¿Y entonces, no es pecado?

- ¿Qué?

- ...lo del papel

- ¡Papel el que te voy a dar como vengas otra vez con esa paparrucha, so tonta, que vas a rematar tonta de paga!
Anda, anda y reza de penitencia un Credo a San José, a ver si te manda el talento que te falta, Ramirita. ¡Jesús qué cosas tienen estas mujeres!

- ¡Ay Don Gabrié, Dios se lo pague a usted! ¡Y usted perdone, Don Gabrié!

- Anda, anda...


Pero lo del papel se supo, no se sabe cómo. Dicen - pero es rumor sin confirmar - que fue el sacristanillo, el monaguillo mayor que estaba aquella tarde barnizando la barandilla del baptisterio, y que pegó el oído y se enteró (sin querer) del pecado del papel de la manteca. Y se fue muerto de risa y se lo contó a Basilito el Nardo, el de la tienda, el que hacía la manteca. Y aquella misma noche el caso del papel corrió de casa en casa por Castivieja del Sotillo, divirtiendo la velada de toda la vencidad.

La pobrecilla anduvo dos días que no se le quitaban los colores de la cara; por las esquinas, los chiquillos le decían: - ¡Ramirita, la papela! Y se le quedó el mote: 'Mirita la papela'.


Se cuenta también que su padre le dijo:

-¡So loca! ¡Que vas a caer mala de los nervios, con tanta tontería! Si en lo de comer, cuando hay de comer, no hay pecado como no sea que se pierda el sentío, que eso me lo dijo a mí el pater del cuartel, cuando hice la mili en Tetuán, y no me s'olvida (sic).

Pero cuando llegó el Sábado de Gloria, Perico le regaló a la niña una orza de manteca colorá que encargó en cá Basilito el Nardo. La Mirita se azoró, y decía que no, que para ella se terminó el gusto por la manteca, que ya no probaba más ni un chicharrón. Desde luego, lo decía con la boca chica, porque lo cierto fue que estuvo toda la Pascua Florida entretenida y mantenida con la orza de la manteca, tan rica.

Ya dije que el mote de la papela se le quedó. Y la anécdota pasó a ser ejemplo muy usado en la catequesis, cuando las beatas enseñaban los Cinco Mandamientos de la Santa Madre Iglesia a los chiquillos que iban a hacer la Primera Comunión. Cuando explicaban el 4º, 'Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia', contaban el caso del papel de la manteca. Sin nombrar a la Mirita (detalle que no hacía falta porque aquello se sabía en todo el pueblo, como es natural).

n.b. Conste que la historia es real, fidedigna, garantizada. Y que sólo he cambiado nombres de personas y lugares para despistar.

*** Para los que no sepan qué es, lean: Manteca Colorá


+T.