viernes, 12 de octubre de 2007

Armenios


Los hubo en Sevilla, como en cualquier gran ciudad; en Cádiz dejaron un rastro precioso, en la Capilla del Nazareno del Convento de Santa María, que forraron con paños de azulejos de Delft con inscripciones en armenio, y una preciosa pila benditera con su dedicatoria armenia. Una presea digna del Señor que allí se venera en esa Imagen de enigmáticos rasgos que sería tan del gusto de aquellos Zúcares armenios.


Están timbrados con la gloria de haber sido la primera nación que se convirtió al Cristianismo, con su rey Tiridates (Dertad) y la misión de San Gregorio el Iluminador, a comienzos del siglo IV. Quizá también por esa gloria hayan pagado luego el precio en sangre de la persecución, la dispersión y el martirio, como un signo providencial de elección.

Deberían haber desparecido como los pueblos y culturas de su entorno, absorbidas por persas y otomanos, pero han sobrevivido, anclados en torno al Ararat y dispersos como simiente al viento por todo el mundo.

Casi un siglo después de la inmensa persecución y masacre sufrida en Turquía, todavía están clamando un reconocimiento que se les concede con parsimonia y con polémica, quizá porque les ha faltado la fortuna de los medios y la publicidad de una causa.

Se han mantenido fervorosamente fieles a la Fe, y su Katholikós es casi su rey, y más que un rey.
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En Roma tienen Jerarquía Católica; me gustaba ir a su iglesita de San Biagio degli Armeni, en la Via Giulia, los 3 de Febrero por la fiesta de San Blas.

En Jerusalén son una de las Iglesias históricas presentes en la Ciudad Santa. La primera vez que entré en la Basílica del Santo Sepulcro, los sacerdotes de la comunidad de Rito Armenio celebraban su liturgia vespertina haciendo estación en la Piedra de la Unción. A pesar de la lengua, reconocí emocionado el fragmento de los Santos Evangelios con la escena de las Miróforas, lo estaban cantando mientras incensaban y besaban la Sagrada Losa.
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Por mis hermanos de Fe, la única Fe Salvadora, yo también reclamo que se les reconozca su martirio como pueblo, la sangre derramada de su nación, el genocidio perpetrado y silenciado.


Por mis hermanos los armenios.



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Cristophori ossa et cíneres


Como cada 12 de Octubre desde el año que volvieron a Sevilla, después de la Misa Capitular, una procesión de canónigos en hábito coral presidida por la Dignidad celebrante, irá desde la Capilla del Altar Mayor de nuestra Catedral Metropolitana a la cabecera del brazo izquierdo del crucero, delante mismo de la Puerta del Príncipe, entre las capillas de la Piedad de Alejo Fernández y la de La Gamba de Luís de Vargas, frente al colosal San Cristobal de Pérez de Alesio y la portadilla lateral de la Capilla de Ntrª Srª de la Antigua.

Allí mismo harán estación para rezar reponso ante el cenotafio monumental de Don Cristóforo Colombo, el navegante, el descubridor de las Indias Occidentales, el Almirante de la Mar Océana. Después del Cabildo Catedral, el Ayuntamiento de la Ciudad bajo mazas, el Ilustre Cuerpo Diplomático Consular, las representaciones de las Reales Academias y otras insignes instituciones hispalenses, rendirán homenaje y depositarán coronas en el monumento.

La ocasión es magna, pero la ceremonia íntima, con esa nobilísima discreción con que las grandes naves y el silencio catedralicio revisten cualquier acto que en su espacio sagrado se celebre. La trompetería de los órganos dobles del Coro sonará con fanfarrias sacras al compás de las voces de los sochantres. El arcoiris de las vidrieras pondrá azul de mar y verde de vida, rojo de ardor y amarillo de gloria al espectro de rayos que desde las bóvedas ojivales bajarán en haces de rayos hasta besar el pavimento con colores de etérea sutileza. Como todas las mañanas sevillanas, sin apenas distinción, sóla la marcada por las rúbricas de la Fiesta del dia.

Sevilla siempre supo que cuando volvía de Cuba, volvía Colón. La polémica la pusieron los de las Antillas que se quedaron sin su Descubridor, huérfanas sin la presencia de los restos mortales del patriarca de todas aquellas patrias de su descubrimiento, ese "Almirante Viejo" que rezan las crónicas de las remociones y traslaciones de sus huesos.

Según algunos que saben del caso, nunca salieron de Sevilla y se quedaron en su Cartuja, tan querida por el Almirante; o se fueron al ultramar algunos huesos suyos, pero no todos los que eran suyos, que descansarían en promíscuo abrazo de tumba con otros restos de los suyos, sus hijos, sus parientes.

Cuando han querido certificar la autenticidad de ese valioso documento mortal - ossa et cíneres - colombino, la esperada conclusión, como ya la sabía Sevilla, se recibió como recibe Sevilla las cosas de Sevilla, con Catedral, ceremonia, y apenas eco.
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Era un designio marcado por esas coordenadas: La Virgen de la Antigua, la primera advocación que llegó a las Nuevas Indias y la que tituló su primera Diócesis; y enfrente el gigante San Cristóbal con el Niño que lleva un Orbe en su manita; y en el centro los cuatro reyes de armas con los emblemas de Castilla, León, Aragón y Navarra (hay una Granada abierta en la esquina de la peana) que portan en procesión que no acaba el catafalco de Colón.


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