jueves, 22 de mayo de 2008

Saber

Yo no sabía qué decía ni qué rezaba cuando cantaba, pero cantaba sabiedo que rezaba, que alababa, que adoraba.

Primero fue la melodía con unas cuantas sílabas captadas al vuelo, apenas unas rimas que tenían sentido porque tenían origen. Las aprendí por tangencia, por contacto, codo a codo, en el mismo banco, de rodillas todos, los que cantaban sabiendo y yo que empezaba a saber cantando. Todos creyendo, todos adorando.

Sobrevaloraba entonces lo que ellos sabían. Como eran mayores, suponía que entendían lo que cantaban. Luego supe que la distancia entre mi ciencia y la suya no era tanta. Ellos, ellas, pronunciaban mejor, pero entendián casi lo mismo.

La admiración fue mayor y mayor el asombro cuando entendí que aunque supieran todo y todo su significado, al final creían igual, con la misma fe necesaria para todos, se supiera la letra o no se supiera. También descubrí que con cinco o seis años el Misterio es más facil, más cercano, más comprensible y menos discutible, más fascinante. Y sin preguntas.

De niños somos muy scotistas. El silogismo del "potuit, decuit, ergo fecit" se aplica con universal coherencia lógica.

Pero es así cuando se cree. Se cree y sobra todo lo demás: Sola fides sufficit!

Y afirmando con corazón tan sincero como el de un niño de cinco años que empieza a balbucear tarareando el Pangelingua y el Tantumergo sin entender pero sabiendo, creyendo y adorando.
También amando, con una conciencia muy cierta de que es Él y Él está porque puede y quiere y está.


In eadem fide custodia et adauge!

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