miércoles, 5 de octubre de 2011

Gratias agens et benedicens



Gratias agens, así estoy, porque es justo y necesario, quoniam misericordia Eius in saecula et veritas Domini manet in aeternum, que levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre para sentarlo entre los príncipes de su reino.



Los Príncipes entronizados son los Ángeles, ministros de la gloria del Señor. Cuando un hombre mortal, un pecador hijo de pecadores, es ordenado sacerdos in aeternum, se le eleva a esa altura para que ministre los Misterios del Hijo del Altísimo, gracia la más alta que se confiere en la Tierra.

Antes, los antiguos, como guardaban la fe que rezaban, recalcaban que tal gracia no la gozaban ni los Ángeles, siendo ángeles. Pero los hombres, por gracia del Hijo del Hombre, sí.

Y desde la institución del Sacramento, los hombres llamados por Cristo dicen las palabras de Cristo, hablan por Cristo, le dan su voz, lengua y palabra al Verbo Eterno para que el que se hizo Carne por nosotros actualice en el Altar su sacrificio y nos dé en Comunión su Cuerpo y su Sangre, ¡oh misterio!


Quantum potes, tantum aude
Quia major omni laude,
Nec laudáre súfficis.


Y yo lo sé y no sé qué decir, qué decirle, qué cantarle, qué rezarle, qué ofrecerle que sea digno, qué rendirle, qué llevarle al Altar cuando me acerco con temores y temblores recitando que voy ad altare Dei, ad Deum qui letificat iuventutem meam, que alegró mi juventud y que refresca mi alma con brisas celestes que son aires de eternidad, cuando voy a su Altar, el Altar del Dios que es mi alegría.

No sé cuántos años hace que rezo el soneto de Lope, el Lope de Vega sacerdote; quizá lo llevo rezando los mismos años que cumplo de ordenado, pero no recuerdo ahora el día que empecé a rezarlo como un estrambote, pianíssimo, a las oraciones de rúbrica:


Cuando en mis manos, Rey Eterno, os miro
y la Cándida Víctima levanto
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.

Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto,
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con dolor suspiro.

Volved los ojos a mirarme, humanos,
que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos.

No sean tantas las miserias nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
Vos le dejeis de las divinas vuestras.


Con el tiempo he ido descubriendo detalles del soneto, ajustado a la forma de la liturgia antigua, a la Misa venerabilísima que era la que Lope (¡y todos!) celebraba. Por ejemplo esos versos que marcan la primera adoración del sacerdote genuflexo y luego la elevación de la Hostia Santa. Detalles sacerdotales, como decía.

Si puse de entrada el arranque del Te Deum de Lully, que me gusta tanto, tan fanfarrioso y exultante, concluyo con su final, con los versos más templados del final, suplicantes, como un trémolo de temor sacerdotal, como los versos del terceto final del soneto de Lope:


Dignare, Domine, die isto
sine peccato nos custodire.
Miserere nostri, Domine,
miserere nostri.

Fiat misericordia tua, Domine, super nos,
quem ad modum speravimus in te.
In te, Domine, speravi:
non confundar in aeternum.






Ex Voto in aniv. XXVI



+T.