domingo, 1 de marzo de 2009

Las Tentaciones

Los que rezan el Breviario saben que durante toda la Cuaresma, hasta el Jueves Santo, la antífona del Invitatorio dice: "Venid, adoremos a Cristo, el Señor, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió". Es una oración-exhortación que sintetiza en una confesión/proclamación cristocéntrica el sentido de la Cuaresma.
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Conviene que se aprecie cómo la tentación está integrada en el Misterio de Cristo, que es uno de los "pasos" de su Vita, y es por eso parte del Misterium Salutis. Cuando enseñó a rezar el Padrenuestro, Él mismo incluirá la petición última como un eco a posteriori de esta escena, que es el Evangelio de cada 1er. Domingo de Cuaresma.

Este año (ciclo B del Leccionario Dominical) la secuencia es la más breve, de San Marcos Mc 1, 12 ss. (los paralelos en Mt. 4, 1-11 y Lc. 4, 1-13). Sin explicitar la forma o el contenido de las tentaciones diabólicas, destaca la soledad del Señor durante los 40 días y el ministerio de los Ángeles. Siempre se debiera recordar que es un Evangelio especial, el único que no ocurre ante testigos humanos, y que sólo el Señor pudo contar a los Apóstoles, de ahí su singular valor.

De muchas maneras se puede glosar, pero hay que destacar la victoria-poder de Cristo sobre el tentador. En un escenario y condiciones adversas, desde la primera tentación de los padres en el Edén, un hombre se enfrenta personalmente al diablo y le pone en fuga. Es el comienzo del fin del imperio de la tentación y la caída.

Pero el Cristo del desierto y las tentaciones es todo lo contrario a la imagen de potencia y fuerza que se podría esperar. En vez de un dominante coloso, Jesús es un orante y ayunante, humilde y sólo, macilento por la penitencia y el rigor de una cuarentena de extremada ascética.

El Verbo se ha hecho hombre con todas las consecuencias y, aunque es Dios encarnado, somete a su cuerpo y lo sujeta a la privación. Sin embargo la debilidad de una naturaleza necesitada no le deja inerme ante la tentación, porque la voluntad del alma humana está unida sustancialmente a la Voluntad del Omnipotente, Uno y el mismo en Cristo. Es una constante en todo el Misterio, pautado desde la Encarnación: La fuerza de Dios se revela en y desde la humildad de la carne, latente pero actuante, siempre venciendo al pecado y sus consecuencias, desde la tentación insidiosa a la enfermedad, la ofuscación o la muerte, todos los males que atormentan y esclavizan a los hombres. Y Cristo entre ellos, siendo a la vez Siervo Sufriente y Enmanuel, Mesias, Hijo de Dios, Salvador.

El desierto que fue el lugar de las tentaciones (el diablo probando, queriendo saber quién y qué es Cristo, a quien no conoce plenamente pero a quien ya teme) sería después el sitio de los penitentes. Es frecuente ver por toda la montaña del desierto de Judea cuevas, refugios, pequeños eremitorios, conventos y monasterios, lugares donde los cristianos, desde el siglo IV, intentaron imitar al Señor. El áspero lugar de la tentación se convirtió en la geografía de la ascética, el vencimiento, la oración y la santidad.

Desde Jericó, antes de empezar la subida por el camino que atraviesa la yerma montaña, se contempla el Monte de las Tentaciones, con un monasterio greco-ortodoxo encaramado en su cumbre, casi inaccesible. Ya en plena montaña, por la carretera que serpentea en dirección a Betania y Betfagé, a un lado del camino, se ven otros conventos asentados sobre despeñaderos y riscos, un espectáculo visual. Parece que los eremitas buscaron una especie de más difícil todavía, o más lejos, más separado, más desprendido, más remoto.
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La tentación ocurre en un "lugar" muy especial, en la frontera entre el alma y el cuerpo. No hay pecado en el que el cuerpo no intervenga, sea el propio o el ajeno o ambos, pero la tentación empieza en la mente y se dirime en el alma, luego, si se hace acto, se exterioriza y vuelve al alma afectándola ya como pecado. La sabiduría (que es gracia) del penitente implica al cuerpo en su reacción-lucha contra la tentación, y procura someterlo con vigilias y disciplina, con austeridades y abstenciones. Pero antes, primeramente, busca a Dios y le pide auxilio:

"Levanto mis ojos a los montes,
¿de dónde me vendrá el auxlio?
¡El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra!" Sal 121

Es el salmo de la vigilancia. En él se nombra al que "no duerme ni reposa", que es "El Guardián de Israel". Desde la primera luz que se encendió sobre la tiniebla, vela por nosotros, sin cansancio, siempre atento, vigilante. Guardián de las almas, de cada corazón, celoso de todo hombre, de todas sus horas. Nada ignora, todo lo sabe, atiende a todo, a todos escucha, cada palabra, cada lamento, cada suspiro, cada risa; también conoce lo que oculta el corazón, lo que no sale a la lengua, ni siquiera al pensamiento.

En la vida de los penitentes todo se hace oración y ofrenda, ya sea el dolor, ya el contento, el recuerdo o la expectación. Como una ermita sobre un precipicio, el alma se reconoce santuario en el cuerpo y en medio del mundo, y levanta sus potencias al Altísimo cuando la tentación asedia. Y siempre, mientras se viva, es tiempo posible de tentación. Y de gracia para vencerla.

La noche de su Pasión, el Señor dijo a sus discípulos: "...No temais: Yo he vencido al mundo" Jn 16, 33. El que sabía de desiertos de tentación se había constituído con su propia gracia y poder en Maestro de victoria. El cúlmen lo iba a realizar entregándose al Sacrificio de la Cruz, cumbre de amor y cátedra de una nueva Sabiduría que se revelaba a los hombres para que supieran y pudieran vencer. Por Él y con Él.

¡Venid, adoremos a Cristo el Señor, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió! (y para nosotros venció).

+T.

1 comentario:

eligelavida dijo...

San Agustín dice: "Cristo ha vencido la tentación en ti y por ti".