Esta mañana, en el Oficio de Lectura, se leía este fragmento del Deuteronomio 1, 3-7:
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El año cuarenta, el día uno del undécimo mes, habló Moisés a los israelitas exponiendo todo cuanto Yahveh la había mandado respecto a ellos.
Después de batir a Sijón, rey de los amorreos, que moraba en Jesbón, y a Og, rey de Basán, que moraba en Astarot y en Edreí,
al otro lado del Jordán, en el país de Moab, decidió Moisés promulgar esta Ley. Dijo:
Yahveh, nuestro Dios, nos habló así en el Horeb: «Ya habéis estado bastante tiempo en esta montaña.
¡En marcha!, partid y entrad en la montaña de los amorreos, y donde todos sus vecinos de la Arabá, la Montaña, la Tierra Baja, el Négueb y la costa del mar; en la tierra de Canaán y el Líbano, hasta el río grande, el río Eufrates.
Después de batir a Sijón, rey de los amorreos, que moraba en Jesbón, y a Og, rey de Basán, que moraba en Astarot y en Edreí,
al otro lado del Jordán, en el país de Moab, decidió Moisés promulgar esta Ley. Dijo:
Yahveh, nuestro Dios, nos habló así en el Horeb: «Ya habéis estado bastante tiempo en esta montaña.
¡En marcha!, partid y entrad en la montaña de los amorreos, y donde todos sus vecinos de la Arabá, la Montaña, la Tierra Baja, el Négueb y la costa del mar; en la tierra de Canaán y el Líbano, hasta el río grande, el río Eufrates.
Nada más empezar a leer me rebrota este tema recurrente: Esa geografía Sagrada, la de la Tierra Santa, sigue siendo actual, trazando las terribles coordenadas donde sangre de hombres de ahora renueva la de Abel, mientras otros perpetúan la vocación de Caín.
La gravedad añadida es que todo eso ocurre ahora, en el siglo XXI. Con el pasado marcando nuestras espaldas, somos los herederos del siglo precedente, el de las dos guerras mundiales, el siglo más traumáticamente belicista y mortífero de todos los siglos. Desde que se intentan paces mundiales después de probar que una guerra, a estas alturas de la historia, termina siendo algo que acaba implicando al mundo entero, parece como si lo peor de la guerra, como una cultura activa, se hubiera instalado en esas coordenadas que comprenden la geografía de la Biblia, entre el Sinaí y el Aram de los Patriarcas; desde el Egipto a la Babilonia mil veces citados en los versículos santos.
Los autores de esta guerra en suelo bíblico, son en parte los mismos que combatían en el Creciente Fertil desde el despuntar de la civilización agrícola, la que pasa de la piedra a la arcilla, y del bronce al hierro. Ese paso jalonado de la cultura que formará en torno al Mediterráneo, madre del Occidente actual, se mide estrato a estrato, debajo del suelo hoyado sin cesar por guerras, unas tras otras, hasta el presente.
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Las profecías están tan frescas como la sangre, siempre nueva. Ya sean trenos terribles, elegías, maldiciones o cantos de esperanza que mantienen misteriosamente activa la Palabra, como una secuencia reactualizada violentamente por el pecado de los hombres, los de entonces, de hace siglos, y los de ahora, los que disparan morteros y cohetes en los mismos sitios donde pelearon con carros y espadas de bronce.
Ningún día sin Caín, cada tarde con su Abel.
Pero también con algo nuevo, que es Testamento Eterno:"... sanguinem aspersionis, melius loquentem quam Abel..." Hb, 12,24. Como un grano sínapis Mt 13,31, también ha sido plantada en esa Tierra que no es de muerte, sino de Salvación.
+T.
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