miércoles, 11 de abril de 2007

Cordero Pascual

Algunas de las más felices mañanas de nuestra infancia, las vivimos mis hermanos y yo cada Domingo de Resurrección: Era como una mañana de Reyes, pero con borrego.

A eso de las siete y media o las ocho, pegaban en el portón de la calle y dejaban en el zaguán un corderito atado, regalo de Pascua de un amigo de mi padre, ganadero, que cada año tenía ese detalle con nosotros.

En teoría, el borrego era para engordarlo y matarlo en verano, para la Virgen; pero mientras llegaba su día, se convertía durante cuatro o cinco meses en la mascota de la casa. Ya la mañana de Resurrección, recién llegado, se le ponía al cuello un lazo colorado con un cencerrito. Que era la admiración y la envidia de los chiquillos de la calle y alrededores, ni que decirlo. Sacar a pasear al borreguito, era un alarde, una distinción, una admiración.

Éramos cinco y un borrego: Mi hermano, mis tres hermanas y yo con el animalito, tan blanco, tan blando, tan bueno...

Así hasta que al mes, empezaba a trompar. Primero hacía gracia; luego era un espectáculo y organizábamos corridas de toros con el borrego, que embestía como un miura; una de mis tias casi se magulló una cadera con una trompada que le arreó el morueco en potencia.

Cuando apuntaban los cuernecillos, era un acontecimiento, algo así como cuando a los bebés les asoma el primer diente: - "Mamá, que el borrego ya tiene cuernoooooooo..." Y cuando mi padre llegaba a casa, cinco niños se le echaban encima contándole la novedad de los cuernos del borrego. (Mi padre disfrutaba con el borrego más que nosotros, por nosotros, no por el borrego).

El tráuma ocurría a mediados de Agosto, con las vísperas de la Virgen y la sentencia del borrego. Avisaban a un carnicero, para que matara al animal. Nosotros cinco, acobardados, en el corral, observando todo a prudente distancia, con el miedo y la fascinación que un sacrificio impone a cualquier morbosa mente infantil.

En mi casa, las catequesis eran al natural y en directo: Si se mataba un pollo, nos enseñaban la hiel verde - "...como la que le dieron al Señor en una caña..."; y a propósito del borrego, todos los años nos daba la compunción cuando nos recordaban que -"...era como el Señor, que no se quejaba en la Pasión: Mira, mira el animalito, que ni berrea el pobrecito..."

Después de la catequesis y el shock traumático del degüello, despellejo y descuartizamiento, ¡a ver quién se comia el cordero! De niño, no miento si aseguro que nunca comí cordero.

Ahora de mayor, sí que lo como con gusto, casi un lujo ritual cuando pasa Semana Santa y llega Pascua. Hoy mismo he almorzado unas chuletitas de cordero; mordiendo carne ternísima y royendo frágiles huesos, me he sentido un voraz Cromagnon y un israelita del Éxodo, todo en uno y sin solución de continuidad.

...Pero, sobre todo, me he acordado de nuestro Cordero Pascual, ¡ quién lo tuviera!

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3 comentarios:

Alfaraz dijo...

Bien hecho! Yo jamás me comí ninguno de los sucesivos perros que pasaron por casa y estoy orgulloso de ello.
Claro que en mi caso yo perseveré: he sido incapáz de comerlo después.

Terzio dijo...

A saber lo que manducas sin saber lo que tienes en la boca; además en Madrid, que, como es más cosmopolita, tiene comederos de toda especie.

N.B. Los "perros pascuales" no existen, pero los catalanes tienen monas de pascua...y se las comen :(

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Anónimo dijo...

¡Eso sí que eran lecciones de la vida! No lo de ahora, que creen los niños que la leche viene directamente del tetrabrik.

¡Precisa historia! He disfrutado leyéndola.