miércoles, 16 de mayo de 2007

Mi favorita


Ponerme a escribir de mis pinturas/mis pintores, sería no acabar. Pero para aventar el azufre de las dos entradas anteriores, voy a escribir de una de mis debilidades en el Prado: La María de Médici de Rubens.

También está en una saleta íntima, casi; la gente se para ante las Tres Gracias (oh! la gloria de la sensualidad más graciosa y carnal, regocijo puro, joie de vivre!) y es natural; o ante la fastuosa Adoración de los Magos, en la que casi te puedes meter bajo un manto de los Reyes. Pero el Rubens que robaría para mi despacho es el retrato de María de Médici, todo negro, blanco, ocre, y el rosado de carnes, y el carmín de mejillas y labios, y el nacarado de las perlas...

Y ella, la reina de Francia, la esposa del Borbón, la princesa florentina; tan rica, tan gorda, tan sonriente, tan pomposa, tan fina, tan regalada. Dicen que era simplona, obcecada, caprichosa, torpona en política y rezongona en la Corte. Me da igual, es lo mismo, tout ça m'est bien egal! Rien de rien! Como la oronda María de Médici no hay otra en ninguna galería, en ningún museo. Oh! mi reina gorda y sensualona,beatona y frivolona. Con sus manos danzantes, con su cuello alabastrino y torneado, con su pelo dorado viejo, con sus ojuelos parlantes, y su papada barroca. El caballeroso y galán Pedro Pablo Rubens tuvo que disfrutar tanto, que dejó la pintura sin rematar, como si no pudiera ya pintar ni decir pintando más sobre ella, su reina.

Le dieron los hombres desengaños adecuados a tanta femenina potencia, y fueron sus punzantes puñales su hijo Louis XIII y su Cardenal Richelieu, que llegado al poder no le conservó las lealtades que ella deseara; con la nuera, tampoco se llevó bien, como Dios manda. Pero eso que perdieron todos, pudiéndola haber tenido.

En Sevilla, de niño, conocí a una réplica de Maria de Médici. Era una calentera que tenía su puesto de calentitos en la esquina de la Magdalena; cuando mi padre compraba las ruedas de calentitos para tomarlos con el café, yo me quedaba embobado viéndola tronchar con sus dedos brillantes de aceite y anillos los calentitos recien salidos del perolón. Hasta llevaba zarcillos de perlas, como la Reina. Cuando volvíamos a casa, yo cogía el libro de láminas y me asombraba de ver a las dos tan iguales, tan iguales.

La primera vez que estuve en El Prado, volví seis o siete veces a las salas de Rubens y a la saleta de mi reina Mèdici. Por deliciosa asociación, me la figuraba así, de medio cuerpo, pero con el delantal de la calentera; y a la calentera en su mostrador, pero con la valona abierta de la reina.

Desde aquí, un beso a las frondosas mejillas; en la carnosa y elegante mano, otro.

Oh, mi rubicunda y zonzona reina!


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Infierno sensual


Hace poco insistí a un amigo para que le echara un vistazo detenido al tríptico de El Bosco. A pesar de ser una de las obras más atractivas de todo el Prado, la sala en la que se expone suele estar relativamente tranquila; además es de las que consigue el efecto de comunicar obra y espectador. La dimensión de la saleta y la excelente colocación del tríptico te lo presentan tal y como pudiera haber sido disfrutado por Felipe II en sus aposentos de El Escorial, y hasta quizá mejor.

De entre todos los pintores del fascinante siglo XV-XVI, Hieronimus Bosch es de los más sugestivos; la crítica mejor documentada dejará sin agotar los motivos e inéditas inspiraciones del raro maestro. La tabla más obsesionante de las tres de El Jardín de las Delicias, es el tercer panel, el de la hoja derecha del espectador. La primera, es la conocida escena de la Creación en el Edén, casi ingénua; la tabla central es el luminoso y divertido jardín, con sus arquitecturas-naturalezas imposibles y ese relato ilustrado de ocurrencias y desviaciones entre el juego y el pecado, tan sensual y aún con un eco de la ingenuidad de la tabla precedente. No se distingue bien si pinta el placer, el vicio, o el pecado; parece que lo representado estuviera en un grado elemental de malicia, pero con una extraña sensación degenerante que se expande voluptuosamente irónica por toda la escena. Hay una diferencia notable con la primera hoja: No está el Creador; sólo hay hombres y mujeres, una abigarrada, sensual, impúdica y frívola humanidad que retoza entre una naturaleza dinámica que es su escenario.

El tercer panel rompe terminante la relativa continuidad estilística de los otros dos, incluso en la concepción formal de la pintura; tan distinto en color, composición, motivo, podría ser atribuído a otro pintor sin que resultara extraña la suposición. Si los dos primeros pueden "gustar" y hasta "distraer" o "divertir", este tercero está pensado para aterrar, y prueba que El Bosco consigue mejor este efecto. Es una evocación de lo desconocido a través de las formas inquietantes que emergen en pesadillas y delirios, febriles lucubraciones, sombríos presagios, locas obsesiones. Si existe una ilación temática, la lectura de creación-pecado-castigo es congruente, casi en el sentido de la Epístola a los Romanos y su "...todos pecaron..." (Rm 3, 23; 5, 12), en una sucesión tri-escénica con cada tabla como ilustración.



El infierno tiene instrumentos musicales, que sirven de materia para formas de tormento y espanto; parece que el pintor hubiera querido introducir la estridencia disarmónica de los aparatos musicales como un especial medio de castigo para los sentidos de los condenados, tan lejos ahora del turbión de placeres de la tabla anterior. Llama la atención la asociación del castigo con la representación de funciones orgánicas de digestión y deshecho: El sentido del olfato atormentado, castigado y representado en el escenario infernal; la tabla de El Bosco no suena ni huele, pero en su realidad meta-representativa, ese averno tiene sonido y olor. Y el tacto y el gusto están también incuídos en la horrenda secuencia de las penas. Todo lo sensualmente gozado en desorden con su infernal y respectiva pena de sentido.


Es un tríptico.

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