martes, 1 de diciembre de 2009
Minaretes
Un minarete es un edificio exótico. Los primeros que recuerdo son unos que venían pintados en las cajas de polvos de maquillar que usaban mis tías: Maderas de Oriente. Mis hermanas, desde chicas, sentía una irresistible atracción por la sustancia de tocador, y en cuanto se descuidaban las titas se empolvaban del flequillo hasta los pies. También había un minarete en los botes de perfume de la misma marca, que traían dos maderitas dentro del bote, un misterio que yo pensaba que era la clave de aquel persitente aroma.
Después, ya de más mayor, me enteré de que la Giralda había sido un macizo y aburrido minarete, hasta que Hernán Ruiz lo remato airosa y graciosamente en cristiano, con sus campanas, sus alegorías, y el Giraldillo de bronce. Y ya nunca más fue minarete, gracias a Dios.
Siento cordial antipatía y tengo especial manía a los minaretes postizos de Santa Sofía de Constantinopla, ominosa recordación de la caída del Trono de los Basileus, Dios confunda al turco for ever.
Y sin embargo reconozco que la estampa de Estambul con sus minaretes es atractiva si se hace la abstracción de que aquello es algo extraño, ajeno a nuestras cosas. Un minarete más allá de Estambul, vale, muy bien, muy bonito, muy típical islamish o como se diga. Yes. Pero un minarete más acá del Bósforo es un horror o un error estético-histórico. Que pregunten en los Balcanes. Que pregunten en Chipre.
Tener minaretes en la vecindad es el síntoma de una afección anterior y originante. Es como la caca de perro que se pisa, que no es una caca espontánea, sino causada por el can cagador, valga el ejemplo (sin segundas).
Lo de Suiza me ha parecido estupendo, como una especie de acto que crea jurisprudencia. Me ha parecido cortito, escaso, ese 56% de anti-minaretistas; yo hubiera querido más, más. Para que no quepan dudas.
Si hubiera pasado aquí, no sé qué hubiera pasado. Porque aquí, por obra y gracia de la dictadura de las siniestras gobernantes y la corrección política de la oposición de antón-pirulero, aquí se reglamenta una tolerancia que no existe y se impone un gusto que no hay.
La gente corriente es tan poco aficionada a la morería como lo hemos sido habitualmente. Incluso más, porque antes los moros sólo se veían en la Guardia de Franco y en Marbella, pero ahora andan por todos sitios. Pregunten si gustan, y les dirán un sí de esos de encuestas de la calle; destapen las cacerolas, sin embargo, y verán qué se guisa en los magines de los opinantes, que no son adictos a la morería más allá de las Mil y Una Noches y las Maderas de Oriente y el viajecito a Estambul (nombre impío de Constantinopla, que es como se llama Bizancio).
Esto, si sigue, explotará. No sé cómo ni dónde ni cuándo. Pero si es a los gitanos, que son nuestros de aquí, y no los tragamos y de vez en cuando se arma una reyerta entre payos y gitanos que arde Troya, a ver cómo vamos a aguantar a los moros cuando empiecen los moros a sacar los pies del plato (o de la alfombra). Un horror que se ve venir y que llegará si siguen llegando moros con el gusto gustosísimo de nuestros des-gobernantes.
Tiene toda la gracia que se esté lidiando con la "violencia de género" del macho ibérico made in Spain, hasta con una ministresa para el caso, a la vez que se recargan las bombardas con metralla y pólvora prensada del más puro machismo islámico; véanse y cuéntense los velos y sáquense conclusiones.
A mí me entran escalofríos si me imagino un minarete en el perfil-paisaje de mi pueblo, pongo por ejemplo. Me dan repeluses y se me revuelven las tripas y se me afilan los nervios.
No sigo, pues. Aquí lo dejo y ustedes concluyan. Espero que no entre a leer en este blog ningún carajote (o carajotesa) de los que dicen (piensan?) "¿por qué no?" si se les pregunta si los minaretes.
Vuelvo al principio: Que a mí los minaretes me gustan en las cajas de polvos de Maderas de Oriente. Y poco más. Nada más.
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