sábado, 19 de marzo de 2011
El Patriarca
En mi casa, la josefinista mayor era abuela Antonia. De ella aprendería mi madre a referirse a San José como 'El Patriarca'. Y así se le llamaba, con el 'bendito' preferentemente detrás, sobre todo cuando se le invocaba con un suspiro de desahogo: - ¡Ay, Patriarca bendito!
Que era muy frecuente, y raro el día que el suspirado ¡Patriarca Bendito! no se oyera, por la mañana o por la noche. Hasta recuerdo cierto sonido de medalleo peculiar cuando era abuela Antonia la invocante, porque le sonaban las medallas que llevaba, unas de oro ensartadas en su cadena de lo mismo, y otras de plata y de aluminio, bajo el vestido, pinchadas en un imperdible, lo menos diez o doce medallitas, un par de ellas del Patriarca. Como las mujeres de mi familia han sido (y son) todas de generoso pecho, las medallas externas e internas disponían de amplio asiento.
La imagen del Patriarca con el Niño estaba encima de la cómoda alta, delante tenía un mariposero de loza con una o dos mariposas encendidas. Cuando había tres, era por algún apuro gordo o una acción de gracias extraordinaria; pero la mariposilla diaria no le faltaba al Patriarca. Mientras se la encendía, abuela Antonia le echaba al Santo uno de esos rezos de bisbiseos y golpecitos de pecho, tan íntimos y resabidos que nunca me enteré de qué decía, si era una letanía aprendida o una retahíla improvisada. Lo que sí era notable es que rezaba en serio, frente a la imagen de San José, mirándola fijamente, o con los ojos cerrados. Alguna vez la ví sacarse el pañolito de la manga y enjugarse alguna lagrimilla, que seguramente también tenía que ver con el Patriarca, alguna penita o alguna emoción.
Como buena josefinista, llevaba bien la cuenta para cuando tocaba empezar los Siete Domingos, a finales de Enero. Y ya no faltaba el librito de los 7 Domingos encima de la camilla, en el tocador, en la estantería, por todos sitios se encontraba uno con el devocionario josefino, tan releído y rezado que tenía la sobrepasta de cabritilla sobada, gastada y recosida en las puntas. Yo me conocía bien las estampas que llevaba dentro, para marcar las hojas. Una de ellas era el recordatorio de cuando murío la bisabuela Elvira, con un San José troquelado sobre una cartulina negra mate.
Del día del Santo, lo mejor era la mañana, antes de Misa de 11, cuando iba a casa de abuela Antonia, sabiendo que tendría preparado el regalo del Santo y un beso más grande que el de todos los días, uno de esos besos que sonaban tambien a medallas, que no olvido. Ni el olor de su pecho, que olía a azahares, y en verano a nardos.
Para el dia del Patriarca ya estaban abiertas en flor las brujillas y los primeros alhelíes. Mi abuela era experta en criar claveles de señorito y alhelíes dobles. Preparaba un mantillo especial para las macetas, unas macetas grandes, terrosas, pintadas por fuera con unos polvos morados-granates que te dejaban manchadas las manos cuando las rozabas. El mantillo, decía mi abuela, era lo que le daba el olor intenso a los claveles y los alhelíes, un olor dulce que llenaba toda la sala alta, donde estaba el dormitorio de abuela Antonia y abuelo Emilio.
Y hasta tal punto tengo unidas la memoria de mi abuela con San José que se me vienen juntos en el rezo, y algunas veces no distingo si encomiendo la intención al Patriarca o a mi abuela. Me razono que estas devociones de la tierra unen a los Santos en el Cielo, y abuela Antonia seguro que está muy bien colocada entre la clientela del Patriarca.
Que es curioso que sean tantas las devotas que tiene el Glorioso San José. Y no conozco a ninguna que no sea buena por encima de la media corriente, como si gozaran de una dotación de especiales prendas, como si el Patriarca las bendijera con una privilegiada excelencia entre las mujeres.
Que quizá sea - intuyo - porque les extienda a sus devotas un poco de la gracia de su Esposa, la Santísima Virgen, bendita entre las mujeres.
Ex voto.
+T.
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