Ponerme a escribir de mis pinturas/mis pintores, sería no acabar. Pero para aventar el azufre de las dos entradas anteriores, voy a escribir de una de mis debilidades en el Prado: La María de Médici de Rubens.
También está en una saleta íntima, casi; la gente se para ante las Tres Gracias (oh! la gloria de la sensualidad más graciosa y carnal, regocijo puro, joie de vivre!) y es natural; o ante la fastuosa Adoración de los Magos, en la que casi te puedes meter bajo un manto de los Reyes. Pero el Rubens que robaría para mi despacho es el retrato de María de Médici, todo negro, blanco, ocre, y el rosado de carnes, y el carmín de mejillas y labios, y el nacarado de las perlas...
Y ella, la reina de Francia, la esposa del Borbón, la princesa florentina; tan rica, tan gorda, tan sonriente, tan pomposa, tan fina, tan regalada. Dicen que era simplona, obcecada, caprichosa, torpona en política y rezongona en la Corte. Me da igual, es lo mismo, tout ça m'est bien egal! Rien de rien! Como la oronda María de Médici no hay otra en ninguna galería, en ningún museo. Oh! mi reina gorda y sensualona,beatona y frivolona. Con sus manos danzantes, con su cuello alabastrino y torneado, con su pelo dorado viejo, con sus ojuelos parlantes, y su papada barroca. El caballeroso y galán Pedro Pablo Rubens tuvo que disfrutar tanto, que dejó la pintura sin rematar, como si no pudiera ya pintar ni decir pintando más sobre ella, su reina.
Le dieron los hombres desengaños adecuados a tanta femenina potencia, y fueron sus punzantes puñales su hijo Louis XIII y su Cardenal Richelieu, que llegado al poder no le conservó las lealtades que ella deseara; con la nuera, tampoco se llevó bien, como Dios manda. Pero eso que perdieron todos, pudiéndola haber tenido.
En Sevilla, de niño, conocí a una réplica de Maria de Médici. Era una calentera que tenía su puesto de calentitos en la esquina de la Magdalena; cuando mi padre compraba las ruedas de calentitos para tomarlos con el café, yo me quedaba embobado viéndola tronchar con sus dedos brillantes de aceite y anillos los calentitos recien salidos del perolón. Hasta llevaba zarcillos de perlas, como la Reina. Cuando volvíamos a casa, yo cogía el libro de láminas y me asombraba de ver a las dos tan iguales, tan iguales.
La primera vez que estuve en El Prado, volví seis o siete veces a las salas de Rubens y a la saleta de mi reina Mèdici. Por deliciosa asociación, me la figuraba así, de medio cuerpo, pero con el delantal de la calentera; y a la calentera en su mostrador, pero con la valona abierta de la reina.
Desde aquí, un beso a las frondosas mejillas; en la carnosa y elegante mano, otro.
Oh, mi rubicunda y zonzona reina!
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