domingo, 18 de julio de 2010

Calores, sudores, pudores (II)


Me permito una re-versión del tema, como en Julio del 2009, dadas las circunstancias termométrico-estivales, como desahogo redaccional, que dicen que calma; y repito con variaciones lo del verano pasado sobre lo mismo, en casi las mismas incordiantes circunstancias de calor, sudor y pudor.

Esta tarde, a la hora de Misa, el sol que quemaba la esquina de la botica era quasi argelino. El reloj del letrero de la farmacia marcaba un poco menos de las 8 pm, que son en horario solar real casi las 6 pm. La temperatura, que también la marca, no la miré; sostengo que el conocerla hace que se sufra más: No es lo mismo 40 grados inconscientes que 40º vistos en un termómetro, circunstancia esta que hace que sean más insoportables, como si la medición científica añadiera un grado de fatalidad material ineludible. Conque prefiero no mirar.

La hora en verano es un crímen que la canalla sociata mantiene sádicamente no sé por qué. Porque la hora cambiada es algo franquista, tan franquista como que se cambió dos veces con Franco: Una hora que se agregó cuando la Guerra, allá por el 36 ó 37, y otra más que se le sumó en el 72 ó el 73. A estas alturas de la reacción de los rojos traumatizados, no me explico por qué estas dos horas franquistas no se quitan y se dejan los relojes al compás de la hora natural. Reconozco que es de las pocas (poquitas) cosas que no me gustan del tiempo de Franco, precisamente.

Por cierto que hoy es es día franquista, gloriosa efemérides nacional in saecula saeculorum.; el 18 de Julio es el Dieciocho de Julio, lo pongan en colorado los almanaques o no. En mi casa se celebraba una especie de feria familiar que empezaba el 15, el Santo de mi abuela y mis tíos, seguía el 16 con el Santo de mi madre, y se cerraba el 18 de Julio, por todo lo alto, con fiesta mayor.

Así y todo, con Franco hacía el mismo calor y se sudaba lo mismo. Pero no se vestía igual. Yo recuerdo a mi padre, a mi abuelo y a mis tíos siempre con sus chaquetas puestas. A lo sumo se permitían desabrocharse el botón del cuello de la camisa, solamente. Dentro de casa, mi abuelo iba en mangas de camisa, con el chaleco del traje desabrochado hasta el talle, un chaleco gris de esas telas frescas con que se hacían los trajes de verano. Y los viejos del pueblo llevaban todavía la faja, por encima del pantalón, con su sombrero, de paja o cordobés.

Eran los cabales, los que no se rendían, marcando estilo con todo su siglo detrás. Del estilo de mi abuelo era Pepe Chacón (Don José para todo el mundo menos para los de casa), el veterinario del pueblo, un solterón con mucha historia y leyenda. Pasaba todas las mañanas para echar un ratito con mi abuela y mis tías, que eran de su quinta.

- Señorita, que ha llegado Don José.
- Niña, Rosario, que ya está aquí Pepe.
- Hijo, Pepe, qué calor, que semanita llevamos. Anda siéntate, que nos va a venir muy bien el refresquito. ¡Rosario! Aligera, que Pepe viene deseando refrescarse, mujer.
-¡Veremos a ver si se va a cocer sentado! Qué espere, que la paciencia es virtud, ¿verdad Pepito?.
-Tú tranquila, Rosario. Con la calor que hace si te apuras es peor. Venga, que ya tengo la mañana hecha y estaba deseando sentarme un ratito, que venía azufrao.

Se servía una bandeja con agua de cebada y azucarillos; mi abuela tomaba el azucarillo, con un poquito de anís en el agua, y tía Rosario y Don José el agua de cebada fresquita, con un terroncito de nieve.

Cuando daban las doce, se echaban los esterones y las persianas, se corría la vela del patio y la casa se quedaba con luz de siesta, hasta que volvían a descorrerse por la tarde, a eso de las seis o las siete, según. Se regaban las macetas y se abría la puerta de la calle. Eran las escenas de las mañanas y las tardes de verano, con su color y su olor. Y la gente vestía correctamente todo el tiempo, con la ropa más ligera propia del verano, pero con buen gusto y respeto.

Algunos detalles eran constantes, como los manguitos que se ponían las mujeres para entrar en la Iglesia, para cubrirse del puño al codo si el vestido no llevaba mangas suficientemente largas. O las bandas negras que se ponían los hombres en el brazo de la chaqueta para señalar que estaban de luto. Las mujeres guardaban el luto de negro riguroso, vestido, velo y medias, que en verano - la pena aparte - era doble mortificación.

No sé si con la edad se siente menos el calor, o si será que los viejos son más sufridos y lo soportan con más paciencia. Por lo menos antes daban esa sensación. Ahora da vergüenza cruzarse por la calle o ver en el autobús a gente vieja y pelleja medio vestida. No diré nada de la playa, que en esos sitios el concepto de respeto y pudor ha desaparecido en todas y para todas las edades y clases, con muestrario aberrante que incluye a la vieja de suburbio y a la Duquesa de Alba, desvestidas ambas con la misma procacidad y mal gusto. La playa es uno de los ambientes más vulgarizadores y desclasistizantes, con una capacidad absoluta a la hora de igualar y medir con el mismo rasero a todo quisque, sea jet, sea vip, sea funcionario, sindicalista, mileurista o parado profesional.

La playa en verano, con sus desvestidos y desnudeces, viene a ser como una post-moderna versión de la medieval Danza de la Muerte: A todos arrastra a bailar una conga en taparrabos, paños menores, chanclas y pareos, sobre la arena molesta y bajo el sol inclemente. Un horror, con horrendas gradaciones de mal gusto y degeneración.



¿Han visto, recuerdan Uds. las escenas de playa de Morte a Venezia, del Visconti, con la Silvana Mangano con sombreros, velos, miriñaques y sombrillas por la playa? Pues ahí, desde esa época, comenzó a degenerar el vestido y el buen gusto costero-playero. O tempora, o mores!

En plan más burgués, popular y costumbrista, recuerdo también la divertida Novio a la Vista, de la primera época de García Berlanga, que saca unas escenas de playa de principios de siglo (de siglo XX) la mar de divertidas, con los señores y los chicos embutidos en sus trajes de baño rayados, y las señoras, madres y novias, bien vestidas y sujetas con refajos, sentadas debajo de unas hermosas sombrillas haciendo vida social en la playa.

Se comparan aquellas estampas con las que se ven ahora y la conclusión horripila y estremece. Aunque, como digo, ya por entonces degeneraban las buenas costumbres y la playa se iba convirtiendo en escenario de impudicias sobre la arena con olas al fondo.

Y es que hay una distancia entre el caballero cristiano matamoros, con almófar de cuero sudado y camisa de lienzo resudada bajo la cota y la armadura, y el lechuguino de playa con piercing en la oreja, tatuaje en el hombro y pulserita en el tobillo. Y no digo nada de las ninfas impúdicas; y tampoco volveré a citar las dantescas viejas obscenas de pareo y pellejo enjuto.

Resumiendo y concluyendo, insisto en mi tesis: En verano vestirse es distinguirse (y desnudarse, desclasarse).


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