viernes, 6 de abril de 2012
Silencio, huellas, sangre...
Todavía - gracias a Dios - es frecuente encontrar a gente piadosa que dedica la mañana del Viernes Santo a visitar el Monumento y hacer un rato de oración, o estar unas horas acompañando al Señor, oculto en el Sacramento. Son fieles especiales, personas bien formadas, que saben reservar esos minutos de culto personal a Cristo en la mañana de su Pasión, buscándolo y encontrándolo en el Misterium Fidei.
Repito muchas veces, cuando predico durante la Cuaresma y la Semana Santa, y también por la Pascua, y el año entero, que en el altar siempre es Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Resurrección, porque Él quiso que en su Sacramento el tiempo se concentrara realmente como es real su presencia, dejándonos un memorial vivo de todas las horas y días de la Pasión y la Resurrección: Todo está en el Sacramento del Altar.
Cuando amanece el Viernes Santo, un silencio especial, como ninguno de ningún otro día, envuelve la mañana del día de la Pasión de Cristo. Parece como si el mundo se recogiera con un temor reverente que se presiente en el aire, en la luz, en el ambiente del Viernes Santo. Dentro de la iglesia, junto al Monumento, los que están adorando entran, con más o menos consciencia, en ese tiempo sagrado que comunica el presente con el Misterio, todo desde el Sacramento, participando las horas de la Pasión con los minutos de su oración.
Me impresionó cuando lo ví un video con algunas escenas del rito dei battenti, una devoción penitencial que se practica desde hace siglos en algunas localidades de la Calabria, el Viernes Santo: Los penitentes se hieren las piernas con una especie de cepillos de cardar, con puntas, y sangran mientras van de iglesia en iglesia, con gente detrás. Al llegar a la puerta del templo, se arrodillan y salpican con la sangre el umbral y las losas, como dejando un cruento testimonio de que estuvieron allí y cumplieron su penitencia.
Así quedó Jerusalén, marcada con la Sangre del Señor. En el suelo de la Ciudad Santa quedaron señaladas las huellas del Redentor, sus piedras fueron salpicadas con su sangre, el mundo se manchó con ella, como una prueba clamorosa de su Pasión.
Era - ¡es! - la Sangre del Cordero de Dios que nos marca con una señal de amor sacrificado, para nuestra salvación. ¡Que el mundo no lo olvide!
Pero el mundo olvida, o no quiere recordar, o ignora la Pasión del Hijo de Dios. Por eso el silencio de las cosas del Viernes Santo, el silencio del universo interior de las almas que se recogen reverentes, temerosas, en torno al Monumento de la Pasión, que nos recuerda que su Sangre está presente, que viven las Cinco Llagas de la Pasión, gloriosas pero abiertas, que está presente y activo el Cordero Divino, el Cristo de la Pasión, que su sangre fue derramada y se sigue ofreciendo, la misma, en el cáliz de cada Misa, que su Cuerpo, el mismo, sigue elevándose sobre el Altar atrayendo a todos hacia Él, convocando a todos a la salvación por su Pasión y su Cruz.
Antes, cuando los campanarios marcaban las horas, el silencio del Viernes Santo se rompía con el toque de la matraca, seco, destemplado, como una carrañaca estridente que saltaba de tejado en tejado, de esquina en esquina, dejando en el aire el aviso seco del tablón golpeado, de la madera percutida, como un eco de los golpes de la Cruz, de los sonidos del Calvario.
Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per Sanctam Crucem tuam redemisti mundum
+T.
Horas de vela
No es lo mismo el Monumento de tarde de Jueves Santo que el Monumento de madrugada de Viernes Santo. Ni se reza igual en uno y en otro. Si los rezos de la tarde son dorados, dulces como un panal de miel de Eucaristía, las oraciones de la madrugada son densas, con repentinas tristezas, y algún desconsuelo, y algún temor. Es la distancia que va del Cenáculo a Getsemaní.
Tiene que ver la luz, la cera recien encendida, que alumbra brillante y blanca; y la cera bien prendida, que da luz más amarillenta, con alguna vela humeando un hilo negro que sube desde la punta de la llama y se pierde en el aire de la capilla.
También es por el aire, fresco y oloroso, a flor, a incienso, cuando ponen al Señor en el Monumento; poco a poco, cuando los cirios se van consumiendo, templan el ambiente, cada vez más cargado, con olor a cera ardiendo y a flor agostándose.
Los sonidos de fuera cambian, primero, por la tarde, el murmullo de los que salen de la iglesia y los que entran; más tarde son menos las voces, pocas y con un timbre más bajo. Cuando anochece, se escuchan los pasos de los que van por la calle. Y de madrugada sólo los ecos de la noche, lejanos.
El ruído de dentro cambia también; primero se va ralentizando, amortiguando, y después el interior del templo se torna extrañamente sonoro, cada hora más intensamente, hasta que por la madrugada el crujido de un banco es un clamor y un libro que se cae arma un estruendo.
...Y el sueño, las cabezadas y los ojos pesados, que parece como si el primer Getsemaní se contagiara a todos los Monumentos del mundo, como un detalle que no debe faltar, como si los Ángeles quisieran probar que todos los hombres se duermen cuando les toca velar junto al Señor.
Con el Señor que se entrega a la Pasión, propter nos homines et propter nostram salutem.
"...et venit ad discipulos et invenit eos dormientes et dicit Petro sic non potuistis una hora vigilare mecum vigilate et orate ut non intretis in temptationem spiritus quidem promptus est caro autem infirma..." Mt 26, 40ss.
+T.
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