Fue una mañana de Junio, clara y limpia, temprano, con campanas y vencejos volando bajo sobre la muralla y los torreones. Se transportó media casa por representación, los más jóvenes y los solemnes precisos. Las venerables se quedaron en su sitio y esperaron las nuevas, como princesas en salón. Y todos pusieron a un niño en su centro, tan bien querido. Y santificado, gracias a Dios.
El recuerdo de entonces es un álbum de rostros pasados, unos porque ya no están y otros porque ya no son como eran, como fueron. Tampoco yo mismo. Son formas de vida que atesoran la vida con una consciencia más profunda. Se desdibujan temores como se levantan nieblas y se aclaran velos, trazos de nube al suave perfilar de sol en el tramonto.
Son los mismos, pero más profundos, más sutiles. Se han ido añejando como el vino de solera, de cuba en cuba, cada año más espiritosos, más dulces, con color más dorado, más enmelado. Y se paladean en copa fina, despacio, un sorbo corto y recreado, dejando lágrimas muy suaves en el cristal. Y en el alma.
Son nombres con alma, todos. Los vivos porque están en ese trasmundo del recuerdo pasado, y tienen alma allí y aquí, ahora, aunque no sea lo mismo. Y los muertos porque están ausentes, en las horas consumidas, volátiles como un perfume ido que deja olor y aroma a capricho, atrayente, como un rastro cierto, abierto a la expectación.
Y cierro el recordatorio con Deller, que me gusta más.
+T.