domingo, 28 de febrero de 2010
Dormidos en su gloria, dormidos en su agonía
Cuando el Señor dijo que si no somos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos, los Apóstoles no sabían que los iba a hacer, que los estaba haciendo niños, volviéndolos niños para que pudieran entrar en su Reino.
Los niños se duermen. Recuerdo mis sueños de niño feliz, sobre el hombro de mi padre o en brazos de mi madre. Sueños absolutos, profundos, sin pesadillas ni sueños felices porque la felicidad, entonces, era el mismo sueño.
Los tres apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, que se duermen en el Tabor, cuando Cristo se transfigura y aparecen Moisés y Elías para hablar con Él, son niños rendidos, fatigados por tanta gloria, como chiquillos que se cansan después de unas horas intensas en un parque de atracciones. O como niños asombrados que se beben por los ojos una conversación de mayores que no entienden; o como párvulos dando cabezadas sobre el pupitre cuando escuchan la primera lección de matemáticas, o de alfabeto, la primera suma que no entienden, el primer silabario que no comprenden; y se duermen.
Son los mismos, los tres, que en el Huerto de los Olivos son testigos de la Agonía del Señor. También se duermen. Ahora son niños ante una escena intensa, en un teatro, dormidos en sus asientos mientras el drama ocurre en el escenario; o como chiquillos en un concierto, la sinfonía sonando, in crescendo, pero los niños se han dormido y no les despierta ni un fortíssimo de la orquesta; o como pequeños que van al cine, y se quedan tan dormidos que recuerdan luego la película remotamente, vista y no vista, como flashes de imagen y sonido y sueño, todo envuelto en sueño. O como niños con fiebre, cargados de somnolencia, febriles, con los ojos infantiles pesados, sin poder levantar los párpados.
Así vivieron los Apóstoles Santos sus primeras aproximaciones al Misterio, dormidos en la Pasión y dormidos en la Gloria, durmiendo en el Tabor y durmiendo en Getsemaní. El Señor lo sabía; los había vuelto niños, niños que se duermen, para eso, para que pudieran resistir el primer despunte de su Gloria y la primera escena de la Pasión.
Y así pasan los Apóstoles por todos los Misterios del Señor, embobados, perplejos, torpes, soñolientos, dormidos, impresionados, sobrecogidos, atemorizados.
No empiezan a despertar, a ver y entender, a despabilarse, hasta la mañana y la tarde de la Resurrección; hasta el dia de la Ascensión, cuando los Ángeles les despiertan: - "¡Varones Galileos! ¿Qué haceis ahí plantados...???!!!". No se les abren la mente, el corazón y el alma hasta que en Pentecostés no les prenden las lenguas de fuego del Espíritu.
Nosotros, los que nos dormimos cuando rezamos, los que no entendemos cuando meditamos, los que nos distraemos, nos perdemos, nos ofuscamos, nos caemos, nos enredamos; nosotros, los que estamos por la fe inmersos en su Misterio, estamos igual que entonces los tres del Tabor y Getsemaní: Niños dormidos al aparecer la Gloria, niños dormidos cuando empieza la Pasión.
Pero si no somos como niños, no entraremos en su Reino.
Non obliviscaris!
+T.
viernes, 26 de febrero de 2010
Cátedra, tiara, sedia...etc. ¡Ver para ser!
El otro día, el lunes 22F, que fue la Fiesta de la Cátedra de San Pedro (en el Misal Antiguo se celebra como Fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía (que no sé por qué el de Pablo VI no siguió con la fecha del 18 de Enero para la Fiesta de la Cátedra de San Pedro en Roma, tal y como se conserva en el Misal Tradicional, no me explico (una perplejidad más entre las muchas fruto de la "reforma" post-conciliar))). Pues a propósito de la fiesta hablaba con yo con un selecto compadre, sobre las vicisitudes de estas conmemoraciones, sobre la reliquia de la Cátedra y de cómo se han conservado en San Pedro del Vaticano ciertas costumbres anejas a la liturgia, de forma quasi-milagrosa, auténticas supervivencias luego del tsunami minimalista post-conciliar.
Y me refería a la iluminación del Altar de la Cátedra, que todavía se sigue alumbrando para la fiesta del 22 de Febrero. Es digno de ver el efecto de los cirios encendidos rodeando la Cátedra, puestos en los cubillos de bronce originales de la estructura monumental del Bernini. Desde la entrada de la Basílica ya se ven las luces parpadeantes, con la perspectiva de la nave y, a lo lejos, destacándose a través del espacio del Baldaquino, la Cátedra entre las velas blancas que la perfilan con temblorosos puntos de luz. Como la Basílica suele estar todo el día con muy poca iluminación artificial, el espectador puede imaginar cómo sería la vista en los tiempos en que la luz eléctrica no alteraba los contrastes de luces originales, tal y como se concibió el edificio y sus ornamentaciones. Repito que es digno de ver.
La Cátedra conforma el centro de la idea que articuló el genio del Bernini para la Basílica, llena de "detalles" cargados de significación, de una "lectura" católica. Por ejemplo, la cúpula está sostenida por los cuatro machones donde se encuentran las capillas que contienen las reliquias mayores de la Basílica: El Lignum Crucis, el Paño de la Verónica, la Lanza de Longinos, y la cabeza de San Andrés Apóstol (esta ya no, porque Pablo VI, muy generoso y ecuménico, la entregó a la Jerarquía de la Iglesia Ortodoxa Griega, cuando el Concilio). El centro del espacio cúpula-crucero, es el Altar Mayor, cubierto con el baldaquino de bronce; debajo la "confessio" con la tumba de San Pedro; y al fondo, en el ábside, sostenida por las figuras colosales de cuatro Padres de la Iglesia, la Cátedra de San Pedro con la gloria rompiente de la vidriera del Espíritu Santo, focalizando con su luz dorada todo el conjunto. Un conjunto admirable, insuperable, tanto formal como conceptualmente.
La centralidad magnificente de la Cátedra, mucho más allá de la veneración de la reliquia de la cátedra petrina (hoy día fuera de su urna de bronce y expuesta en una vitrina de la Sacristía), es una proclamación, una exaltación de la fe de la Iglesia Romana. Ninguna sede del mundo cristiano se aproxima a ella, no por el arte ni el fasto, sino por la realidad histórica entroncada en el Misterio: El Tu Es Petrus del mosáico dorado que circunda el anillo del tambor de la cúpula, es parte del Credo en tanto es parte fundamental de la Iglesia instituída por Cristo, el Señor, sobre su apóstol, singularmente destacado sobre los otros apóstoles. Roma es Pedro, y en Roma está su sede y en su sede se sienta su sucesor, cabeza visible de la Iglesia de Cristo en la Tierra.
La cabeza debe verse, destacarse. Para ello los símbolos petrinos han cumplido esa necesidad de representar, revestir de atributos propios y significativos al Sucesor de Pedro. Así tiene sentido la Cátedra y la sedia, el trono del Papa y su sede. Y la tiara, que es también su ornamento propio, desde hace tantos siglos.
Juan Pablo II, que pasó para las "vanguardias" des-catolizantes como un pontífice de perfil "tradicional" (¿se puede ser Papa sin ser tradicional??? ¿se puede ser católico sin ser tradicional???), de hecho fue uno de los más efectivos demoledores de los símbolos católicos, empezando por él mismo, por la forma en que representó externamente su ministerio pontificio, tan alejado de la impronta de sus predecesores. Resultó chocante su insistencia en despojar al Papa de sus simbólicos atributos, ninguno "sustancialmente" unido al ministerio papal, pero todos ellos muy identificativos de la única y exclusiva dignidad del Romano Pontifice. Entre lo anecdótico y lo patético, especialmente, su insistencia en ponerse todos los sombreros, gorras, tocados y adornos de cabeza de todo el mundo, de todos los sitios que visitó y de cuántos le visitaron. Todos se los colocó en la cabeza, menos el suyo propio, la tiara que nunca quiso.
No fue el primero, sino que siguió el mal gusto del efímero Juan Pablo I, su predecesor, que no quiso ser coronado. Hubiera sido mucho más "escénico", si no les gustaba llevar tiara, hacer lo que hizo Pablo VI, que una vez coronado donó su tiara (o la vendió). No comment.
El último golpe a los símbolos pontificios ha sido el de Benedicto XVI, que ni siquiera quiso la tiara como timbre de su stemma pontificio, prefiriendo una mitra de extraño diseño como remate de su escudo. No sé, no me consta, si fue personal elección o si se trató de alguna "recomendación" de algún "consejero" vaticano. Desde luego no parece compaginar con el estilo "ratzingeriano", mucho más respetuoso con las formas tradicionales, y de muchísimo mejor gusto y "estilo" que su predecesor. Hablo de "formas" (aunque las formas trasluzcan tanto el fondo).
A estas alturas, si algunos supusieron que la "desnudez" de los símbolos iba a hacer más simpático o más querido o más popular al Papa, espero que esos ilusos se hayan desengañado: Los que odian, detestan, persiguen y atacan al Papa lo hacen lleve tiara o bonete de lana, se siente en trono o en banqueta de mimbre, vaya en gestatoria o en papamóvil, se vista con ornamentos barrocos o se revista de Ágata Ruiz de la Prada. Porque odian la esencia, no la apariencia (aunque la apariencia les remueva las bilis).
Un católico sabe que no hay poder más alto ni santo en este mundo, entre los hombres mortales, que el del Papa. Sic. Ninguno se le aproxima, sean realezas dinásticas, sean presidencias democráticas, potencias estatales o representantes internacionales. Nadie se compara al Papa. Y aunque ser lo que es basta y le basta, necesita su "cobertura" simbólica. En un mundo que vive en torno a la imagen y los símbolos, el Papado no puede perder los suyos, ni renunciar a ellos.
Vuelvo, pues, a ser más papista que el Papa y reclamo desde este poyete, desde mi balconcillo, la Tiara para el Papa, y la Sedia Gestatoria, y el Trono; y las trompetas de plata de San Pedro, y los flabelos flanqueando la sedia, y el manto pontificio bordado con tiaras y llaves. Quiero al Papa Papa, señores míos. Y lo quiero porque me lo tomo en serio, muy en serio, tan en serio.
Protesto que sé que el Papa no es una tiara, ni un escudo, ni un trono en andas. Pero clamo que el Papa necesita sus símbolos para que el mundo vea y los católicos volvamos a nuestra conciencia católica, que se ha perdido tantísimo, lamentablemente.
En un mundo aberrante con conciencia infatilóide y vicios de provecto degenerado, los símbolos no son un capricho prescindible, sino un medio inteligible. Si se trata de la fe y del misterio que es más de lo que se ve, su vuelta y restauración urgen más, mucho más.
El contenido sin continente se desparrama. En el centro tenemos algo tan simple como la madera de una Cruz, las tablas de un Pesebre, o la forma blanca de la Hostia. Para el fuerte en la fe, su sóla aparición impone adoración; para el "débil", hay que usar relicario de oro o custodia de plata. Para el incrédulo, también. Para el impío, doblemente.
Y el que me niegue la mayor, no entiende un comino del caso.
Y esto, un regalito, para amenizar:
Les destaco estos versos de la letra, en "romanaccio": "...vedo la maestá der Colosseo, vedo la santitá der Cupolone, e so' piú vivo, e so' piú bbono..." que yo cantaba en Roma (y canto en mi casa) tan apasionadamente como un romano di Roma (adoptado):
"...Admiro la majestad del Coliseo, contemplo la santidad de la gran Cúpula (del Vaticano), y me siento más vivo, y más bueno..."
Sí, sí; ¡sic!: Más vivo y más bueno cuando veo la majestad y la santidad.
p.s. Si no lo entienden, no merece la pena explicarselo. Mi dispiace.
+T.
Y me refería a la iluminación del Altar de la Cátedra, que todavía se sigue alumbrando para la fiesta del 22 de Febrero. Es digno de ver el efecto de los cirios encendidos rodeando la Cátedra, puestos en los cubillos de bronce originales de la estructura monumental del Bernini. Desde la entrada de la Basílica ya se ven las luces parpadeantes, con la perspectiva de la nave y, a lo lejos, destacándose a través del espacio del Baldaquino, la Cátedra entre las velas blancas que la perfilan con temblorosos puntos de luz. Como la Basílica suele estar todo el día con muy poca iluminación artificial, el espectador puede imaginar cómo sería la vista en los tiempos en que la luz eléctrica no alteraba los contrastes de luces originales, tal y como se concibió el edificio y sus ornamentaciones. Repito que es digno de ver.
La Cátedra conforma el centro de la idea que articuló el genio del Bernini para la Basílica, llena de "detalles" cargados de significación, de una "lectura" católica. Por ejemplo, la cúpula está sostenida por los cuatro machones donde se encuentran las capillas que contienen las reliquias mayores de la Basílica: El Lignum Crucis, el Paño de la Verónica, la Lanza de Longinos, y la cabeza de San Andrés Apóstol (esta ya no, porque Pablo VI, muy generoso y ecuménico, la entregó a la Jerarquía de la Iglesia Ortodoxa Griega, cuando el Concilio). El centro del espacio cúpula-crucero, es el Altar Mayor, cubierto con el baldaquino de bronce; debajo la "confessio" con la tumba de San Pedro; y al fondo, en el ábside, sostenida por las figuras colosales de cuatro Padres de la Iglesia, la Cátedra de San Pedro con la gloria rompiente de la vidriera del Espíritu Santo, focalizando con su luz dorada todo el conjunto. Un conjunto admirable, insuperable, tanto formal como conceptualmente.
La centralidad magnificente de la Cátedra, mucho más allá de la veneración de la reliquia de la cátedra petrina (hoy día fuera de su urna de bronce y expuesta en una vitrina de la Sacristía), es una proclamación, una exaltación de la fe de la Iglesia Romana. Ninguna sede del mundo cristiano se aproxima a ella, no por el arte ni el fasto, sino por la realidad histórica entroncada en el Misterio: El Tu Es Petrus del mosáico dorado que circunda el anillo del tambor de la cúpula, es parte del Credo en tanto es parte fundamental de la Iglesia instituída por Cristo, el Señor, sobre su apóstol, singularmente destacado sobre los otros apóstoles. Roma es Pedro, y en Roma está su sede y en su sede se sienta su sucesor, cabeza visible de la Iglesia de Cristo en la Tierra.
La cabeza debe verse, destacarse. Para ello los símbolos petrinos han cumplido esa necesidad de representar, revestir de atributos propios y significativos al Sucesor de Pedro. Así tiene sentido la Cátedra y la sedia, el trono del Papa y su sede. Y la tiara, que es también su ornamento propio, desde hace tantos siglos.
Juan Pablo II, que pasó para las "vanguardias" des-catolizantes como un pontífice de perfil "tradicional" (¿se puede ser Papa sin ser tradicional??? ¿se puede ser católico sin ser tradicional???), de hecho fue uno de los más efectivos demoledores de los símbolos católicos, empezando por él mismo, por la forma en que representó externamente su ministerio pontificio, tan alejado de la impronta de sus predecesores. Resultó chocante su insistencia en despojar al Papa de sus simbólicos atributos, ninguno "sustancialmente" unido al ministerio papal, pero todos ellos muy identificativos de la única y exclusiva dignidad del Romano Pontifice. Entre lo anecdótico y lo patético, especialmente, su insistencia en ponerse todos los sombreros, gorras, tocados y adornos de cabeza de todo el mundo, de todos los sitios que visitó y de cuántos le visitaron. Todos se los colocó en la cabeza, menos el suyo propio, la tiara que nunca quiso.
No fue el primero, sino que siguió el mal gusto del efímero Juan Pablo I, su predecesor, que no quiso ser coronado. Hubiera sido mucho más "escénico", si no les gustaba llevar tiara, hacer lo que hizo Pablo VI, que una vez coronado donó su tiara (o la vendió). No comment.
El último golpe a los símbolos pontificios ha sido el de Benedicto XVI, que ni siquiera quiso la tiara como timbre de su stemma pontificio, prefiriendo una mitra de extraño diseño como remate de su escudo. No sé, no me consta, si fue personal elección o si se trató de alguna "recomendación" de algún "consejero" vaticano. Desde luego no parece compaginar con el estilo "ratzingeriano", mucho más respetuoso con las formas tradicionales, y de muchísimo mejor gusto y "estilo" que su predecesor. Hablo de "formas" (aunque las formas trasluzcan tanto el fondo).
A estas alturas, si algunos supusieron que la "desnudez" de los símbolos iba a hacer más simpático o más querido o más popular al Papa, espero que esos ilusos se hayan desengañado: Los que odian, detestan, persiguen y atacan al Papa lo hacen lleve tiara o bonete de lana, se siente en trono o en banqueta de mimbre, vaya en gestatoria o en papamóvil, se vista con ornamentos barrocos o se revista de Ágata Ruiz de la Prada. Porque odian la esencia, no la apariencia (aunque la apariencia les remueva las bilis).
Un católico sabe que no hay poder más alto ni santo en este mundo, entre los hombres mortales, que el del Papa. Sic. Ninguno se le aproxima, sean realezas dinásticas, sean presidencias democráticas, potencias estatales o representantes internacionales. Nadie se compara al Papa. Y aunque ser lo que es basta y le basta, necesita su "cobertura" simbólica. En un mundo que vive en torno a la imagen y los símbolos, el Papado no puede perder los suyos, ni renunciar a ellos.
Vuelvo, pues, a ser más papista que el Papa y reclamo desde este poyete, desde mi balconcillo, la Tiara para el Papa, y la Sedia Gestatoria, y el Trono; y las trompetas de plata de San Pedro, y los flabelos flanqueando la sedia, y el manto pontificio bordado con tiaras y llaves. Quiero al Papa Papa, señores míos. Y lo quiero porque me lo tomo en serio, muy en serio, tan en serio.
Protesto que sé que el Papa no es una tiara, ni un escudo, ni un trono en andas. Pero clamo que el Papa necesita sus símbolos para que el mundo vea y los católicos volvamos a nuestra conciencia católica, que se ha perdido tantísimo, lamentablemente.
En un mundo aberrante con conciencia infatilóide y vicios de provecto degenerado, los símbolos no son un capricho prescindible, sino un medio inteligible. Si se trata de la fe y del misterio que es más de lo que se ve, su vuelta y restauración urgen más, mucho más.
El contenido sin continente se desparrama. En el centro tenemos algo tan simple como la madera de una Cruz, las tablas de un Pesebre, o la forma blanca de la Hostia. Para el fuerte en la fe, su sóla aparición impone adoración; para el "débil", hay que usar relicario de oro o custodia de plata. Para el incrédulo, también. Para el impío, doblemente.
Y el que me niegue la mayor, no entiende un comino del caso.
Y esto, un regalito, para amenizar:
Les destaco estos versos de la letra, en "romanaccio": "...vedo la maestá der Colosseo, vedo la santitá der Cupolone, e so' piú vivo, e so' piú bbono..." que yo cantaba en Roma (y canto en mi casa) tan apasionadamente como un romano di Roma (adoptado):
"...Admiro la majestad del Coliseo, contemplo la santidad de la gran Cúpula (del Vaticano), y me siento más vivo, y más bueno..."
Sí, sí; ¡sic!: Más vivo y más bueno cuando veo la majestad y la santidad.
p.s. Si no lo entienden, no merece la pena explicarselo. Mi dispiace.
+T.
jueves, 25 de febrero de 2010
El Aquelarre de las excelentísimas
Con Goya, el pintor, mantengo una extraña relación: No siento pasión por su pintura, pero reconozco que pocas veces se ha plasmado mejor en una obra pictórico-gráfica una nación/un mundo/un momento. En este sentido me parece fascinante, incluso insuperable. Goya parece que pinta profecías fatales, como si las brujas de sus aquelarres le hubieran insuflado una visión agorera para adelantar en un lienzo o una plancha el horrendo futuro de España.
Ayer las abyectas titulares del ordeno y mando eran como el trasunto de una pintura negra. Las tales tienen cara de lo que son y son como sus respectivas faces, degeneradas, prostituídas al poderío, sin escrúpulos para poner muerte en la leyes. Pintarrajeadas, asquerosamente maquilladas a la moda de las peores, hacen lo mismo con las leyes que engendran desde las matrices pútridas de sus mentes de hembras de sentina; saben que cuecen su olla podrida para la famélica legión engordada con pienso fácil, pero por si acaso despertara la conciencia de la infecta "ciudadanía", mantienen el arte de la confitería de las brujas y acaramelan la ponzoña diciendo libertad-derecho-progreso donde esconden matanza-crímen-parricidio-aborto.
Las ellas degeneradas, ayer, con pantomima de vencedoras, se besaban y se dejaban unas a otras junto el rocetón de carmín caro el hilillo de baba sucia y el aliento hediondo de las brujas. Tienen cara de lo que son, son lo que llevan en la cara.
Goyescas oscuras, el sótano de la cloaca, la estercolera de la cuadra, el pudridero de los muertos sin nombre. Como las brujas de los cuadros del Lázaro Galdiano llevan cuerpecillos inmaduros en un canasto de mugre, criaturas sin madurar ahorcadas en el palo de sus escobas, muertecillos destripados con las cabecitas descoloridas aplastadas debajo de sus tacones. De las carpetas y los portafolios de sus excelentísimas y sus señorías chorrea un reguerillo de sangre y placenta que encharca los pasillos de sus palacios donde se legisla la muerte.
Ellas, con un coro de carcajadas horrísonas, con rumbo de hembras mortíferas, van pisando fuerte, metiendo ruído, triunfadoras bailando una danza infernal de muerte. Una re-versión del triste concierto que forman tocando a muerto la campana y el cañón, con ellas contentas porque el bronce suena por los fantasmas de los que no nacieron y el cañón es revolución de la escoria del mujerío.
Siniestra época en que las mulas estériles asesinan a inocentes tirando coces de leyes, con el cetro de la muerte en las pezuñas de la fieras, con las brujas del Goya más tremendistamente español gobernando, furiosas hechiceras de espanto y muerte bajo la presidencia del Gran Cabrón de ese aquelarre.
&.
domingo, 21 de febrero de 2010
Las Tentaciones del Hijo
Me es fácil imaginar la escena de las tentaciones del Señor en el desierto: El yermo y rocoso desierto de Judea, las soledades abruptas cercanas a Jericó, donde se enriscan algunos monasterios ortodoxos en quasi imposibles equlibrios, sobre precipicios de vértigo. Ese tuvo que ser el paisaje.
Después puedo seguir la escena, tal y como la narran los Santos Evangelios, con los tres momentos/tres asaltos diabólicos que detallan San Mateo y San Lucas (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13); incluso puedo representarme el enigmático sumario, más reservado, de San Marcos (Mc 1, 12-13).
Sin embargo toda esta facilidad de composición de lugar se me descompone en cuanto intento profundizar en la escena, una de las más impenetrables de los Misteria Vitae Christi. Suelo recordar, cuando predico el Evangelio de las Tentaciones en el Desierto, que es uno de los pocos (único?) momentos de la Vida del Señor que no cuenta con testigos humanos: Sólo están Él, Satanás, y esos Ángeles ministrantes que refieren San Mateo y San Marcos. El valor de este Evangelio aumenta cuando advertimos que la narración recogida por los Evangelistas sólo pudo hacerla el mismísimo Jesucristo, probablemente en uno de esos momentos en que instruía privadamente a sus Apóstoles.
También puedo imaginar el impacto (caras de galileos asombrados, perplejos y atemorizados) de la narración del Señor en sus discípulos. Incluso la facilidad con que pudieron retener lo sustancial de las tres tentaciones (Mt y Lc) o el respeto religioso y temeroso que trasluce el breve sumario de San Marcos; o el silencio de San Juan. Un momento de verdadera impresión, inolvidable para los que lo oyeron por vez primera, cuyas almas y mentes quedarían fascinadas y sobrecogidas con el Señor, protagonista vencedor de aquel combate.
Era la primera vez, desde el Edén, que Satanás era vencido en el mundo por un hombre. Desde la caída de los padres primigenios, Adán y Eva, el Demonio había sido el vencedor y los hombres los vencidos. Una humanidad derrotada, humillada, envilecida, corrompida, esclavizada y víctima del dolor, la frustración y la muerte. Y con el hombre vencido, la imagen de Dios profanada en el hombre, hecho a semejanza del Creador.
En aquel desierto de la tentación, el Hijo del Hombre está expuesto absolutamente, indefenso e inerme en su humanidad real. Pero es Dios. Algo que intuye Satanás, con perspicacia y sabiduría diábolica, sapiente pero atormentadamente inquieto. El demonio está profundamente turbado, más allá de la perpetua turbación que es su estado habitual de condenado. Barrunta como una fiera la Divinidad presente, pero no está cierto, no alcanza a vislumbrar nítidamente la Luz de Luz que se vela tras la carne humilde del Nazareno, el Redentor, Dios y Hombre. Por eso sus insidiosas preguntas, que quieren adivinar: - "Si eres Hijo de Dios..."
No puedo (no quiero) imaginar la voz del Satán. En la iconografía unas veces aparece como un diablo figurado con las horrendas formas demoníacas, medio humano medio animal monstruoso; otras veces lo representan como un personaje opaco, taimado, con vestido pardo y capuchón que le tapa el rostro, o embozado en ropas sombrías, o como una sombra turbia, feroz como una alimaña al acecho. Así lo pintamos, pero la realidad tuvo que ser tan maligna como su autor, la maldad mayor del universo de las criaturas, el ser más pervertido del mundo existente. Ese fue el que tentó a Jesús, el Nazareno.
No recuerdo bien, pero me parece que es en los Misteria Vitae Christi de Francisco Suárez donde se explica que el Diablo sabia cosas del Redentor, de su tiempo que se aproximaba, de su presencia inminente y profetizada. Y, de forma más inmediata, nuestros teólogos enseñan que Satanás escuchó conturbado hasta el fondo de su maligna esencia las palabras del Padre en el momento del Bautismo de Cristo en el Jordán: - "Este es mi Hijo amado, en Quien me complazco". Después de esta proclamación celestial, Satán, envuelto en un torbellino de zozobras, necesitaba saber, saber más de aquel "Hijo Amado". El Misterio de la Salvación oculto en el seno sacrosanto de la Trinidad desde toda la eternidad comienza a desvelarse, a revelarse, para salvación del mundo y conmoción del demonio, que quiere saber sobre lo que será el comienzo de su final.
La derrota del diablo sucede en esos tres asaltos, resistidos, rechazados, vencidos absolutamente y con toda resolución eficaz por Cristo, tan humilde y potente a la vez: Siervo de Dios y Señor.
Acabando la meditación, con esos flashes de alma en los que uno parece como si viera la escena y la entendiera, un poco, en su tremenda realidad, comprendiendo la magnitud de la lucha entre el Salvador de los hombres y el enemigo maligno y ancestral; sobrecogido también, me refugio y descanso en la imagen reconfortante de los Ángeles que parecen finalmente sirviendo a Cristo, los Ángeles ministros de su gloria que se acercarían reverentes y adorantes al Hijo, al Cordero Divino que acaba de vencer - Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal - al infame tentador de los hombres, su perdedor.
Todo esto, en menos y más sabias palabras, lo dice mejor San Agustín, con ricas y más fructíferas reflexiones:
Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era tentado por el diablo, ya que en él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consiguientemente, tenía de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti.
Si en él fuimos tentados, en él venceremos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también a ti mismo victorioso en él. Hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo;
pero entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a vencerla. De los Comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos
(Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766)
Que les aproveche a ustedes, como reconfortante lectura cuaresmal.
+T.
jueves, 18 de febrero de 2010
Febrero mojado
Está lloviendo como antiguamente, como en tiempos de Franco, como en los años 60 en que nací y crecí. Lo mismo, pero con las modernuras del siglo XXI. Hay los mismos charcos, pero son más duros. Antes había más albero, y los charcos parecían sopa de puré con bordes de natillas de vainilla con canela. Ahora los charcos son grises, de asfalto y pavimento con losas rotas. También me gustan porque me gustan los charcos de lluvia. Pero los de antes tenían más color.
Los que han ganado en color son los paraguas que antes eran menos coloridos, pero los de ahora se rompen más y con más fácilidad. Yo llevo dos paraguas rotos en lo que llevamos de temporada, uno con una varilla doblada por una ventolera, y el otro despuntado por el regatón. Y no tienen arreglo, porque ya no hay paragüeros; antes sí.
En mi pueblo el que arreglaba los paraguas era el hojalatero, un viejecillo con gorra y pelliza y un zahón de cuero para cubrirse la pechera y las piernas mientras trabajaba. Se sentaba en un banquillo, en la esquina de la calle Real, frente a la Peña, y arreglaba las cacerolas, los peroles, los cazos, los pucheros y cualquier cacharro que se pudiera arreglar con sus lañas de estaño. A mí me gustaba verle, menudillo y canijo, con barba de dos o tres días, con la colilla de un cigarro liado en la boca, con unas gafas de culo de vaso que se sujetaba con una cinta negra de elástico. Tenía una especie de hornillo portatil, con carbón encendido, y allí ponía al rojo unos hierros con mango de madera con los que aplicaba el estaño en el culo agujereado de los cacharros, o pegaba con lo mismo las asas desprendidas. Cuando derretía el estaño quemaba también pez rubia, que desprendía un olor atractivo, inconfundible.
El hojalatero se ponía en su esquina cuando daban las nueve, casi a la misma hora que pasaba el carro de la basura. En mi pueblo había un basurero para toda la vecindad, y no era un pueblo chico, que tenía casi seis mil vecinos. Pero entonces no había tanta basura. En mi casa se tiraba un cubo, con papeles, granzas de café molido, cáscaras de huevo, algunas mondas de fruta y los barridos de casa. No había más, porque los desperdicios de la mesa y la cocina se echaban de comer a los gatos o a las gallinas. No se conocía la palabra "reciclar" ni éramos "ecologistas" ni nada de eso; pero las casas se administraban con admirable economía y aprovechamiento de medios. Hasta los jaramagos que salían en el tejado se cortaban y se ponían en la jaula de los jilgueros, para que picaran las flores amarillas.
A mí me gustaba poner las hojas de los rábanos en las jaulas de las perdices, que mi padre las tenía en un techado junto a las cuadras, para llevarlas de reclamo a las cacerías. Las pobres se tirabn todo el día cantando cuchi-chí-cuchí-chí, en sus jaulas de alambre, tan bonitas con su ojillo ribetado de grana, y sus patitas coloradas.
Los días de lluvia las gallinas del corralón se quedaban dentro del gallinero, en su palo, con la cresta lacia caida al lado. Y el gallo asomaba valentón por el alero del cobertizo, cantado a su hora. Cuando se recogían los huevos, me gustaba sentir en las manos frías el calorcillo de la cáscara, todavía templada sobre la paja limpia de los ponederos.
Lo mejor era un día de lluvia con resfriado, pasando la mañana en la cama, sin tener que ir al colegio. Me llevaban el desayuno en una bandeja, con su mantelito y su servilleta, que siempre terminaban empapadas en café con leche, que se derramaba siempre. Para migar me traían rebanadas de pan fritas con canela y azúcar, o unas tostadas con matequilla que también se caían sobre el mantelillo de la bandeja, con la cara de la mantequilla bocabajo; si era mermelada te pringaban de dulce pegajoso desde los dedos al codo y los pelos. Apañarse con la mermelada en un desayuno de cama es una problemática habilidad que todavía no domino. El azucarero no se volcaba porque tenían la prudente precaución de ponerle el azúcar a la leche en la cocina.
A eso de las 11 me levantaban de la cama, me lavaban, me vestían, me peinaban y me sentaban en la mesa camilla grande del salón, junto a la cristalera del balcón bajo que daba a la calle Real. Esa era la hora en que pasaba el panadero, con su burra cargada con dos serones de lona blanca y talabartería; el pan venía todavía caliente del horno, cubierto con unos lienzos bastos, y hasta al salón, por la cristalera, llegaba el olor del pan recien hecho. Las mañanas que estaba en casa, me compraban una rosca de trenza, para chuchería y abrirme el apetito.
A las once y media o así llegaba mi padre, a dar una vuelta, después de tomarse un café en la Peña. Entraba, me tomaba la temperatura con la mano y me daba un par de caramelos de Almendralejo, de los gordos, para que los chupara porque eran de malvavisco, que venían muy bien para los resfriados. Los caramelos aquellos apenas me cabían en la boca, de grandes que eran, y duraban una rato grande, chupa que te chupa; parecía que no se gastaban.
Mi madre aparecía a ratos, para mover el brasero y echar un poco de alhucema, que llenaba el salón de olor y de humo. Sobre las doce llegaban las chachas. En mi casa ya no teníamos para pagar criadas, pero las antiguas que habían servido venían todos los días para hacer algo, a ayudar a lavar, o en la cocina, o para ir por los mandados a la plaza. La más cariñosa conmigo era Camilita la del Pino, chiquitita y sin dientes, con su moñillo recogido y su mantón de lana con flecos gordos. Algunas mañanas también venía Rafaela, la que fue niñera de mi padre; la pobre estaba viuda, con dos hijos en Alemania, y se venía a casa a llorar cuando estaba tristona. Mis tías le ponían una silla baja en la cocina y le daban un café, o le mandaban hacer algo, para que se distrajera. Un día me contó no recuerdo quién que Rafaela bebía, que se compraba un cuartillo de aguardiente en la taberna del Cruce, y cuando estaba con la pea se venía a casa a llorar. Y no paraba hasta que llegaba el señorito, su señorito (que era mi padre). Parece que la estoy viendo, viejecita, con los ojillos enrojecidos y el pañuelo y el mantón negro, con una esportilla de palma en la que ponía las cosillas que le preparaban mis tías, cosas de comer y alguna ropa. Mi padre siempre le metía en el bolsillo tres o cuatro duros, y Rafaela rompía otra vez a llorar, y me daba besos que olían a anís, y mis tías decían -"Ya está Rafaela, ya está; ya pasó, ya pasó; venga mujer, venga, que vas a ponerte mala, Rafaela, hija..."
Nati la del Curre tenía bigote, y espinaba cuando me daba besos, besitos en ristras que me sonaban como una retahila de cuchicheo en el oído. Y Manuela la del Bolo olía a leña, y me traía piñas tostadas, que tiznaban, con los piñones asomando como lengüecitas. Antonia la Perica nos llevaba palmitos, y bellotas, y madroños, y manojos de espárragos que el Perico, su marido, mandaba expresamente para mi abuela. Todas venían casi todos los días, y cada una traía alguna cosilla y se llevaba otra; siempre tenían algo para traer y siempre había algo para que se llevaran. A mí también me llamaban señorito, como a mi padre.
La visita más solemne era la del cura, que venía algunas mañanas a echar un rato con mi abuela; le sacaban café y unas bizcotelas de yema que mi abuela guardaba en la alacena alta. A mí me gustaba que me pusiera el bonete. En cuanto llegaba y me veía, se acercaba y me encasquetaba su bonete. Mi abuela se reía, y las chachas rompían a chillar, todas riendo también. Eso era cuando venía el cura viejo, tio Don Manuel, que era primo segundo de mi abuela, porque el cura nuevo dejó de ponerse el bonete. Mi tia Rosario decía que el cura nuevo era un mala cabeza, y mi abuela decía: -"Rosario, que está el niño delante". El niño era yo.
Me gustaba tanto el bonete del tio Don Manuel que mi tia Antoñita me hizo una vestimenta completa de cura, sotana, esclavina, fajín y bonete. Y me hicieron fotos, yo vestido de cura; y mis hermanas de monja, las dos; y me parece que mi hermano también. Mi hermano es un moderno de echarse a temblar, pero a mí el bonete aquel me hizo efecto.
Cuando llueve como ahora, parece que se me enternecieran recuerdos, remojados y blandos como el pan en la sopa, con charcos de pasado reflejando retazos de vida, de casa, con cosas y gentes queridas que vuelven a la memoria, suaves y templadas como el beso que me daban cuando me iba a dormir.
+T.
Los que han ganado en color son los paraguas que antes eran menos coloridos, pero los de ahora se rompen más y con más fácilidad. Yo llevo dos paraguas rotos en lo que llevamos de temporada, uno con una varilla doblada por una ventolera, y el otro despuntado por el regatón. Y no tienen arreglo, porque ya no hay paragüeros; antes sí.
En mi pueblo el que arreglaba los paraguas era el hojalatero, un viejecillo con gorra y pelliza y un zahón de cuero para cubrirse la pechera y las piernas mientras trabajaba. Se sentaba en un banquillo, en la esquina de la calle Real, frente a la Peña, y arreglaba las cacerolas, los peroles, los cazos, los pucheros y cualquier cacharro que se pudiera arreglar con sus lañas de estaño. A mí me gustaba verle, menudillo y canijo, con barba de dos o tres días, con la colilla de un cigarro liado en la boca, con unas gafas de culo de vaso que se sujetaba con una cinta negra de elástico. Tenía una especie de hornillo portatil, con carbón encendido, y allí ponía al rojo unos hierros con mango de madera con los que aplicaba el estaño en el culo agujereado de los cacharros, o pegaba con lo mismo las asas desprendidas. Cuando derretía el estaño quemaba también pez rubia, que desprendía un olor atractivo, inconfundible.
El hojalatero se ponía en su esquina cuando daban las nueve, casi a la misma hora que pasaba el carro de la basura. En mi pueblo había un basurero para toda la vecindad, y no era un pueblo chico, que tenía casi seis mil vecinos. Pero entonces no había tanta basura. En mi casa se tiraba un cubo, con papeles, granzas de café molido, cáscaras de huevo, algunas mondas de fruta y los barridos de casa. No había más, porque los desperdicios de la mesa y la cocina se echaban de comer a los gatos o a las gallinas. No se conocía la palabra "reciclar" ni éramos "ecologistas" ni nada de eso; pero las casas se administraban con admirable economía y aprovechamiento de medios. Hasta los jaramagos que salían en el tejado se cortaban y se ponían en la jaula de los jilgueros, para que picaran las flores amarillas.
A mí me gustaba poner las hojas de los rábanos en las jaulas de las perdices, que mi padre las tenía en un techado junto a las cuadras, para llevarlas de reclamo a las cacerías. Las pobres se tirabn todo el día cantando cuchi-chí-cuchí-chí, en sus jaulas de alambre, tan bonitas con su ojillo ribetado de grana, y sus patitas coloradas.
Los días de lluvia las gallinas del corralón se quedaban dentro del gallinero, en su palo, con la cresta lacia caida al lado. Y el gallo asomaba valentón por el alero del cobertizo, cantado a su hora. Cuando se recogían los huevos, me gustaba sentir en las manos frías el calorcillo de la cáscara, todavía templada sobre la paja limpia de los ponederos.
Lo mejor era un día de lluvia con resfriado, pasando la mañana en la cama, sin tener que ir al colegio. Me llevaban el desayuno en una bandeja, con su mantelito y su servilleta, que siempre terminaban empapadas en café con leche, que se derramaba siempre. Para migar me traían rebanadas de pan fritas con canela y azúcar, o unas tostadas con matequilla que también se caían sobre el mantelillo de la bandeja, con la cara de la mantequilla bocabajo; si era mermelada te pringaban de dulce pegajoso desde los dedos al codo y los pelos. Apañarse con la mermelada en un desayuno de cama es una problemática habilidad que todavía no domino. El azucarero no se volcaba porque tenían la prudente precaución de ponerle el azúcar a la leche en la cocina.
A eso de las 11 me levantaban de la cama, me lavaban, me vestían, me peinaban y me sentaban en la mesa camilla grande del salón, junto a la cristalera del balcón bajo que daba a la calle Real. Esa era la hora en que pasaba el panadero, con su burra cargada con dos serones de lona blanca y talabartería; el pan venía todavía caliente del horno, cubierto con unos lienzos bastos, y hasta al salón, por la cristalera, llegaba el olor del pan recien hecho. Las mañanas que estaba en casa, me compraban una rosca de trenza, para chuchería y abrirme el apetito.
A las once y media o así llegaba mi padre, a dar una vuelta, después de tomarse un café en la Peña. Entraba, me tomaba la temperatura con la mano y me daba un par de caramelos de Almendralejo, de los gordos, para que los chupara porque eran de malvavisco, que venían muy bien para los resfriados. Los caramelos aquellos apenas me cabían en la boca, de grandes que eran, y duraban una rato grande, chupa que te chupa; parecía que no se gastaban.
Mi madre aparecía a ratos, para mover el brasero y echar un poco de alhucema, que llenaba el salón de olor y de humo. Sobre las doce llegaban las chachas. En mi casa ya no teníamos para pagar criadas, pero las antiguas que habían servido venían todos los días para hacer algo, a ayudar a lavar, o en la cocina, o para ir por los mandados a la plaza. La más cariñosa conmigo era Camilita la del Pino, chiquitita y sin dientes, con su moñillo recogido y su mantón de lana con flecos gordos. Algunas mañanas también venía Rafaela, la que fue niñera de mi padre; la pobre estaba viuda, con dos hijos en Alemania, y se venía a casa a llorar cuando estaba tristona. Mis tías le ponían una silla baja en la cocina y le daban un café, o le mandaban hacer algo, para que se distrajera. Un día me contó no recuerdo quién que Rafaela bebía, que se compraba un cuartillo de aguardiente en la taberna del Cruce, y cuando estaba con la pea se venía a casa a llorar. Y no paraba hasta que llegaba el señorito, su señorito (que era mi padre). Parece que la estoy viendo, viejecita, con los ojillos enrojecidos y el pañuelo y el mantón negro, con una esportilla de palma en la que ponía las cosillas que le preparaban mis tías, cosas de comer y alguna ropa. Mi padre siempre le metía en el bolsillo tres o cuatro duros, y Rafaela rompía otra vez a llorar, y me daba besos que olían a anís, y mis tías decían -"Ya está Rafaela, ya está; ya pasó, ya pasó; venga mujer, venga, que vas a ponerte mala, Rafaela, hija..."
Nati la del Curre tenía bigote, y espinaba cuando me daba besos, besitos en ristras que me sonaban como una retahila de cuchicheo en el oído. Y Manuela la del Bolo olía a leña, y me traía piñas tostadas, que tiznaban, con los piñones asomando como lengüecitas. Antonia la Perica nos llevaba palmitos, y bellotas, y madroños, y manojos de espárragos que el Perico, su marido, mandaba expresamente para mi abuela. Todas venían casi todos los días, y cada una traía alguna cosilla y se llevaba otra; siempre tenían algo para traer y siempre había algo para que se llevaran. A mí también me llamaban señorito, como a mi padre.
La visita más solemne era la del cura, que venía algunas mañanas a echar un rato con mi abuela; le sacaban café y unas bizcotelas de yema que mi abuela guardaba en la alacena alta. A mí me gustaba que me pusiera el bonete. En cuanto llegaba y me veía, se acercaba y me encasquetaba su bonete. Mi abuela se reía, y las chachas rompían a chillar, todas riendo también. Eso era cuando venía el cura viejo, tio Don Manuel, que era primo segundo de mi abuela, porque el cura nuevo dejó de ponerse el bonete. Mi tia Rosario decía que el cura nuevo era un mala cabeza, y mi abuela decía: -"Rosario, que está el niño delante". El niño era yo.
Me gustaba tanto el bonete del tio Don Manuel que mi tia Antoñita me hizo una vestimenta completa de cura, sotana, esclavina, fajín y bonete. Y me hicieron fotos, yo vestido de cura; y mis hermanas de monja, las dos; y me parece que mi hermano también. Mi hermano es un moderno de echarse a temblar, pero a mí el bonete aquel me hizo efecto.
Cuando llueve como ahora, parece que se me enternecieran recuerdos, remojados y blandos como el pan en la sopa, con charcos de pasado reflejando retazos de vida, de casa, con cosas y gentes queridas que vuelven a la memoria, suaves y templadas como el beso que me daban cuando me iba a dormir.
+T.
miércoles, 17 de febrero de 2010
A propósito de la ceniza del Miércoles de Ceniza
Ignoro por qué y de dónde y cual sea la práctica de cada sitio y lugar, pero me asombra que estas cosas se hagan tan incorrectamente y que, encima, se crean que se hacen bien y que los que procuramos hacerlo correctamente nos veamos obligados a explicar que lo que hacemos es lo que se debe hacer como se debe hacer.
Me refiero al detalle de la imposición de la ceniza, que veo por un sitio y por otro que se pone absurdamente en la frente, marcando una cruz de ceniza entre el arranque del pelo y el entrecejo, es decir, en mitad de la frente.
La liturgia ha tenido siempre mucho cuidado de no caer en la irrisión, algo tan posible cuando algunas veces es tan delicado el equilibrio entre lo sublime y lo risible. Y tiznar a una persona en medio de la frente con ceniza es algo que puede facilmente provocar la hilaridad, la risa incontenible.
Recuerdo algunos Miércoles de Ceniza divertidísimos, riéndome, flojito de risa, en el banco de la Iglesia, con mis amigos, viendo y comentando a los "cenicientos-as". Y todo con toda piedad, mis píos amigos y yo.
¿Dónde se pone-impone la ceniza? Escuchen ustedes la voz del súper-liturgo Don Gregorio Martínez de Antoñana, indiscutible autoridad:
"...A los laicos se impone sobre el cabello, cerca de la frente. No es necesario tocar la cabeza con los dedos; basta esparcir sobre ella la ceniza a modo de cruz..."
"...El Celebrante y los ministros sagrados bajan a la entrada del presbiterio, y allí imponen...sobre el cabello cerca de la frente..."
Advierte que a las mujeres se les ponga la ceniza en el pelo, no sobre el velo, en la parte que queda descubierta la cabellera cerca de la frente, procurando no tocar el velo:
"...Moniálibus aliisve muléribus, quarum capilli capitis propter velum mínime appareant, cíneres in modum crucis sparaguntur non in fronte sed circa velum, qui tamen velum tangatur" (Ephem.Lit. 37-1923-95)
Para todo esto que cito cfr. G. Martínez de Antoñana, Manual de Liturgia Sagrada, trat. IV, secc. 2ª cap. II.-Miércoles de ceniza, nº 719 con sus respectivas notas (cito la VIIIª edición Madrid 1950, edit. Coculsa).
Así y todo me temo que tanta gente sea "devota" del tiznón en la frente, que a mí, señoras y señores míos, me provoca, naturalmente, risa incontenible y cenicienta.
Con todos mis des-respetos si son ustedes aficionados a la ceniza como no se debe:
Inmutemur habitu!!! (aplíquense la antífona, please).
+T.
lunes, 15 de febrero de 2010
Carnaval del '94 hace 16 años, cuando mandaba el Felipe
Fue una de las chirigotas con más gracia de todas las chirigotas de todos los tiempos. Y miren ustedes lo que cantaban Las Viudas:
Si se cambia el Felipe por Zeta-pe-do, el efecto es el mismo, tragicómicamente. Porque el mequetrefe papá de las dos niñas góticas (en la Moncloa siempre es carnaval), ha hecho que España recule 16 años atrás, el mamarracho.
A ver si se lo lleva el temporal y que se lo coman los tiburones del Pacífico, que son los más grandes, y no dejan ni un cachito de adn, no vaya a ser que lo clonen en un laboratorio de Frankestein (que me han dicho que sale con una de las niñas (a la otra la pretende el Hombre Lobo)).
Pero seguro, segurito, que cuando nos recuperemos (que va pa largo) habrá otra vez chusma y plebe que vote al partiducho del capullo en el puño.
Pongo más Viudas, para cerrar el cuadro:
Nota Previa: Tengan cuidado los remilgados escrupulosos, que las Chirigotas de Cadiz no son para sensibilidades pazguatas. Además advierto que la gracia de Cái es como la manzanilla de Sanlúcar, que se remonta y pierde esensia si sale fuera de sus fronteras naturales.
Otra nota: Yo soy gaditano remoto, porque mi padre y madre se fueron de viaje de novios a Cadiz. Y por eso.
Ç.
Si se cambia el Felipe por Zeta-pe-do, el efecto es el mismo, tragicómicamente. Porque el mequetrefe papá de las dos niñas góticas (en la Moncloa siempre es carnaval), ha hecho que España recule 16 años atrás, el mamarracho.
A ver si se lo lleva el temporal y que se lo coman los tiburones del Pacífico, que son los más grandes, y no dejan ni un cachito de adn, no vaya a ser que lo clonen en un laboratorio de Frankestein (que me han dicho que sale con una de las niñas (a la otra la pretende el Hombre Lobo)).
Pero seguro, segurito, que cuando nos recuperemos (que va pa largo) habrá otra vez chusma y plebe que vote al partiducho del capullo en el puño.
Pongo más Viudas, para cerrar el cuadro:
Nota Previa: Tengan cuidado los remilgados escrupulosos, que las Chirigotas de Cadiz no son para sensibilidades pazguatas. Además advierto que la gracia de Cái es como la manzanilla de Sanlúcar, que se remonta y pierde esensia si sale fuera de sus fronteras naturales.
Otra nota: Yo soy gaditano remoto, porque mi padre y madre se fueron de viaje de novios a Cadiz. Y por eso.
Ç.
domingo, 14 de febrero de 2010
San Valentín en Carnaval
Da esa casualidad, hoy Domingo de Carnaval y Dia de Enamorados. Con un par, o tres, de noticias frívolas de des-enamorados que atentan enamoramiento "nuevo". Los enamorados "de oficio", podríase decir. Incluso "de beneficio".
El beneficio en el amor es aquel oficio más viejo del mundo, que se decía en circunloquio bienhablado para no decir "las cuatro letras" (otra paráfrasis de lo mismo). Pero con la prensa rosa en expansión triunfante e imperio dominante, eso del oficio más viejo con 4 letras se ha reciclado y puesto al día de forma asombrosamente rentable. No sé cuántas comerán de eso sin sentirse comprendidas en las im-putables 4 letras, siendo, al fin y al cabo, una modalidad de lo mismo. Como corresponde, también hay "ellos" en el negocio. Y grupo mixto.
El asunto es que el Papa ha dicho, hace una semana o dos, que a ver si se formalizan con seriedad los asuntos de las bodas, de los matrimonios canónicos. A mí que las moras se casen con velo y con moro, me importa una babucha. Y lo respectivo a otras formas paganas, lo mismo o menos todavía. Pero lo católico sí me afecta; no por interesado directo, sino colateral-indirecto-implicado.
Pero vayamos al ejemplo, que son dos muy notables: Si se confirma el rumor, ¿habrá algún tribunal eclesiástico que declare nulo el casorio de la infanta con su ya divorciado cónyuge? Y si tamaña pantomima se consumara, ¿habrá algún purpurado o mitrado que se atreva a incoar nuevo expediente matrimonial de alguno de los susodichos, infanta ella y ex-duque él?
¿Y el torero con medalla hijo de su madre hija de torero que casó con la niña de la duquesa por antonomasia y se divorciaron y que están en trance de lo mismo? ¿Habrá algún tribunal eclesiástico que declare nulo su matrimonio canónico? ¿habrá luego alguna mitra, vicario episcopal o párroco que les consienta a él a ella o a ambos otra "tentativa"?
Da la casualidad que las dos parejas desemparejadas en cuestión se casaron en la Catedral de Sevilla, nada más y nada menos; la infanta con su prenda adorada en el Altar Mayor, y el torero con su perla de valor en un altar ad casum delante de la puerta de la Inmaculada (el rango es el rango).
En Sevilla, entre otras instituciones dignas de mención y perenne recordación, funciona un Tribunal Diocesano de 1ª y 2ª instacia, muy célebre por las muchísimas nulidades que ha tramitado, tramita y sentencia. Célebres han sido algunos de sus jueces-presidentes, con trayectorias y anécdotas muy atractivas, de esas que se cuentan pero no se escriben, que todo el mundo sabe pero nadie se hace cargo. Lo mismo de célebres son las tres o cuatro o cinco familias de abogados y procuradores que comen de eso, todas respetabilísimas y cotizadísimas, firmas de toda solvencia y discreto oficio. Esto es así.
Pero es el Papa el que está diciendo que no debe ser así, que no puede seguir siendo así.
El problema (es mi opinión) es haberlos admitido al matrimonio siendo quienes eran, con sus respectivas procedencias. Tal cual.
Quiero decir que a esta gente habría que exigirles más, mucho más, con muchas firmas y contrastados testimonios y hasta dossieres completos de ellos y sus parentelas próximas y remotas. Y médico, y psicólogos. Y más firmas, y más documentos. Y testigos garantizados, probados, jurados.
Y crear un nuevo impedimento canónico, o dos, o tres, que tipifiquen estas circunstancias que afectan a ese tipo de pretendientes al matrimonio: Impedimento de "clase", o de "jet", o de "vip", o de "nivel", o de "renta", o de "patrimonio", o de "fortuna". O algo así. No sé si me explico. Y que el impedimento sea, de entrada, indispensable salvo excepcionales excepciones.
Y hasta aquí llego porque llegado a este necesario planteamiento, me pierdo. Me pierdo porque yo mismo me planteo las objecciones, los dubia, la autocrítica que se dice. Con toda contundencia. Y al final casi resuelvo que las cosas tal y como están y pasan, no están tan mal. Pero vuelvo a lo de principio y recuerdo los abusos de esa gente (infantas y toreros) y se me revuelven las tripas con sulfuración.
Esta gente no debería caber en las iglesias, esta gente nunca deberían admitirse al matrimonio. Que los case un ujier de palacio o un alguacilillo de plaza de toros. Esta gente no merece el Sacramento. Por antecedentes probados y por consecuentes probables.
Pero siempre hay un "perlado" (sic) que dice sí.
Y nosotros, los "humildes", pagamos el descrédito y cargamos con el berrenchín.
Los antiguos decentes decían que las peores suciedades se perpetran en las clases más conspícuas y las más ínfimas, que van al alimón en desvergüenzas porque no temen deshonra, unos porque tienen mucho y otros porque tienen nada; a ninguno les importa que se sepan sus escándalos o se vean sus basuras.
En fin, esto era una expansión a propósito del tema...antes de que le compre a mi tía el ¡Hola! de esta semana, que a ella le distrae mucho (y a mí me pone a rabiar).
Nada más
&.
Hablar de amor por San Valentín
Un amor cumplido es un amor terminado. Los amores que perduran son quereres insatisfechos, ansiosos, nunca alcanzados, vivos pero en agonía incesante, nunca colmados. Y siempre temerosos. Quien diga que los celos no son amor verdadero, nunca ha estado enamorado de verdad.
Como es San Valentín, pega hablar de amor. El otro día me dijeron que era un "cursi". Lo que soy es un romántico, de levita y capa, pelo a lo Liszt, letra de pata de araña y telón con candilejas por delante y el escenario detrás, que no se ve, con paisaje nocturno, media luna y nubarrón sobre castillo enriscado. Y estrellas.
Mis amigos que se han casado tienen el amor menos romántico que yo. También es cierto que lo tienen más realizado, lo gozan más en efectivo. Pero el mio es una reserva de solera, añejada y enriquecida con velo de exquisita flor, etéreo aroma apenas destapado. Eso es lo que digo yo. Y me dicen que cuento, que es cuento y romance al viento. Yo también lo digo.
Con un suspiro se van
vueltos aire sangre y vida;
lo que dentro me latía
en un suspiro se va...
...Y queda en mi corazón,
viva la perenne herida
que es el eje de mi vida,
doliente siempre de amor
(mi suspiro es mitad viento,
la otra mitad oración).
Hace poco casi escandalicé en una conversación a tres bandas (dos cuñados, dos hermanas (sus mujeres) y yo) cuando comenté que me gustaba especialmente la peli de Scorsese "La edad de la inocencia". La novela de Edith Wharton también, cuando la leí hará casi veinte años, y que no he vuelto a releer; pero la peli sí la re-veo, bastante. Es deliberadamente refinada, con un doblaje en español excelente, especialmente la voz en off de la narradora, digna de oscar si dieran oscar a las voces en off.
La banda sonora de Elmer Bernstein es insuperable en su género, una pieza clásica, como el engaste en cine de una joya del mejor romanticismo musical. Me gusta, sobre todo, el vals.
También me gustan Las Penas del Joven Werther. Y Schubert. Y Tchaikovsky. Y Brahms.
Por todo esto me gusta muy poco que se celebre como se celebra San Valentín.
Una vez le dije a un amigo que aquella pachanga rockera que estaba escuchando mal cantada por una cuadrilla de drogatas, era una preciosa canción de fines del XVIII, que hizo furor poco antes de la Revolución, de Martini, que es famoso por sólo esa canción de amor. Me respondió que no dijera tonterías. Cuando le puse una grabación de la canción original, para que comparara, no la reconoció. Y a mí me dio tristeza que no la supiera oir.
&.
viernes, 12 de febrero de 2010
Un sacrilegio a cámara lenta, con testigos y youtube
No exagero, vean Uds. y horripílense (si tienen sentimientos católicos (o les quedan)):
Hace un par de días supe del episodio: El arzobispo de San José de Costa Rica celebra Misa con/para los candidatos que se presentan a las elecciones presidenciales. Dicen que es "costumbre" celebrar esa Misa (lamentable "costumbre" y mentecato el arzobispo, digo yo).
Uno de los presentes, un tal Otto Guevara que se presentaba a la elección, no podía comulgar por ser divorciado y estar "emparejado" con una. Esa "una" es la que se acerca a comulgar, con todo el desvergonzado desparpajo de una "una", y entabla ese "diálogo" (supongo que "explicativo") con el arzobispo. La "escena" termina con la "una" tomando la Sagrada Forma, y el obispo que "cede", consiente y la deja (¿para no escandalizar"???).
Con ademanes, poses y actitudes quasi de hembra de lupanar, hace con la Forma Consagrada todo eso que ustedes pueden ver en el youtube; la secuencia sacrílega "culmina" cuando la "una" pone media Forma en el bolsillo de la camisa roja de su querido, el político, que "devotamente" parece conmoverse por el gesto.
El sacrilegio (o los sacrilegios (¿cuántos son???)) se ha consumado, casi a cámara lenta.
Telón.
Dicen que "inmediatamente" se "subsanó" el espisodio y el Arzobispo mandó recoger "inmediatamente" la Forma profanada del bolsillo de la camisa de Otto Guevara. Eso no sale en el youtube, conque no consta cómo se desarrollaría ese "epílogo".
¿Y ahora qué?
¿Algún excomulgado?
¿El arzobispo presente, testigo y hasta yo diría que "cómplice", quedará impune, sin mónitum que le amoneste su mentecatez?
La "ella" no merece ni que la escupan; el pelele del politicucho, lo mismo. Y los presentes que no reacccionaron (todos) casi idem de idem.
La "causa", sin embargo, es más remota y tiene otros responsables: ¡Desgraciado el día y la hora en que el Papa de Roma consintió que la Sagrada Comunión se diera de forma irreverente! Desgraciado el Papa que consintió y los obispos (?) que lo pidieron, y los demás obispos y sacerdotes que promovieron, impusieron, fomentaron esa lamentable "práctica", tan "des-significativa". Si algunos "agentes" de dentro, cizaña del enemigo, prentendían con eso "desvalorizar" el Sacramento, lo han conseguido plenamente, con las consecuencias que se pueden ver en este horrendo vídeo, un ejemplo más escandaloso por tratarse de esos "protagonistas", pero una "anécdota", una más entre las cientos de miles de Comuniones irreverentes-sacrílegas que se consuman en tantas y tantas iglesias del Orbe Católico.
Hela aquí, nuestra Iglesia, des-catolizándose paso a paso, hoy más que ayer pero menos que mañana.
+T.
Hace un par de días supe del episodio: El arzobispo de San José de Costa Rica celebra Misa con/para los candidatos que se presentan a las elecciones presidenciales. Dicen que es "costumbre" celebrar esa Misa (lamentable "costumbre" y mentecato el arzobispo, digo yo).
Uno de los presentes, un tal Otto Guevara que se presentaba a la elección, no podía comulgar por ser divorciado y estar "emparejado" con una. Esa "una" es la que se acerca a comulgar, con todo el desvergonzado desparpajo de una "una", y entabla ese "diálogo" (supongo que "explicativo") con el arzobispo. La "escena" termina con la "una" tomando la Sagrada Forma, y el obispo que "cede", consiente y la deja (¿para no escandalizar"???).
Con ademanes, poses y actitudes quasi de hembra de lupanar, hace con la Forma Consagrada todo eso que ustedes pueden ver en el youtube; la secuencia sacrílega "culmina" cuando la "una" pone media Forma en el bolsillo de la camisa roja de su querido, el político, que "devotamente" parece conmoverse por el gesto.
El sacrilegio (o los sacrilegios (¿cuántos son???)) se ha consumado, casi a cámara lenta.
Telón.
Dicen que "inmediatamente" se "subsanó" el espisodio y el Arzobispo mandó recoger "inmediatamente" la Forma profanada del bolsillo de la camisa de Otto Guevara. Eso no sale en el youtube, conque no consta cómo se desarrollaría ese "epílogo".
¿Y ahora qué?
¿Algún excomulgado?
¿El arzobispo presente, testigo y hasta yo diría que "cómplice", quedará impune, sin mónitum que le amoneste su mentecatez?
La "ella" no merece ni que la escupan; el pelele del politicucho, lo mismo. Y los presentes que no reacccionaron (todos) casi idem de idem.
La "causa", sin embargo, es más remota y tiene otros responsables: ¡Desgraciado el día y la hora en que el Papa de Roma consintió que la Sagrada Comunión se diera de forma irreverente! Desgraciado el Papa que consintió y los obispos (?) que lo pidieron, y los demás obispos y sacerdotes que promovieron, impusieron, fomentaron esa lamentable "práctica", tan "des-significativa". Si algunos "agentes" de dentro, cizaña del enemigo, prentendían con eso "desvalorizar" el Sacramento, lo han conseguido plenamente, con las consecuencias que se pueden ver en este horrendo vídeo, un ejemplo más escandaloso por tratarse de esos "protagonistas", pero una "anécdota", una más entre las cientos de miles de Comuniones irreverentes-sacrílegas que se consuman en tantas y tantas iglesias del Orbe Católico.
Hela aquí, nuestra Iglesia, des-catolizándose paso a paso, hoy más que ayer pero menos que mañana.
+T.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Su pecho
Su pecho sonaba a medallas, la de oro de la Virgen, grande como el reloj de mi abuelo, y dos o tres más, pequeñitas, una del Patriarca, otra de San Antonio, y una con el corazón y las siete espadas, que se abría, como un guardapelo, y llevaba dentro un trocito del manto de la Soledad. A mí me gustaba abrirla, y darle un beso al cristalito que cubría el pedacito de terciopelo negro. Las llevaba en una cadena de oro, por encima del vestido; cuando iba a Misa y se ponía el velo, las dos puntas de blonda se las prendía con un alfiler de cabeza negra, sobre las medallas.
Olía a Flor de Blasón, un agua de tocador suave y dulce. Y también olía a violetas; y por el verano a jazmines, por la moña que se iba abriendo poquito a poquito, flor a flor, hasta quedar como un pomo blanco y suave sobre su pecho, junto a las medallas.
Siempre vestía de oscuro; llevó hábito de San José por una promesa que se echó por unas calenturas que pilló mi abuelo. Le gustaba tambien el morado, y el verde oscuro. Y el negro de los lutos. Y le sentaban tan bien, tan guapa y señoreada con sus colores "sufridos".
El pelo era blanco como la nácar, recogido en un moño con horquillas, con un par de peinecillos de carey. De noche, cuando se ponía el camisón, se soltaba las horquillas y se abría sobre la espalda una cabellera blanca, como el hada de un cuento. Y mi abuelo la miraba, embobado, como recien enamorado. Me gustaba mirar su melena abierta reflejada en el espejo del tocador; y a mi abuelo también.
Recuerdo la tarde de su muerte, tan vivamente como un flash, a golpe de imágenes. Después yo la buscaba en sus cosas, en el sonido de las varillas de su abanico, en el olor de su bolso, de sus pañuelos, del velo de misa. Me gustaba pasar las cuentas de su rosario, una a una, y besar las medallitas. Abría los cajones de su cómoda, y el secreter donde guardaba su joyero, y el costurero con los alfileteros, y su misal con las estampas. Yo tenía siete años, casi ocho. Y sabía, estaba seguro, que ya nadie me iba a querer como ella, nunca. Dormir sobre su pecho, sonando las medallas y oliendo a jazmines y a violetas, me parece un sueño de paraíso.
A veces retorno a su recuerdo, tan suave, con el ansia consciente de algo que ya nadie me dará aquí. Después me voy alejando, con un desconsuelo de niño desengañado, arisco con la realidad que te despabila desliendo lo soñado en la cruda luz de un áspero despertar que no se quiere.
Tengo su medalla de la Virgen, la llevo puesta. Y suena como entonces, lo mismo que cuando ella la llevaba. Ahora, tantos años después de mi último sueño de niño sobre su pecho, la tristeza se ha ido yendo, como un eco; su rostro, su imagen, unas veces se desdibuja, otras parece una visión reciente, casi viva. Mi amor por ella ha ido creciendo conmigo. Espero - creo - que el suyo por mí también.
+T.
Olía a Flor de Blasón, un agua de tocador suave y dulce. Y también olía a violetas; y por el verano a jazmines, por la moña que se iba abriendo poquito a poquito, flor a flor, hasta quedar como un pomo blanco y suave sobre su pecho, junto a las medallas.
Siempre vestía de oscuro; llevó hábito de San José por una promesa que se echó por unas calenturas que pilló mi abuelo. Le gustaba tambien el morado, y el verde oscuro. Y el negro de los lutos. Y le sentaban tan bien, tan guapa y señoreada con sus colores "sufridos".
El pelo era blanco como la nácar, recogido en un moño con horquillas, con un par de peinecillos de carey. De noche, cuando se ponía el camisón, se soltaba las horquillas y se abría sobre la espalda una cabellera blanca, como el hada de un cuento. Y mi abuelo la miraba, embobado, como recien enamorado. Me gustaba mirar su melena abierta reflejada en el espejo del tocador; y a mi abuelo también.
Recuerdo la tarde de su muerte, tan vivamente como un flash, a golpe de imágenes. Después yo la buscaba en sus cosas, en el sonido de las varillas de su abanico, en el olor de su bolso, de sus pañuelos, del velo de misa. Me gustaba pasar las cuentas de su rosario, una a una, y besar las medallitas. Abría los cajones de su cómoda, y el secreter donde guardaba su joyero, y el costurero con los alfileteros, y su misal con las estampas. Yo tenía siete años, casi ocho. Y sabía, estaba seguro, que ya nadie me iba a querer como ella, nunca. Dormir sobre su pecho, sonando las medallas y oliendo a jazmines y a violetas, me parece un sueño de paraíso.
A veces retorno a su recuerdo, tan suave, con el ansia consciente de algo que ya nadie me dará aquí. Después me voy alejando, con un desconsuelo de niño desengañado, arisco con la realidad que te despabila desliendo lo soñado en la cruda luz de un áspero despertar que no se quiere.
Tengo su medalla de la Virgen, la llevo puesta. Y suena como entonces, lo mismo que cuando ella la llevaba. Ahora, tantos años después de mi último sueño de niño sobre su pecho, la tristeza se ha ido yendo, como un eco; su rostro, su imagen, unas veces se desdibuja, otras parece una visión reciente, casi viva. Mi amor por ella ha ido creciendo conmigo. Espero - creo - que el suyo por mí también.
+T.
martes, 9 de febrero de 2010
El desconcertado y desconcertante Martini
Un prelado suelto, sin oficio ni beneficio, sin traba y con gusto escénico, es un peligro. Tanto más si se es eminencia y se ha gozado del candelero. Muchísimo más si ha mantenido su claque particular y se sigue presentando en los salones, los de su corte, con su corte fiel detrás.
Martini ha tenido pose y figura; y también genio. No el "genio" de los genios, sino el del berrenchín, el colérico, el señoril. Algunos de la Compañía le idolatraron y le siguen idolatrando. Hay que reconocer que vestido de moirè colorado causa una formidable impresión; incluso cuando se viste de burberrys, con cazadora y tirolés, estilo montería; incluso así tiene caché, tiene estampa.
Lo que pasa es que es cardenal del siglo XX-XXI, y esas estampas señoriles, nobles, de eminentísimo señor, de príncipe, ya no se llevan. Y en él son una manifiesta contradicción, un contrafuero ¿Jugamos a príncipe con moiré púrpura alternando con opción preferencial por los pobres? ¡Oh no! Eso no se puede, eso no se hace, eso no se debe. Desde tiempos de Carlos Borromeo, el "cardenal principesco" pasó. Un prelado milanés con desplantes, después de un San Carlos Borrromeo (o de un Beato Ildefonso Schuster) ni pega ni es creíble. Montini también jugó a ese extraño rol.
Cuando se fue a Jerusalén diciendo que se retiraba (¡ay quién pudiera!), algunos se lo creyeron. Pero lo de Jerusalén le duró poco. Todo cansa, ya se sabe. Y su eminencia no para de asomar la ilustre cabeza por donde le abren hueco, en cuanto le levantan una punta del telón. Le gusta. Y le gusta presentarse distinto, disidente, contestatario, inconformista. Un perfil del Mayo del 68 que fue y que para algunos (¿para el señor cardenal?) se les ha enquistado en síndrome, en achaque crónico. Con su edad, que son 83 años los que va a cumplir, se le pudieran disculpar estas veleidades (antiguamente se decía, simplemente, "chocheo").
Pero ese es el problema: Que no chochea, que habla con juicio (?). Y aconseja. Hasta tiene una especie de consultorio espiritual dominical en Il Corriere. El domingo pasado, por ejemplo, comentaba-aconsejaba-dictaba este oráculo:
"...Personalmente ho sempre auspicato che si aprano vie concrete per ristabilire il diaconato femminile. Le donne già fanno moltissimo per il servizio al popolo cristiano e possono fare ancora di più se munite dei necessari carismi e poteri sacri".
(Personalmente siempre he auspiciado que se abran vías concretas para restablecer el diaconado femenino: Las mujeres ya sirven muchísimo al pueblo cristiano y ahora pueden hacer mucho más si se las dotara de los necesarios carismas y potestades sagradas)
Esto dice el cardenal Martini, respondiendo a una consulta-sugerencia de una buena señora "inquieta" y descontenta con su simple suerte/rol de "mujer en la Iglesia".
También, en el mismo consultorio, opina "comprensivamente" de las relaciones-parejas homosexuales. No de manera escandalosa, pero sí con esa "sensibilidad abierta" que trasluce una ulterior consideración proclive. Muy fino. Esa "finezza" sutil que no dice ni deja de decir, no afirma ni desconfirma, sino todo lo contrario, indefinidamente impreciso, libre en la opinión para un entendimiento libre de lo opinado por el opinante. Que guiña un ojo y esboza una sonrisa mientras responde. Muy cortesano.
Ya apuntó maneras más veces. Esto es sólo el continuóse del empezóse. Pero Martini cada vez resulta más "chirriante" en el Pontificado (le guste o no) de Benedicto XVI.
¿No se ha enterado Martini de la páuta que marca Benedicto? ¿No capta el ritmo? ¿O se destaca ex profeso, marcando su propio tempo?
Me parece - no invento - que se desmarca voluntariamente, con toda deliberada deliberación. Y le aplauden, y le gusta. Humanamente hablando, considerando el fenómeno de tejas para abajo, que haya un chamán que traquilice a la tribu y la congregue y encante al poblado con fascinantes palabras y malabarismos, eso no es del todo malo, porque los distrae. Así están quietos y embobados con su gurú encantador.
Pero bajo otros considerandos espirituales, más altos, la estridencias del eminentísimo Martini me parecen cada vez más desconcertadas y desconcertantes. Y como da ideas, alienta "propuestas", resulta de lo más inquietante cada vez que opina, aconseja o pronuncia sentencia.
Lo peor es que es de los que "apuestan" por la "variedad" de "opciones". Es decir, de los que creen que la confusión es atractiva y confundirse un derecho fascinante.
O tempora, o mores!
&.
viernes, 5 de febrero de 2010
Fe, sentimiento, emoción (apuntes sobre)
El sentimiento/la emoción pueden servir de praeámbula fidei, pero no son la fe; aunque la fe contiene emociones, y "siente". No basta sentir/emocionarse para hacer efectiva la fe, no es suficiente. Sin embargo la fe es también "sensible", se mete en los tuétanos y circula con la sangre sensibilizando hasta los pequeños músculos que horripilan el vello de la piel. La fe no es sentimiento, pero se siente, y es emocionante.
Fe y sentimiento interaccionan en una proporción idealmente equilibrada; yo no sabría establecer esa proporción, ni fijar el equilibrio, ni siquiera definirlo propiamente. En cada creyente se detecta de forma muy personal, y no es mejor la fe con menos sentimiento ni de más calidad la más sensible. Depende. Aunque es fácil reconocer la emoción con poca fe, y a veces asombra la fe sólida cuando estalla en sentimiento. La experiencia mística de Stº Tomás de Aquino el día de San Nicolás, tres meses antes de su muerte, fue uno de esos momentos en que la fe sólida y bien templada, inteligente y razonada, se desborda en sentimiento y emoción: Es la mística, un fenómeno espiritual que sucede por pura gracia, pero que tiene su "proceso" y puede alcanzar niveles admirables, como un climax de la fe con inteligencia y sentimiento.
En los Evangelios, en los Misterios de la Vida de Cristo, hay momentos de intensa fe que siente. Cuando San Lucas dice que "... Maria autem conservabat omnia verba haec conferens in corde suo" Lc 2, 19 (que reaparece brevior en 51 : "...et mater eius conservabat omnia verba haec in corde suo") entiendo que describe uno de estos equilibrios fe-sentimiento vividos en la extraordinaria intimidad de la Virgen Madre; tuvo que ser tan irrepetible como todo lo suyo. Pero ahí está: Fe y sentimiento (o fe con sentimiento, en este caso animado por la maternidad, algo tan íntimamente femenino (como la virginidad, también)).
Pero en el texto fundamental de la confesión en Cesarea de Filipo, la fe de Simón Pedro confiesa por encima del sentimiento, enfáticamente, más allá del sentimiento (entusiasmo?) de los otros discípulos presentes. Y sobre esa fe escueta, firme, dura, sin "sentimiento", se edifica la Iglesia imperecedera. La fe es más que el sentimiento, puede contenerlo, pero es superior al sentimiento.
Una escena evangélica con más patetismo que fe es cuando Pedro rompe a llorar, después de haber negado tres veces al Señor en la noche de la Pasión. El canto del gallo que le profetizó el Maestro es el instante en que una fe traumatizada por el dolor y el arrepentimiento se desahoga en llanto amargo, incontenible. Se ha roto el equilibrio y vence el sentimiento, se impone la emoción más que la fe. Quizá porque la fe hasta el momento de la Pasión fue suficiente para el discípulo, pero el escándalo de la Pasión necesita más fe; tiene que crecer la virtud insuficiente del discípulo que ha sido hasta el nivel nuevo del Apóstol que será. Cuando se serena la descarga emotiva, el sentimiento madurado de Pedro desemboca en la fe enriquecida con la gracia de la Cruz. Si el Salmo reza "tu luz, Señor, nos hace ver la luz" (Sal 36,10), el que sigue a Cristo también puede decir "Tu cruz, Señor, nos hace ver la cruz"; item más: "Tu Cruz, Señor, nos hace amar la cruz".
Al final la fe se fragua/resuelve en amor, amor personal, amor de intimidad entre dos, ese luminoso binomio evidente que glosa John Henry Newman cuando da cuenta de la historia de su conversión: "...el pensamiento de dos y solamente dos absolutos y luminosos seres evidentes a todas luces, yo mismo y mi Creador"; Dios y uno mismo. Un proceso que va de la atracción primero, luego el encuentro, después el conocimiento y finalmente la confesión-fe y la entrega.
En la escena de la triple confesión petrina de Jn 21 15-18 se resuelve otro capítulo de fe-sentimiento/emoción. Entreverando los dos pasajes del Evangelio que he citado, el de San Lucas y este de San Juan, me atrevo a entablar un paralelo entre la interiorización del Misterio en la Madre del Señor y lo ocurrido a Simón Pedro entre la noche de la Pasión y la triple confesión de Galilea. En Genesaret, cumplida la Pasión y después de la Resurrección, en vez de decir/preguntarle por su fe, si cree, el Señor interroga a Pedro sobre el amor, el amor que le tiene a Él.
En la escena de Jn 21, 15 ss. los protagonistas son Cristo el Señor y su discípulo Pedro; en la vida de los creyentes los protagonistas son el mismo Cristo Jesús y cada alma, cada fiel. Y el escenario no es el Mar de Galilea, sino la Iglesia. Las preguntas son las mismas: Las mismas preguntas de amor...que se sienten profundas en el alma y se responden con fe (y con emoción).
Vuelvo a recurrir a un fragmento de la Pasión según San Mateo, el oratorio del obispo ortodoxo ruso Hilarión Alfeyev, para ilustrar la exposición. Me parece muy entonado.
+T.
martes, 2 de febrero de 2010
Las Candelas
Se encendían las candelas cuando era noche cerrada, las más tempranas las que tenían más chiquillos impacientes alrededor, y las últimas las que organizaban las pandillas de jóvenes, mozos y mozas y parejitas de novios. A las nueve de la noche ya estaban todas encendidas. Y se encendía el cielo.
Desde el balconcillo del soberao se veía todo el pueblo ardiendo, en cada plazoleta y cada calle ancha una candela. Y el cielo negro intenso se veía entre nubes de humo color naranja, con los reflejos de las candelas dando resplandores temblorosos a la Torre de la Iglesia y la del Reloj.
El ramón de olivo que cubría la leña ardía en chispas que volaban al cielo restallando como un repique de triquitraques, y los niños mirábamos embobados las chispas que subían rápidas, tan vivas, más allá de los cables de la luz. Era el momento más emocionante, más intenso, cuando las llamas largas y altas prendían en la ropas del Júa y el muñeco se inflamaba y derramaba paja encendida, hasta que se deshacía sobre la candela.
El Júa es el muñeco de trapo relleno de paja que se pone encima de la candela, como un motivo alusivo, con cartelón y leyenda graciosa que explica la figura del muñeco. Lo preparan las mujeres, las vecinas de cada la calle donde se organiza la candela, una de esas ocasiones en que las mujeres hacían fiesta a su gusto, sin reparos. Y se empezaba con el pitorreo del muñeco, ideando una figura cuanto más grotesca mejor. Cuando estaba hecho se sacaba a la calle, donde los hombres tenían ya formada la candela, con madera de troncos de olivo cubiertos con ramón hasta formar una fogata de tres o cuatro metros de alto; en lo alto se plantaba el Júa, amarrado a una caña para mantenerlo tieso, o sentado en una butaca coja o un sillón de mimbre desculado.
Cuando montaban el Júa se armaba una gritería, las mujeres con la risa chillona que se contagiaban unas a otras, y los niños saltando alrededor, nerviositos, viendo subir al Júa. Se le llama "Júa" por el "Judas", un muñeco parecido que se hacía el Domingo de Resurrección y se colgaba en medio de las calles, de balcón a balcón, y por la mañana, a la hora de Tercia, salían cuadrillas de escopeteros "a matar al Judas", con una trupe de chiquillos detrás y todos los de la calle animando a los cazadores, que tiraban salvas de pólvora y serrín a los muñecos hasta que salían ardiendo y se deshacían.
Nuestro Júa de las Candelas es una remota reliquia de las celebraciones de la Depositio del Aleluya, cuando se enterraba de manera más o menos solemne o jocosa al aleluya, que se dejaba de cantar en las 1as. Visperas de Septuagésima hasta que se volvía a entonar el Sábado de Gloria. De Júa a Júa, de Septuagésima-Candelaria a Pascua Florida, con el Aleluya ausente.
Era entonces, cuando las fiestas iban al compás de la fe, y las alegrías y las austeridades tenían sentido, y se celebraba cada cosa como correspondía, un entierro con lloros y un bautizo con gozo. Y se tomaban los últimos pestiños en la candela de la Candelaría, con las últimas uvas en aguardiente que habían sobrado de las Pascuas de Navidad y de Reyes, y ya no se volvían a comer dulces hasta que llegaban las torrijas de Semana Santa y la Pascua del Señor.
Todo sabía mejor, todo tenía su sabor, con su gusto propio, inconfundible. Y el aire de la noche de la Candelaria olía a candelas, y sonaban toda la noche los latones que se golpeaban con palos para hacer música al compás de las botellas de aguardiente y los almireces de bronce, cantando coplas de romance, y bailando ruedas alrededor de las candelas, que se iban consumiendo y haciendo rescoldos.
Por la mañana, cuando los niños íbamos al colegio, medio dormidos después de la noche de fiesta, se veían por las calles los montones de cenizas, todavía calientes y humeantes de las candelas. Y nos entraba esa nostalgia del disfrutar que pasó.
Yo no sabía entonces qué era nostalgia.
&.
lunes, 1 de febrero de 2010
Tarde, muy tarde (sive excusatio non petita...etc)
Transeuntes somos y el camino nos empareja con prójimos de muy distinta laya, unos de una hechura otros de otra, de mejor lana o de más áspero pelaje; hasta aparecen algunos con pellejo de escamas.
Cierta impresión benevolente dependiente de la caridad (que no es simpatía ni la exije) late tanto en nuestras conciencias que nos empuja, a veces, por encima de la prudencia y sus discreciones. Equilibrar prudencia y caridad es un dificil ejercicio en el que depende qué prime para que se desnivele todo en un momento. Y los desequilibrios son casi constantes en cuanto se implican estas dos virtudes, tan delicadamente articulables.
Yo he pecado contra la prudente caridad por arrimar el hombro en un particular que no debiera. Quizá por cierto prurito "ministerial", por el afán de hacer presente voz y opinión. Y sigo, confieso también, en esa intención de subirme al púlpito en cuanto me den un altavoz. Estoy firmemente persuadido de la necesidad de la voz católica en medio del guirigay desconcertado de los des-católicos, que son legión como los demonios de Gerasa.
Todo esto ocurre - me ocurre - desde un distante dilettantismo; quiero decir que no se trata de "profesión", que no es asunto de comer del asunto. Que ese es el problema que aparece en casi todos sitios cuando un proyecto de intención se convierte en una intención con proyecto. Y los proyectos se vuelven ya personales (o lo fueron desde un principio???) y, arribados a este punto, rara vez dejan de serlo sin intereses e interesados.
Tiene toda la gracia descubrir en un momento lo que ya se sabía pero se obviaba: Que al fin se trata del comedero de fulano, que el hombre tiene que ganarse el pan y las papas porque es justo y necesario. Pero para que él pueda ganarse su sustento ya no todo es justo ni necesario, ya no caben todos y hay que soltar lastre para que el globo suba.
Pues que suba. Que suba el aeróstato y se enrisque en las nubes del arrebol. Que ya caerá, ya caerá; y mayor será el bajón con su porrazo, que nos divertirá (¡oh frívola vanidad!). Total, el negocio no es tan pingüe ni tan asegurado. Fablas de dueña y trato de compadres que hoy se avienen y mañana se apuñalan, gitanerías que si no la dan a la entrada la pegan a la salida. Y así, porque el mundo y sus cosas son así.
Aunque me tengo que decir lo que me dije en el comentario a un comentarista:
Total que, como aquellos optimates senatoriales en desafecto de la plebe, nos recogemos la toga y nos replegamos al Aventino, nuestro monte reservado. Y allá queden ellos, con sus cosas. A ver cuánto duran. A ver.
Porque un buque con mando tan mal concertado o naufraga, o lo hunde una bombarda, o nunca llega a puerto conveniente. Hasta pudiera ser que lo aborden los piratas.
&.
Cierta impresión benevolente dependiente de la caridad (que no es simpatía ni la exije) late tanto en nuestras conciencias que nos empuja, a veces, por encima de la prudencia y sus discreciones. Equilibrar prudencia y caridad es un dificil ejercicio en el que depende qué prime para que se desnivele todo en un momento. Y los desequilibrios son casi constantes en cuanto se implican estas dos virtudes, tan delicadamente articulables.
Yo he pecado contra la prudente caridad por arrimar el hombro en un particular que no debiera. Quizá por cierto prurito "ministerial", por el afán de hacer presente voz y opinión. Y sigo, confieso también, en esa intención de subirme al púlpito en cuanto me den un altavoz. Estoy firmemente persuadido de la necesidad de la voz católica en medio del guirigay desconcertado de los des-católicos, que son legión como los demonios de Gerasa.
Todo esto ocurre - me ocurre - desde un distante dilettantismo; quiero decir que no se trata de "profesión", que no es asunto de comer del asunto. Que ese es el problema que aparece en casi todos sitios cuando un proyecto de intención se convierte en una intención con proyecto. Y los proyectos se vuelven ya personales (o lo fueron desde un principio???) y, arribados a este punto, rara vez dejan de serlo sin intereses e interesados.
Tiene toda la gracia descubrir en un momento lo que ya se sabía pero se obviaba: Que al fin se trata del comedero de fulano, que el hombre tiene que ganarse el pan y las papas porque es justo y necesario. Pero para que él pueda ganarse su sustento ya no todo es justo ni necesario, ya no caben todos y hay que soltar lastre para que el globo suba.
Pues que suba. Que suba el aeróstato y se enrisque en las nubes del arrebol. Que ya caerá, ya caerá; y mayor será el bajón con su porrazo, que nos divertirá (¡oh frívola vanidad!). Total, el negocio no es tan pingüe ni tan asegurado. Fablas de dueña y trato de compadres que hoy se avienen y mañana se apuñalan, gitanerías que si no la dan a la entrada la pegan a la salida. Y así, porque el mundo y sus cosas son así.
Aunque me tengo que decir lo que me dije en el comentario a un comentarista:
"Tú lo quisiste,Quiero decir que yo conocía al mulo, que era bestia resabiada y mohína, que coceaba malamente, también. Conque la patada recibida no ha sido "sorpresiva", ha sido "natural", correspondiente a su estilo. Y más o menos esperada, casi cantada. Era cuestión de tiempo.
fraile mostén,
tú lo quisiste,
tú te lo ten"
Total que, como aquellos optimates senatoriales en desafecto de la plebe, nos recogemos la toga y nos replegamos al Aventino, nuestro monte reservado. Y allá queden ellos, con sus cosas. A ver cuánto duran. A ver.
Porque un buque con mando tan mal concertado o naufraga, o lo hunde una bombarda, o nunca llega a puerto conveniente. Hasta pudiera ser que lo aborden los piratas.
&.