El otro día, el lunes 22F, que fue la Fiesta de la Cátedra de San Pedro (en el Misal Antiguo se celebra como Fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía (que no sé por qué el de Pablo VI no siguió con la fecha del 18 de Enero para la Fiesta de la Cátedra de San Pedro en Roma, tal y como se conserva en el Misal Tradicional, no me explico (una perplejidad más entre las muchas fruto de la "reforma" post-conciliar))). Pues a propósito de la fiesta hablaba con yo con un selecto compadre, sobre las vicisitudes de estas conmemoraciones, sobre la reliquia de la Cátedra y de cómo se han conservado en San Pedro del Vaticano ciertas costumbres anejas a la liturgia, de forma quasi-milagrosa, auténticas supervivencias luego del tsunami minimalista post-conciliar.
Y me refería a la iluminación del Altar de la Cátedra, que todavía se sigue alumbrando para la fiesta del 22 de Febrero. Es digno de ver el efecto de los cirios encendidos rodeando la Cátedra, puestos en los cubillos de bronce originales de la estructura monumental del Bernini. Desde la entrada de la Basílica ya se ven las luces parpadeantes, con la perspectiva de la nave y, a lo lejos, destacándose a través del espacio del Baldaquino, la Cátedra entre las velas blancas que la perfilan con temblorosos puntos de luz. Como la Basílica suele estar todo el día con muy poca iluminación artificial, el espectador puede imaginar cómo sería la vista en los tiempos en que la luz eléctrica no alteraba los contrastes de luces originales, tal y como se concibió el edificio y sus ornamentaciones. Repito que es digno de ver.
La Cátedra conforma el centro de la idea que articuló el genio del Bernini para la Basílica, llena de "detalles" cargados de significación, de una "lectura" católica. Por ejemplo, la cúpula está sostenida por los cuatro machones donde se encuentran las capillas que contienen las reliquias mayores de la Basílica: El Lignum Crucis, el Paño de la Verónica, la Lanza de Longinos, y la cabeza de San Andrés Apóstol (esta ya no, porque Pablo VI, muy generoso y ecuménico, la entregó a la Jerarquía de la Iglesia Ortodoxa Griega, cuando el Concilio). El centro del espacio cúpula-crucero, es el Altar Mayor, cubierto con el baldaquino de bronce; debajo la "confessio" con la tumba de San Pedro; y al fondo, en el ábside, sostenida por las figuras colosales de cuatro Padres de la Iglesia, la Cátedra de San Pedro con la gloria rompiente de la vidriera del Espíritu Santo, focalizando con su luz dorada todo el conjunto. Un conjunto admirable, insuperable, tanto formal como conceptualmente.
La centralidad magnificente de la Cátedra, mucho más allá de la veneración de la reliquia de la cátedra petrina (hoy día fuera de su urna de bronce y expuesta en una vitrina de la Sacristía), es una proclamación, una exaltación de la fe de la Iglesia Romana. Ninguna sede del mundo cristiano se aproxima a ella, no por el arte ni el fasto, sino por la realidad histórica entroncada en el Misterio: El Tu Es Petrus del mosáico dorado que circunda el anillo del tambor de la cúpula, es parte del Credo en tanto es parte fundamental de la Iglesia instituída por Cristo, el Señor, sobre su apóstol, singularmente destacado sobre los otros apóstoles. Roma es Pedro, y en Roma está su sede y en su sede se sienta su sucesor, cabeza visible de la Iglesia de Cristo en la Tierra.
La cabeza debe verse, destacarse. Para ello los símbolos petrinos han cumplido esa necesidad de representar, revestir de atributos propios y significativos al Sucesor de Pedro. Así tiene sentido la Cátedra y la sedia, el trono del Papa y su sede. Y la tiara, que es también su ornamento propio, desde hace tantos siglos.
Juan Pablo II, que pasó para las "vanguardias" des-catolizantes como un pontífice de perfil "tradicional" (¿se puede ser Papa sin ser tradicional??? ¿se puede ser católico sin ser tradicional???), de hecho fue uno de los más efectivos demoledores de los símbolos católicos, empezando por él mismo, por la forma en que representó externamente su ministerio pontificio, tan alejado de la impronta de sus predecesores. Resultó chocante su insistencia en despojar al Papa de sus simbólicos atributos, ninguno "sustancialmente" unido al ministerio papal, pero todos ellos muy identificativos de la única y exclusiva dignidad del Romano Pontifice. Entre lo anecdótico y lo patético, especialmente, su insistencia en ponerse todos los sombreros, gorras, tocados y adornos de cabeza de todo el mundo, de todos los sitios que visitó y de cuántos le visitaron. Todos se los colocó en la cabeza, menos el suyo propio, la tiara que nunca quiso.
No fue el primero, sino que siguió el mal gusto del efímero Juan Pablo I, su predecesor, que no quiso ser coronado. Hubiera sido mucho más "escénico", si no les gustaba llevar tiara, hacer lo que hizo Pablo VI, que una vez coronado donó su tiara (o la vendió). No comment.
El último golpe a los símbolos pontificios ha sido el de Benedicto XVI, que ni siquiera quiso la tiara como timbre de su stemma pontificio, prefiriendo una mitra de extraño diseño como remate de su escudo. No sé, no me consta, si fue personal elección o si se trató de alguna "recomendación" de algún "consejero" vaticano. Desde luego no parece compaginar con el estilo "ratzingeriano", mucho más respetuoso con las formas tradicionales, y de muchísimo mejor gusto y "estilo" que su predecesor. Hablo de "formas" (aunque las formas trasluzcan tanto el fondo).
A estas alturas, si algunos supusieron que la "desnudez" de los símbolos iba a hacer más simpático o más querido o más popular al Papa, espero que esos ilusos se hayan desengañado: Los que odian, detestan, persiguen y atacan al Papa lo hacen lleve tiara o bonete de lana, se siente en trono o en banqueta de mimbre, vaya en gestatoria o en papamóvil, se vista con ornamentos barrocos o se revista de Ágata Ruiz de la Prada. Porque odian la esencia, no la apariencia (aunque la apariencia les remueva las bilis).
Un católico sabe que no hay poder más alto ni santo en este mundo, entre los hombres mortales, que el del Papa. Sic. Ninguno se le aproxima, sean realezas dinásticas, sean presidencias democráticas, potencias estatales o representantes internacionales. Nadie se compara al Papa. Y aunque ser lo que es basta y le basta, necesita su "cobertura" simbólica. En un mundo que vive en torno a la imagen y los símbolos, el Papado no puede perder los suyos, ni renunciar a ellos.
Vuelvo, pues, a ser más papista que el Papa y reclamo desde este poyete, desde mi balconcillo, la Tiara para el Papa, y la Sedia Gestatoria, y el Trono; y las trompetas de plata de San Pedro, y los flabelos flanqueando la sedia, y el manto pontificio bordado con tiaras y llaves. Quiero al Papa Papa, señores míos. Y lo quiero porque me lo tomo en serio, muy en serio, tan en serio.
Protesto que sé que el Papa no es una tiara, ni un escudo, ni un trono en andas. Pero clamo que el Papa necesita sus símbolos para que el mundo vea y los católicos volvamos a nuestra conciencia católica, que se ha perdido tantísimo, lamentablemente.
En un mundo aberrante con conciencia infatilóide y vicios de provecto degenerado, los símbolos no son un capricho prescindible, sino un medio inteligible. Si se trata de la fe y del misterio que es más de lo que se ve, su vuelta y restauración urgen más, mucho más.
El contenido sin continente se desparrama. En el centro tenemos algo tan simple como la madera de una Cruz, las tablas de un Pesebre, o la forma blanca de la Hostia. Para el fuerte en la fe, su sóla aparición impone adoración; para el "débil", hay que usar relicario de oro o custodia de plata. Para el incrédulo, también. Para el impío, doblemente.
Y el que me niegue la mayor, no entiende un comino del caso.
Y esto, un regalito, para amenizar:
Les destaco estos versos de la letra, en "romanaccio": "...vedo la maestá der Colosseo, vedo la santitá der Cupolone, e so' piú vivo, e so' piú bbono..." que yo cantaba en Roma (y canto en mi casa) tan apasionadamente como un romano di Roma (adoptado):
"...Admiro la majestad del Coliseo, contemplo la santidad de la gran Cúpula (del Vaticano), y me siento más vivo, y más bueno..."
Sí, sí; ¡sic!: Más vivo y más bueno cuando veo la majestad y la santidad.
p.s. Si no lo entienden, no merece la pena explicarselo. Mi dispiace.
+T.
Roma triumphans, caput mundi!
ResponderEliminarEnhorabuena una vez más, por este magnífico artículo.
"Sí, sí; ¡sic!: Más vivo y más bueno cuando veo la majestad y la santidad."
ResponderEliminar¡¡Sí!! Es tal cual!
Qué pena, Señor, la claudicación.
Como dijo Chesterton: "Quiero una Iglesia que mueva al mundo, no una iglesia que se mueva con el mundo".
Gracias por el coentario, hace bien sentir que una no está sola en este inmenso piélago post (super, ultra) moderno.
P.D.: Encontré el link a la radio de música clásica. Algunos músicos se van a ir al Cielo nada más que por haber compuesto la música que compusieron.
He dicho.
Este querer adaptar la Iglesia al mundo, en lugar de ser al revés, ha sido el mayor colapso, el germen de todo lo que tenemos. No nos escandalicemos porque lo hemos procurado -o lo han procurado-. No me considero cómplice de esos deseos.
ResponderEliminarAutoridad y referencia. Sumisión ante la Verdad. Es que no hay más.
Un extraordinario post, Terzio.
Fantástica la pintura literaria sobre El Altar de la Cátedra. Lo he leído varias veces.
ResponderEliminarEl resto lo vivo como usted y quisiera una Iglesia igual que la que vive usted.
Me sumo al comentario de Josefina.
Una cosa más: ¿El Papa Juan XXIII llevó tiera? Es una curiosidad.
¿Nos ha abandonado el Espíritu Santo? ¡Ven Espiritu Santo!
ResponderEliminarRiba, tienes poca fe: El Espíritu Santo no abandona a su Iglesia (nosotros, pecadores, sí lo "despreciamos" cuando pecamos).
ResponderEliminarCapuchino, Juan XXIII se coronó con tiara y se la puso cada vez que se la tenía que poner; usó todos los atributos y ornamentos papales, hasta su muerte. Pablo VI también fue coronado, aunque al poco dejó de usar la tiara (hoy se conserva expuesta en el Santuario de la Inmaculada Concepción, Washington d.c.)
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