Su pecho sonaba a medallas, la de oro de la Virgen, grande como el reloj de mi abuelo, y dos o tres más, pequeñitas, una del Patriarca, otra de San Antonio, y una con el corazón y las siete espadas, que se abría, como un guardapelo, y llevaba dentro un trocito del manto de la Soledad. A mí me gustaba abrirla, y darle un beso al cristalito que cubría el pedacito de terciopelo negro. Las llevaba en una cadena de oro, por encima del vestido; cuando iba a Misa y se ponía el velo, las dos puntas de blonda se las prendía con un alfiler de cabeza negra, sobre las medallas.
Olía a Flor de Blasón, un agua de tocador suave y dulce. Y también olía a violetas; y por el verano a jazmines, por la moña que se iba abriendo poquito a poquito, flor a flor, hasta quedar como un pomo blanco y suave sobre su pecho, junto a las medallas.
Siempre vestía de oscuro; llevó hábito de San José por una promesa que se echó por unas calenturas que pilló mi abuelo. Le gustaba tambien el morado, y el verde oscuro. Y el negro de los lutos. Y le sentaban tan bien, tan guapa y señoreada con sus colores "sufridos".
El pelo era blanco como la nácar, recogido en un moño con horquillas, con un par de peinecillos de carey. De noche, cuando se ponía el camisón, se soltaba las horquillas y se abría sobre la espalda una cabellera blanca, como el hada de un cuento. Y mi abuelo la miraba, embobado, como recien enamorado. Me gustaba mirar su melena abierta reflejada en el espejo del tocador; y a mi abuelo también.
Recuerdo la tarde de su muerte, tan vivamente como un flash, a golpe de imágenes. Después yo la buscaba en sus cosas, en el sonido de las varillas de su abanico, en el olor de su bolso, de sus pañuelos, del velo de misa. Me gustaba pasar las cuentas de su rosario, una a una, y besar las medallitas. Abría los cajones de su cómoda, y el secreter donde guardaba su joyero, y el costurero con los alfileteros, y su misal con las estampas. Yo tenía siete años, casi ocho. Y sabía, estaba seguro, que ya nadie me iba a querer como ella, nunca. Dormir sobre su pecho, sonando las medallas y oliendo a jazmines y a violetas, me parece un sueño de paraíso.
A veces retorno a su recuerdo, tan suave, con el ansia consciente de algo que ya nadie me dará aquí. Después me voy alejando, con un desconsuelo de niño desengañado, arisco con la realidad que te despabila desliendo lo soñado en la cruda luz de un áspero despertar que no se quiere.
Tengo su medalla de la Virgen, la llevo puesta. Y suena como entonces, lo mismo que cuando ella la llevaba. Ahora, tantos años después de mi último sueño de niño sobre su pecho, la tristeza se ha ido yendo, como un eco; su rostro, su imagen, unas veces se desdibuja, otras parece una visión reciente, casi viva. Mi amor por ella ha ido creciendo conmigo. Espero - creo - que el suyo por mí también.
+T.
Precioso y triste comentario, me ha recordado a mi abuela, también de negro, también muy creyente.
ResponderEliminarEl recuerdo por los familiares difuntos aumenta a medida que pasa el tiempo.
ResponderEliminarA mí me sucede con mis padres: cada día los echo más de menos.
Estimado Don Terzio: poesía pura que me ha emocionado, como siempre que habla usted de su niñez o juventud.
ResponderEliminarPerfecta la frase final.
¡¡Gracias!!
Nos acordamos más de nuestros seres queridos muertos, conforme nos hacemos mayores, en realidad porque nos estamos acercando a ellos...
ResponderEliminarNo, no es eso.
ResponderEliminarEs el amor reposado, sin otros restos y circunstancias que lo enturbian, como el vino cuano se decanta, o el fenómeno de nuestros vinos de solera.
Es efecto no sólo del tiempo sino del mismo amor. También pasa en cierta forma con otros recuerdos y/o experiencias, que se clarifican y comprenden mejor (incluso se solucionan).
O con las obras de arte, con la pátina que embellece; o las pinturas al óleo, que van dejando ver matices y pentimenti que en fresco no están o no se advierten.
También se pudiera explicar recurriendo a las perspectivas, a las visiones globales, de conjunto, que se aprecian únicamente a distancia.
No sólo es tiempo, sino también inteligencia, voluntad y memoria.
Una cosa, quizá, sea cierta: Cuando se aprecia lo perdido no se teme tanto el trance de la muerte si se espera la inmortalidad y el reencuentro feliz con nuestros seres queridos. Algo que sólo garantiza la fe, y haberla vivido rectamente y en virtud (una esperanza que se cierra absolutamente a los malos, los impíos, los suicidas y los ateos).
La fe, además de santa y buena, es justa, sana y profiláctica.
'
Precioso Terzio y que consolador y sereno resulta. Es una catequesis en estado puro.
ResponderEliminarLo dice el poeta:
ResponderEliminar¡Oh la memoria!
ave de la nostalgia,
esquiva de la muerte,
torcaz como la tórtola
que canta a oscuras en el corazón.
Muchas gracias Dómine, por tan bella y sentida entrada.
D. Terzio, no será su caso, porque es otra época, pero es el mio, y creo que el de más gente, las abuelas tienen mucha importancia en la transmisión de la fe.
ResponderEliminarYo comencé a ir a misa de la mano de la mia, estoy hablando de inicio de los años ochenta del pasado siglo.
La mia llevaba una medalla de San José que ahora llevo yo.
Juvenal
Una belleza de escrito. Y la reflexión sobre la Fe... Con padres ancianos y madrina que el lunes si Dios quiere cumplirá 90 años, el temor de dejar de tenerlos pronto se dulcifica con la Fe.
ResponderEliminarEstúpida y desabrida Hortensia:
ResponderEliminarEl cariño no teme al "ridículo" porque lo tiene vencido e ignorado. Por tu antipático comentario se deduce, probablemente, que desconozcas esa "experiencia", que no la hayas tenido ni, posiblemente, la tengas. Una desgracia: Además de arisca, des-cariñada y con afecciones vergonzantes-ridiculísticas.
Sorry.
'
A mi también me ha recordado a la figura entrañable de mis dos abuelas, Encarnación y Ascensión, tan queridas y añoradas, siempre presentes en la mente, el corazón y la oración.
ResponderEliminarPrecioso, emotivo.
ResponderEliminarMis recuerdos de la niñez vuelan hacia mi abuela paterna. Mis oraciones con ella al borde de la cama, nuestras conversaciones mientras hacía ganchillo y un delicioso chocolote del que aún me llega el aroma. También llevo una medallita de la Virgen del Pilar que me regaló por mi primera Comunión. Y que nunca se ha separado de mi. Es un amor sereno, relajado, con una mezcla de nostalgia y alegría por haber vivido esos momentos irrepetibles.
Precioso y conmovedor, don Terzio, y mi agradecimiento por estas páginas tan entrañables, tan sentidas y tan llenas de verdad.
ResponderEliminar